¡YO COMPADEZCO! – Colinas Kumaon, Uttarakhand, India. Si compadezco a alguien, mi ego engorda varios kilos, pues me coloco inconscientemente en un pedestal cuando le digo al pobre compadecido que está hecho mierda. Lo podría comparar al placer que siento cuando afirmo ser el hombre más humilde del mundo. ¡Ja!
Al ser adicto a la soledad, y sentir predilección por los lugares solitarios, compadezco a quienes, por elección u obligación, viven continuamente entre multitudes en grandes ciudades y en bloques de pisos, que se dirigen al curro apelotonados en los transportes públicos o conduciendo entre continuados atascos de tráfico, y llegado el fin de semana o las vacaciones continúan entre auténticas muchedumbres y pasan gran parte de su tiempo haciendo cola y esperando su turno.
Pensé en ellos al venir desde Nueva Delhi porque habitualmente el tren llegaba prácticamente vacío a Kathgodam, última estación de esa pequeña línea, gracias a que la mayoría de pasajeros habría descendido en las anteriores poblaciones, como Haldwani; pero en esta ocasión, al encontrarnos en la temporada en que mucha gente se dirige a las montañas huyendo del tórrido calor de la capital, aluciné al ver que la pequeña estación de Kathgodam (una de las más agradables y limpias de la India) se llenaba de gente que, cargada de maletas, luchaba por conseguir un taxi con el que recorrer los treinta y cinco kilómetros hasta Nainital.
Esta ciudad, que se halla a dos mil metros de altitud y tiene un espectacular lago, ya era el destino de los británicos que en esta época buscaban temperaturas frescas y aire limpio.
En armonía con la reacción que está provocando en muchos países lo que denomino la pandemia turística, la policía hace controles en la carretera hacia Nainital y solamente permite seguir adelante a quienes pueden demostrar que tienen una reserva hotelera. Como podréis imaginar, los atascos de tráfico son constantes y los turistas que vienen de la capital pueden tardar horas en ascender hasta Nainital, donde tendrán que aguardar pacientemente en los restaurante y cafeterías para recibir un mal servicio que, además, será caro.
Sirva de ejemplo el precio del taxi para recorrer los treinta kilómetros que distan desde Kathgodam hasta la casa en que me alojo: normalmente me cuesta ochocientas rupias, mientras que en esta ocasión, para no correr el riesgo de quedarme en tierra, acepté sin rechistar que me cobrasen mil doscientas (13,5 euros).
RECUERDOS LAOSIANOS – Estar atareado prestando atención a mi satisfactorio presente no me impide dedicar algún rato a recordar hechos agradables del pasado reciente, como los de Luang Prabang, en Laos, país del que partí hace un mes. Aquí van unos ejemplos.
Las chicas que instalan una mesita y una silla en la calle, donde venden boletos de lotería a unos crédulos ludópatas que están convencidos de que la juventud de ellas les traerá buena suerte. Las preciosas nubes, gordinflonas y solitarias, que cruzan lentamente el espacio. Los felices perros cuyos propietarios transportan en una motocicleta. Los repartidores de cubitos de hielo que a todas horas recorren los comercios, los hoteles y los restaurantes.
El precioso templo budista de Wat Visounnarath, construido en el año 1512, que es el más antiguo de esa ciudad que en 1995 fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Las habitaciones con a/c sin cristales en las ventanas, como si el servicio de electricidad fuese gratuito. La ausencia de delfines en el río Mekong, que podría deberse al constante tráfico fluvial.
El extremado calor, parecido al de la tailandesa Kanchanaburi, que, afortunadamente, de vez en cuando refresca alguna aparatosa tormenta. Y los divertidos e increíbles sueños que gocé noche tras noche.
PASO A PASO – Saquarema, Brasil, verano de 1988. Continúa de la crónica anterior. Saquarema, que se halla cerca de Cabo Frío, cumplía con mis requisitos, pues era un pequeño pueblo costero que tenía una playa inmensa y un lago. Además gozaba de una tranquilidad que rozaba el aburrimiento debido a que estábamos en el invierno austral y, a pesar de las suaves temperaturas propias de una zona subtropical, en aquella época era raro que recibiese visitantes.
Durante las pocas horas que Rasta y yo llevábamos en Brasil habíamos descubierto varias cosas muy positivas para nuestro proyectado viaje. Gracias a la galopante inflación del veinticuatro por ciento mensual, los dólares que llevábamos se pagaban en el mercado negro a un precio tan alto como para que la vida nos resultase confortablemente barata. Otro dato importante estaba relacionado con el autocar en el que habíamos venido hasta Saquarema, que era increíblemente espacioso y confortable, y rezábamos para que fuese una muestra del tipo de vehículos con los que cruzaríamos aquel inmenso país.
Aquella primera noche, mientras comíamos una buena pizza regada con cerveza Antártica, le dije a Rasta: “No pongas esta cara de cabreo, tío, porque lo que hemos hecho ha sido dar un paso de lo más sano. Cuando se acaba de hacer un viaje tan bestia, uno no se encuentra en completas facultades físicas y mentales, e incluso el alma llegará más tarde. Ahora estamos medio atontados y poco preparados para enfrentarnos a los peligros desconocidos que nos esperan.
Es mucho más seguro pasar los primeros días en un lugar tranquilo como este, en el que difícilmente tendremos accidentes o problemas. Todo lo contrario que en Río de Janeiro, ciudad que, como Barcelona, Bombay o Estambul, está llena de parásitos esperando a los turistas recién llegados para darles el palo, con la seguridad de que, aparte de ir despistados y cansados, llevarán los bolsillos llenos”.
La mirada de Rasta no dejaba lugar a dudas acerca de que se estuviese preguntando: “¿Qué he hecho yo para merecer esto?”.
Nos habíamos hospedado en una simple y barata pensión que daba a la plaza del pueblo, y cuando salí a la calle por la mañana dejando a Rasta roncando, descubrí que habían montado un mercadillo frente al mismo edificio. Unas campesinas vendían verduras y frutas, un anciano encorvado ofrecía hierbas para la salud, y en el tenderete de unos pescadores se mostraban los peces que habían sacado poco antes del lago.
Estando compulsivamente interesado en el colorido folclórico de los mercados, me apresuré a meter las narices en éste. En un chiringuito de zumos probé la que sería mi bebida durante toda la correría sudamericana, el maracuyá, que en otras culturas se llamaba fruta de la pasión.
Observando alrededor con el vaso en la mano, mi mirada cayó sobre un quiosco donde se exponían las tallas de madera que cincelaba un hombre joven de rizadas barbas. De pronto, el artesano levantó los ojos y me saludó con una amable sonrisa. Poco después charlábamos amigablemente.
Se llamaba Julio Alejandro, era peruano y llevaba tres años residiendo en Brasil. Cuando le conté que viajaba con un amigo español y nos alojábamos en una pensión, dijo: “Vivo en una aldea cercana. En mi casa, a pesar de ser muy simple, hay sitio de sobra, y os podréis quedar allí el tiempo que deseéis en vez de pagar los muchos cruzeiros que os cobran en la pensión”.
Siempre dispuesto a probar lo auténtico, me apresuré a aceptar encantado y regresé a mi habitación. Esperé a que Rasta saliera de la ducha y, sin darle opción, le dije: “Mañana cambiamos de domicilio”. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – A veces, al regresar a sitios que me habían gustado, encuentro algunos que se han jodido y los descarto de mi catálogo de cara al futuro. En tales ocasiones tengo la sensación de ir dejando cadáveres a mis espaldas, como me sucede realmente en la vida. En aquel caso tendré que buscar nuevos paraísos, y en éste, nuevos amigos.
He terminado de escribir la novela La tía Adelaida. A mí me sucede como a uno de los personajes centrales que aparecen en la trama, pues, en cierta forma, me siento culpable de poder vivir de puta madre mientras otros sufren y mueren en Palestina, Ucrania, Irán o Birmania.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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