Me costó un par de días convencerme a mí mismo de que tenía que dejar el Mar de Célebes, sus islas y su buceo para continuar mi viaje por Borneo (la primera parte la tienes en el enlace anterior). Eso de que a uno le sobre todo el tiempo del mundo y no tenga el más mínimo plan prefijado es adictivo y a veces hasta peligroso.
El calendario no existe o si se cuela en la pantalla del móvil se le percibe elástico y viscoso como una ciénaga o como el agujero de gusano de la peli Interestellar.
El tradicional patrón 24/7/365 se convierte en una broma de Chiquito de la Calzada y así se van enlazando los atardeceres con los amaneceres, como decía la letra de un tango que nunca se escribió.
Acaba uno dedicándole sin proponérselo seis meses a las dos Patagonias, cuatro meses a navegar el Amazonas o qué sé yo cuántas lunas a México, Brasil o Japón.
Son países tan grandes y te atrapan tanto que no hay forma de dejarlos atrás. Y Borneo no es un país pero es muy grande y atrapa mucho, así que me puse un petardo en popa para seguir avanzando.
Cogí un avión en Tawau, noreste del Borneo malayo, para volver a Kota Kinabalu, la capital del estado de Sabah. En una hora de vuelo todo lo que me alcanzaba la vista a derecha e izquierda eran plantaciones de palma, no se veía selva.
Confirmaba por aire lo que ya había comprobado por tierra, que a la tercera isla más grande del mundo la están dejando sin selva, que el negocio del aceite de palma es tan rentable a nivel mundial que le han puesto fecha de caducidad a la fauna y flora de uno de los bosques primigenios más ricos del mundo.
Venía bien servido de ostras, langostas, galeras y otros mariscos ricos y baratos que me tomaba a diario en las islas y en Semporna, pero en KK me esperaban los restaurantes callejeros del malecón, muy marineros también.
Retomé mis charlas con Joe, el chico de una pequeña hamburguesería del centro, que se había convertido para su familia y amigos en todo un bastión para fijar territorio. Él no quería emigrar y dejar su amado Sabah, como sí han tenido que hacer dos de sus hermanos y muchos amigos.
“El salario medio en Borneo es mucho más bajo que el de West Malasia, los servicios públicos peor aún y no hay oportunidades ni futuro, así que mucha gente tiene que emigrar a la Malasia peninsular, Singapur o Australia para labrarse un porvenir, ganar dinero y poder mandar parte de él a sus familias aquí”, relata Joe.
“Y los que consiguen graduarse como doctores, ingenieros o profesionales también emigran porque cobran mucho más que aquí; si se nos va el talento es imposible que Sabah avance”, apostilla.
La última noche nos pimplamos juntos una botella de montaku, el ´rice wine´ de Borneo, y dos hamburguesas que él mismo preparó con cariño. Al día siguiente me pillé un autobús al puerto de Menumbok para desde allí coger un pequeño ferry para llegar a la Isla de Labuán.
Desde ahí daría el salto al Sultanato de Brunéi, un pequeño país megarrico dominado por un déspota que vive en un palacio de 1.800 habitaciones y guarda en sus garajes más de 3.000 vehículos de altísima gama valorados en unos 4.000 millones de dólares.
Fueron muchas horas de trayecto en uno de los autobuses más incómodos que me ha tocado en el Sudeste asiático.
En los tiempos muertos que me regalan los trayectos largos y no usar el móvil por no llevar datos recordé que Joe me comentó que el abuso que hacen con los turistas en el buceo en Sipadán también se da en el Monte Kinabalu.
Me pareció tan aberrante el precio que ofrecían las agencias por hacer la subida a la montaña más alta de Malasia (4.095 metros) que le pregunté. Dijo que la concesión la tiene en exclusiva una empresa de los amigos de uno de los sultanes y ésta revende los packs a las agencias para que capten a los clientes.
Sale por en torno a 400 euros al cambio hacer el trekking de dos días con transportes, manutención y una noche en el campo base, donde cuesta dormir (cama en albergue) unos 80 euros. Precios de Mont Blanc para robar un riñón a los turistas que se dejan.
Llego en el ferry al territorio isleño de Labuán, donde no se pagan impuestos y donde se percibe un cierto aire de libertinaje estilo Far West. Hay licorerías por todos lados con alcohol y tabaco muy baratos, casinos y pachinkos, discotecas y karaokes y algunos clubs que prestan servicios de esos que están prohibidos en el resto de la muy musulmana Malasia.
Y es que Labuán, que estuvo a punto de pertenecer a España en los tiempos de la colonización de Filipinas, fue declarada por el Gobierno malayo como territorio federal y centro financiero libre de impuestos.
Esta condición les permite gestionar parte de los ingresos por los negocios de gas y petróleo de la zona y atraer muchas actividades gracias a que no se pagan impuestos.
Yo aproveché la noche para desmadrarme un poco por las discotecas, que pinchaban un más que decente EDM (electrónica comercial estilo thai). Echaba de menos la jarana y bailar después de tanto tiempo viajando por Malasia, conocí a gente joven que se bebía los chupitos al doble de velocidad que yo y llegué al hotel un poco espita.
Al día siguiente hice un poco de turismo por la isla, me compré una botella de un litro de Havana 7 y me monté en un pequeño y extraño barco que parecía una cabina de avión empotrada en el casco flotante.
Sólo una hora de navegación separan el bendito desmadre de Labuán de una de las pocas monarquías absolutas que quedan en el mundo, donde se sigue aplicando una estricta versión de la Ley Sharia y donde merece la pena parar unos días para darse un baño de ´frikismo´.
Brunéi es un país bonito, limpio y seguro -a ver quién se salta las normas-, donde si eres homosexual corres el riesgo de ser ejecutado por lapidación y donde nadie paga impuestos. El sultán Hassanal Bolkiah tiene 78 años y lleva en el trono de oro desde los 19 años.
Pasé el control de pasaportes tras declarar que portaba una botella de ron y unos filipinos encantadores me llevaron en su coche hasta el centro de Bandar Seri Bagawan, la capital del Sultanato.
En Brunéi está prohibido fumar y beber alcohol en público, y por supuesto venderse, aunque muchos de sus pocos habitantes cruzan de vez en cuando la frontera para entrar en la ciudad malaya de Limbang. No suelen ir a rezar, más bien a hacer acopio de alcohol y tabaco para pertrechar sus despensas.
En el país hay unos 300.000 ciudadanos de primera, que son bruneanos y tienen el pasaporte oficial. Muchos de ellos son ricos o de clase alta, tienen acceso gratuito a estudios, becas al extranjero, hospitales y gozan del privilegio de recibir una o dos pagas extras al año, algo que depende de cómo se le cruce el cable al señor sultán.
Tuve la suerte de conocer a varios ciudadanos del país en los mercados nocturnos, donde por cierto se come rico. Fueron muy especiales mi encuentro y posteriores quedadas con dos jovencitas que hablaban un inglés perfecto, la primera de ellas era cien por cien bruneana; la segunda, solo a medias.
Era de abuelos chinos, sus padres ya nacieron en Brunéi, no eran musulmanes y además tampoco nunca podrán ser ciudadanos de primera. Usan la tarjeta naranja (una especie de pasaporte de segunda) y oficialmente son del país, pero sin las prebendas de los de primera categoría.
La segunda chica no pudo optar a la beca para estudiar en Londres que sí le dieron a la primera, y a su familia no le llegó la paga extra que en agosto de 2023 repartió el sultán por no sé qué celebración.
Andaban expectantes, además, a que el sobrino del dictador se casara, porque les caería otra paga extra del autócrata para celebrar y compartir con los suyos tamaño evento.
Pero además hay ciudadanos de tercera, los que realmente trabajan. Filipinos, indonesios, malayos, bangladesíes, paquistaníes y nepalíes, que cobran buenos sueldos pero no tienen derecho a casi nada. Tienen que pagarse ellos mismos la educación y la atención sanitaria, pero no pagan impuestos tampoco.
La suma de todos ellos (ciudadanos de primera, segunda y tercera) se sitúa en el entorno de los 450.000 a 480.000 residentes. Todos sin excepción han de parar cada viernes entre las 12.00 y las 14.00 horas porque el sultán hace décadas decidió que todos los suyos rezarían con él en esa franja sagrada del día sagrado de los musulmanes. Están obligados a ello todos los viernes, que como os he dicho son sagrados.
El país se cierra por completo por decreto, se paraliza por dos horas, solo funcionan las UVI-UCI de los hospitales y poco más. Lo vi con mis propios ojos, salí a pasear desde mi hostel, que estaba al lado de la gran mezquita y del paseo marítimo, y la capital era una ciudad fantasma.
A las 14.30 volvió el jaleo propio y el ir y venir de los coches, en un país donde hay muchos porque los combustibles están regalados. Pero el que gana por goleada no solo en Brunéi sino también a nivel mundial en acaparar lujo de cuatro ruedas es el amigo Hassanal Bolkiah.
Podéis brujulear en internet para ver algunos de los modelos que posee. Solo guarda en los hangares de sus palacios 500 Rolls-Royce de entre los más de 3.000 vehículos de lujo que atesora, hasta el punto de que en 2011 el Guinness de los Records le reconoció de forma oficial la mayor colección de Rolls del mundo.
La compañía automovilística británica ya confirmó en su día que él solo acaparó la mitad de las ventas de la marca en la década de los 90. Se vino muy arriba el polígamo, que ha tenido o tiene tres esposas, con algún divorcio de por medio, y 12 hijos reconocidos.
Estamos de suerte en Brunéi porque para lo que podría ser lo es un poco menos. El señor sultán, al menos, deja educarse, trabajar y conducir a las mujeres, que tienen bastantes derechos pese a vivir en una monarquía absoluta musulmana y radical.
No me pareció comparable a la barbarie de Arabia Saudí, lo vi algo más cercano al modelo de barbarie iraní. Cada uno de ellos -si obviamos los simplismos ´analfabetoides´ de cómo se mira este tema desde Occidente- impone su propio modelo de barbarie.
En Brunéi se consume al estilo ´subnormalesco´ de los países occidentales, hay mucha influencia del país ahora en manos del tándem Trump-Musk.
Nunca olvidaré cuando Viktor, de Oregon, y Daniel, de Boston, en dos momentos diferentes de mi periplo por Borneo y sin conexión alguna entre ellos, me predijeron -un año antes- que el marido de Melania iba a ganar. Contaban con 40 años, habían sido votantes del Partido Demócrata y cada uno a su estilo me dijo que iban a votar a Trump, que ya no les daba vergüenza decirlo en público.
Pues Brunéi por raro que parezca tiene sus cines plagados de películas de Hollywood y en sus calles no faltan McDonald´s, KFC o Burger King, tiendas de lujo, relojerías, concesionarios, Apple stores.
Eso sí, hiyab obligatorio para ellas y nada de andar por ahí vestidas a la ligera. Y ojito con la música, horteradas occidentales las justas y siempre en privado. No sé cómo le irá por allí a Rosalía, en un rato le mando un WhatsApp para que me cuente.
No se ve policía por ningún lado porque a nadie se le ocurre saltarse las reglas, deduje tras preguntar a no pocos.
El caso es que estuve pateando la capital y algunas zonas del entorno tres días y cuando decidí marchar me tocó currármelo un poco. Desde la capital Bandar pillé una minivan a Seria y de ahí otra a Kuala Belait, en un trayecto en el que vi muchas mansiones de bruneanos y expatriados ricos del ´oil business´, campos de golf y altos ejecutivos de las petroleras.
Los taxis para turistas eran tan caros que me busqué la vida. El conductor bangla de la minivan me dejó en un punto para hacer dedo y el gran Saíd, un paquistaní diseñador de ropa árabe que tiene varias tiendas y una fábrica en el país, me montó en su coche y acabé comiendo con su familia afincada en Miri, una ciudad fea pero súper interesante del Borneo malayo.
Cruzamos la frontera juntos sin bajarnos del coche. Conozco a bastantes árabes a cuál más majo y cariñoso (los de otro tipo no suelo tratarlos) y Saíd y su tío se unieron a la lista, gente buena y trabajadora que es feliz ayudando a los demás.
Al final me quedé dos noches en Miri porque se comía muy bien y su mercado de pescado diurno y su ´street food´ nocturna merecían mucho la pena. Me di cuenta que aún estaba a 900 kilómetros y 15 horas en bus de Kuching, la capital del estado de Sarawak.
Así que me pillé un vuelo para terminar mi estancia en la isla de Borneo en la ciudad de los gatos porque la palabra kuching significa gato. Aquí se nota que hay más inversiones de los ricos de la península de Malasia, esto no es Sabah con el abandono y la pobreza a la que le someten los que mandan en Kuala Lumpur.
El río Sarawak asaetea culebreando la ciudad y da nombre al estado; su paseo marítimo, Chinatown y los barrios céntricos son muy interesantes. Hay mucha influencia china por las migraciones del vecino del norte a finales del XIX y principios del XX.
Voy al parque Semmengoh a ver más orangutanes, me toca una pequeña y juguetona hembra de siete años que nos hace reír a los que pagamos la entrada. También me hice el trekking del Monte Santubong a donde acudí en la moto alquilada y la excursión de un par de días al Bako National Park, donde merecen y mucho los trekkings.
Kuching me sorprendió por su buen ambiente nocturno y sus restaurantes de mezcla malaya, china y japo. Me enamoré del Makino Kochi Ramen Bar, en la calle Padungan, pero también de sus restaurantes chinos con un pato laqueado magnífico y carne de cerdo dulce.
Me dije a mí mismo que ya tocaba terminar el Borneo malayo y decidí no cruzar al indonesio, llamado Kalimantan. Y tras seis meses por esa zona de Asia toqué a rebato, compré un billete a España y me volví para llegar por sorpresa al 40 cumpleaños de mi querido Javierito.
josemaria says:
Hola Balta
Muchas gracias por tu artículo, como todos, interesante y muy útil.
Saludos