CON MOCHILA

La crónica cósmica. ¿Es real o me lo estoy imaginando?

¿UN NÓMADA SEDENTARIO? – Sauraha, Chitwán, Nepal. Como decía en una crónica anterior, no creo que puedan hacerse bien dos cosas al mismo tiempo. Así que, por lo general, trato de centrarme en vivir debidamente el presente, sin pensar en el futuro.

Claro que siempre hay una excepción de por medio, la famosa excepción que confirma la regla. Un ejemplo se da cuando mi librero me recomienda un autor determinado, que es de mi gusto y, además, compruebo que tiene muchas obras en su haber; entonces, como haría cualquier lector compulsivo, veo ante mí un futuro brillante y repleto de buena lectura.

También pienso en el futuro cuando descubro un lugar donde hallo mi ecosistema ideal y adivino que podré regresar a él muchas veces. Esto es lo que me sucedió el día en que puse por primera vez los pies en Sauraha, creo que a finales del 2009, pues fue un amor a primera vista.

Es un amor que se ha ido reafirmando y creando una especie de adicción en cada una de mis periódicas y frecuentes visitas.

Me gustaron las suaves condiciones atmosféricas de Sauraha, pero me cautivó especialmente lo que veía: la amplia cabaña en que me hospedaba, los jardines llenos de matas y setos floridos, los grandes árboles, las llanuras cubiertas de hierba, los campos de mostaza, los arrozales, los dos ríos que regaban la pequeña población, y los rinocerontes que recorrían de vez en cuando sus pocas calles compartiéndolas con docenas de niños y con perros que vivían en plena libertad.

Sauraha, con su aire limpio y salteado con el perfume de las flores, también sedujo a mi sentido del olfato. Y sedujo así mismo a mi oído con el silencio que reinaba, sobre todo por la noche, auspiciando que durmiese como un angelito. Pero, más determinante todavía, me encantó la picante y especiada cocina de la etnia Tharu, que era tan sabrosa como el agua subterránea que bebía.

Además, a través de los años he ido descubriendo algo relacionado con Sauraha que supera a esas otras virtudes. Me refiero a la buena salud de mi renqueante cuerpo y a la saludable alegría que siento continuamente aquí.

Tras esta larga parrafada, no os extrañará si os confieso que, de verme obligado a interrumpir mi nómada existencia y tener que permanecer en un sitio determinado, seguramente escogería Sauraha.

No estoy dando palos de ciego, pues durante el año del confinamiento que pasé aquí por la pandemia, ya comprobé que que podría vivir permanentemente en este lugar. Otra prueba de lo bien que me siento en Sauraha es el ritmo alucinante en que transcurren los días.

¿No es así que todos los viejos hemos exclamado, “¡Cómo pasa el tiempo!”, al comprobar que los últimos veinte años de nuestra vida parecen haberse desvanecido en un santiamén?

AVISO A LOS TURISTAS – Si estáis planeando dejaros caer por el Nepal, y sobre todo si ya habéis hecho las reservas con alguna compañía aérea, tened en cuenta que a partir del 7 de noviembre se realizarán diferentes reparaciones en el aeropuerto Tribhuvan de Katmandú, y que éste permanecerá cerrado diariamente desde las diez de la noche hasta las ocho de la mañana.

La asociación de empresas turísticas nepalesas ha emitido un comunicado quejándose porque, debido a esas obras, se anularán algunos vuelos en plena temporada alta del turismo y se alterarán los horarios de los demás que llegan a la capital, que, por cierto, no son muchos.

Otro aviso oficial: Un portavoz del gobierno maoísta de Katmandú ha anunciado que los monzones han terminado.

PASO A PASO – Belem, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. El estado de Pará nos había atraído como un imán durante todo aquel viaje de varios miles de kilómetros. Más que las emblemáticas ciudades de Salvador o Río de Janeiro, Brasil significaba el Amazonas, el mayor de los ríos y la más inmensa de las selvas; y ahora, al poner los pies en Belem y encontrarnos frente a nuestro sueño, nos relajamos e interrumpimos por unos días aquella impetuosa carrera.

Yo hubiese preferido hospedarme en el antiguo, barato, decadente y espacioso Hotel Central, pues apreciaba más su atmósfera. Pero en esta ocasión, intentando alegrar a mi amigo Rasta, dejé que escogiera una residencia más moderna cuyas habitaciones incluyeran baño, televisor, nevera y aire acondicionado. Optó por el Hotel Novo Avenida, ubicado en la Avenida Presiente Vargas.

Este hotel estaba cerca del puerto pesquero, con su mercado y docenas de chiringuitos donde comer bien y barato; y además a pocos minutos de la Plaza de la República: centro neurálgico de la ciudad en el que había un bar con una amplia terraza que permanecía abierto las veinticuatro horas de todos los días del año.

Aquella Belem tropical, bochornosa, elegante, auténtica y llena de zonas verdes, sería la primera ciudad que visitáramos, casi de arriba abajo, sin prisas y con gusto. El hecho de que empezásemos a sudar en el mismo momento en que abandonábamos el aire acondicionado de nuestra habitación, no fue óbice para que hiciésemos gasto de las suelas de nuestras sandalias metiendo las narices por todas partes, desde el museo Emílio Goeldi hasta el bosque Rodrigues Alves; sin olvidar, por supuesto, los sectores históricos y los barrios bajos.

Una mañana, desde el balcón de nuestra habitación, vimos un espectáculo hilarante: entre los coches que había en un atasco de tráfico de una estrecha calle lateral, se encontraba un peatón de lo más estrambótico.

Era un hombre de unos treinta años y de serio semblante, que llevaba en las manos el manillar de una Vespa, artefacto al que no le faltaba el cambio de marchas ni el retrovisor, que el hombre limpiaba y reponía la posición de vez en cuando, y una bocina que hacía sonar constantemente pidiendo paso. Llevando la pantomima hasta la perfección, maniobraba entre los vehículos y gesticulaba quejándose del caótico tráfico.

Yo comenté sonriendo: “Me encantan esos personajes para los que la vida es un carnaval constante”. Y Rasta opinó: “Si todos funcionásemos de la misma manera, nuestro mundo tendría mucho más colorido”.

Un atardecer en que me hallaba sentado en la terraza de la Plaza de la República saboreando una cerveza Antártica y fumaba un cigarrillo California, leí en el periódico “O Liberal Jornal Da Amazônia” una noticia que atrajo mi atención: “La comunidad nipona de Belem, para celebrar el ochenta aniversario de la llegada de los primeros japoneses a la ciudad, organiza una representación de Gagaku en el Teatro de la Paz”.

Tal arte dramático, que incluía danza, canto y música, era tan antiguo como para superar de largo un milenio de historia. Por otro lado, el Teatro de la Paz, que se encontraba en la misma Plaza de la República, era una reliquia colonial a la que también me apetecería visitar. Completando tan perfecto cóctel, la entrada sería gratuita, así que lo tuve claro: “No me lo pierdo”.

Al dejar el periódico a un lado descubrí que yo era el único hombre de la terraza y que en todas, y cada una de las otras mesas había hermosas garotas (chicas) observándome provocativamente. Por un instante bajé la mirada preguntándome: “¿Es real o me lo estoy imaginando? ¿Estoy rodeado por lo menos de una docena de tías buenas que intentan seducirme?”.

Cuando de nuevo levanté los ojos, la situación había empeorado: cada una de aquellas atractivas señoras me estaba lanzando besos para que no quedaran dudas sobre sus intenciones. Seguramente, de haber sido sólo una, yo le habría seguido el juego, pero tantas mujeres juntas lograron que me cortara sin saber qué hacer.

Entonces llegó a la terraza una mujer de cabellos blancos que vestía con mucha elegancia de la que deduje que no era brasileña. Al comprobar que todas las mesas estaban ocupadas decidió acercarse al otro extranjero del lugar: o sea a mí. Me pidió permiso para sentarse conmigo.

Dijo que era suiza y que acababa de llegar a Brasil aquel mismo día: “Así que, aparte del hotel, esta plaza y estos jardines es lo primero que veo del país. Tu quizá ya lleves más tiempo por aquí”. “Unas semanas”. “¿Y qué me puedes contar, o cómo definirías esta tierra?”.

Tomé un largo trago de mi bebida y aproveché para reflexionar sobre esa pregunta antes de responder: “Esta es la tierra de las farmacias en plan supermercado, de las que hay una cada veinte metros; por lo que es de suponer que los brasileños son adictos a los fármacos.

Es la tierra de los coches de diseño casero, de los grafitis, de la más absurda economía y del mayor desnivel social. Es la tierra del pluriempleo, donde nadie se extraña porque el vecino tenga cinco trabajos distintos. Y es la tierra de los guardas de seguridad, ya que hay uno en cada puerta.

Es la tierra del sexo, en la que cada mujer, como las que puedes ver en esta terraza, sale diariamente a la calle para tratar de echar un polvo; así que es también la tierra del sida.

Es la tierra de la inflación, y del “no” imprescindible a las súplicas constantes. Es la tierra de los conductores sádicos que juegan a perseguir a los peatones, y de los embusteros compulsivos que dicen más mentiras que verdades. Pero también es la tierra en la que las palabras más usadas son “muito obrigado” (muchas gracias).

Es la tierra en que las mujeres, tengan la edad que tengan, logran parecer hermosas. Es la tierra de la fiebre del oro, y es la tierra en la que todo el mundo fuma marihuana aunque nadie parece venderla. Es la tierra del desorden y la involución a pesar de lo que está escrito sobre su bandera.

Es la tierra del cruce de razas y culturas. Es la tierra del ritmo y la música cuyos cantantes y músicos son considerados dioses. Es la tierra de la más extraña espiritualidad, y, en fin, creo que es la tierra del futuro”.

La turista, sonriendo, se limitó a comentar: “Por lo que dices, para bien o para mal, esta tierra parecer distinta en todo a la mía”. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

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