La crónica cósmica. Los blancos acantilados de yeso y sílex

MOVIENDO EL CULO – Después de permanecer nueve meses en el mismo sitio del sudeste de Francia, la amiga parisina, temiendo que terminase convertido en un viejo sedentario, decidió tomar cartas en el asunto y me ordenó hacer el equipaje.

Partimos por la mañana en su coche después de que ella hubiese votado en las elecciones presidenciales francesas. Una chica joven que estaba junto a ella le contó, horrorizándola, que iba a votar por primera vez en su vida y lo haría por alguien tan antidemocrático e intolerante como Marianne Le Pen.

Tomamos la autopista hacia el norte y al poco pasamos ante una central nuclear que tenía al lado unos molinos de viento gigantes: dos formas de crear energía que difícilmente podrían ser más opuestas. En vez de hacer la larga circunvalación de unos treinta kilómetros alrededor de Lyon, preferimos cruzar esa ciudad como yo hice una docena de veces cuando viajaba entre la Selva Negra alemana y Cataluña.

Me gusta esa antigua ciudad regada por el río Ródano y el Saona, que es su principal afluente.

Hacía un precioso día soleado y yo, aparte de alimentar mi apetito viajero, gozaba de los colores primaverales desde el asiento del copiloto, en los que primaban los campos amarillos de la colza y los bosques, luciendo su recién estrenado traje de hojas tiernas.

Sabiendo que permaneceríamos toda la jornada en la carretera, pasado el mediodía salimos de la autopista e hicimos un descanso para comer en un solitario prado, en el que rumiaban unas vacas que se felicitaban de estar allí.

Luego nos dirigimos hacia el noroeste del país, y el tráfico solamente dejó de ser fluido el rato que circulamos cerca de los suburbios parisinos. Al ver los automóviles que venían en sentido contrario de camino a París, y se encontraban detenidos en diferentes atascos de tráfico, pensé, como en tantas otras ocasiones, que quienes residían en esas monstruosas metrópolis vivían en un mundo distinto al mío, pues siempre procuro instalarme en sitios rodeados por la naturaleza.

Nuestro destino era un plácido pueblo llamado Saint Pierre en Port, que se halla en la costa de Normandía, frente al Canal de la Mancha. Al llegar, después de recorrer casi novecientos kilómetros, tuve otra muestra de mi avanzada edad al recordar que había estado allí cincuenta y tres años antes, cuando crucé desde Calais a Dover en un transbordador dirigiéndome a Londres en 1969.

Aunque la amiga parisina había nacido en la capital del país, se podría decir que aprendió a andar en Saint Pierre, donde su tatarabuelo, diputado parlamentario y militar condecorado (hay una foto suya que lo demuestra), adquirió a finales del Siglo XIX unos terrenos frente al mar, en los que sus descendientes edificaron varias villas.

Una de ellas, la que pertenecía al abuelo de la parisina, fue demolida por el ejército de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial con el fin de usar el material para la construcción de unos búnkers. Después, terminada la contienda, fue reconstruida a cargo del nuevo gobierno alemán.

En aquella casa residió el padre de mi amiga (hombre que pasó gran parte de su larga vida en diferentes países de África) hasta que falleció, hace un par de años, y en ella nos hospedamos nosotros.

Yo había visto fotos de los paisajes del Canal de la Mancha y de los blancos acantilados (de yeso y sílex), parecidos a los de Dover que contemplaría desde esa casa, pues se halla en un prado muy empinado que desciende hasta la playa. De todos modos, esto no fue óbice para que me pareciesen una de esas maravillas ante las que suelo exclamar: “¡Valía la pena cruzar medio mundo para llegar aquí!”.

Desde el ventanal de la habitación en que estoy instalado, que era la del difunto padre de la amiga parisina, veo el mar, el horizonte y las gaviotas que juegan con el viento recordándome a las de Calais, donde las había a cientos, y escucho el barullo que hacen las olas al romper sobre la playa.

Playa de guijarros, muy incómoda para andar por ella. Los acantilados que la encierran se van viniendo abajo paulatinamente cada vez que hay una fuerte tormenta; he visto fotos en las que unas olas acojonantes golpean contra ellos.

Por lo que a esta casa le quedan pocos años de vida ya que el acantilado que está junto a ella se va acercando paulatinamente, y ya se halla a menos de diez metros. Desde aquí contemplo a lo lejos otra villa que ya está abandonada y no tardará en derrumbarse. Mi anfitriona me contó que, durante las noches en que había tormenta, la casa temblaba y no podían dormir. En los terrenos de esta finca hay un búnker alemán, que antes usaban de leñera y ahora ya cuelga en parte sobre el vacío.

Desde el momento que dejas atrás las casas de Saint Pierre y bajas hacia la playa, el vecindario está formado por lujosas villas, que pertenecen a familias parisinas, cuyos jardines se encuentran cercados por muros de mampostería parecidos a los de los castillos que vi de camino, aunque aquéllos eran kilométricos.

Normandía es famosa por sus prados, sus bosques, sus caballos, sus vacas y su pescado: ayer nos pusimos hasta el gorro de ostras y del pescado que compramos en el cercano puerto deportivo y pesquero de Fécamp.

En esta casa tengo tres muestras de lo que significa para mí calidad de vida: el silencio que sólo rompen las olas, el aire absolutamente limpio y la sabrosa agua del grifo que bebemos.

Anoche, cuando ya me estaba quedando dormido, descubrí que compartía la cama con el fantasma de una mujer de mediana edad, con el pelo negro y corto, que pasó por encima de mí al desplazarse hacia mi izquierda: fue tan real como para que incluso notase el contacto físico, y abrí los ojos sonriendo, como lo hago siempre al tener experiencias insólitas.

Ya que menciono el tema de los difuntos, durante el paseo de esta mañanita visité el pequeño cementerio que se encuentra aquí al lado, en el que están enterrados algunos soldados de la Commonwealth que murieron en la Segunda Guerra Mundial. También hay las tumbas vacías de pescadores que desaparecieron en el mar, y las de algunos vecinos que fueron deportados a los campos de exterminio nazis. Continuará.

PASO A PASO – India, primavera de 1986. Érase una vez en que el amigo de Badalona y yo cruzamos de noche las áridas tierras del estado de Andhra Pradesh en un tren llamado Varanasi-Express. Compartíamos la cabina de segunda clase con una joven familia brahmán: padre, madre e hijo, y con un campesino suizo de veinte años y pico, de carácter bonachón, cuerpo de oso y cara barbuda, llamado Frank.

Desde el primer instante nació una entrañable amistad entre el campesino y yo, manteniendo conversaciones constantes que podían continuar incluso de noche, cuando el vagón se hallaba a oscuras y los pasajeros indostanos roncaban placenteramente.

En una de ellas Frank me pasó uno de los porros de aceite de maría que ya llevaba preparados, y me preguntó: “Durante estos largos viajes, ¿no añoras a veces a tu familia?”. “No”, respondí. “Es así porque yo no echaría en falta ni a mi sombra si un día la perdiese. Se debe a que, de crío, sin pedirlo ni quererlo, mis padres me encerraron, con la mejor intención, en un internado, y esa dura experiencia me vacunó contra la morriña y otras enfermedades del corazón”.

“Pero supongo que te acuerdas de los buenos amigos”, insistió el suizo. “Sí, claro. Con la vida ociosa que llevo, y cargando sobre los hombros este coco que no descansa ni un momento, tengo tiempo para realizar diariamente una especie de ceremonia en la que pienso en casi todo el mundo a quien quiero. Pero sabiendo que ellos existen, y dando por supuesto que se encuentran de maravilla, tengo más que suficiente”.

El Varanasi-Express era un buen tren y, aparte de ser bastante rápido, ya que recorrería dos mil kilómetros en poco más de treinta y seis horas, tenía una cocina en la que unos brahmanes se encargaban de preparar continuamente deliciosos piscolabis, además, claro, de los desayunos, almuerzos y cenas.

Este maremágnum de bandejas y bebidas era repartido entre los pasajeros por un amable y eficiente personal con el que los tres europeos compartíamos chíloms (pipas de costo) en la sección destinada al servicio.

Como sería de esperar, la encantadora familia brahmán, que era por supuesto vegetariana, se alimentaba exclusivamente con lo que traía en sus fiambreras preparado en casa, mientras los padres nos observaban indulgentemente al ver que tragábamos cuanto llegaba a nuestras manos, incluso lo que los vendedores de las diferentes estaciones nos ofrecían por las ventanillas, sin comprender que pudiésemos seguir vivos.

En una ocasión, Frank, al tiempo que comía un delicioso thali, les preguntó: “¿Acaso no es bueno? ¿Acaso el cocinero del tren no es brahmán?”. El padre respondió: “Oh, sí, seguro que la comida es limpia y todos los que trabajan en la cocina son brahmanes, igual que el chico que trae las bandejas, pero allí también preparan huevos duros y…”.

Así era, pues los pasajeros podíamos escoger entre el menú vegetariano y el “nonveg”, que simplemente incluiría un sabroso curry de huevo; y claro, los brahmanes no arriesgarían su pureza comiendo algo que pudiese haber sido cocinado en la misma cazuela donde en otro momento se sacrificase un huevo.

«¿Verdad que vosotros sabéis a qué casta pertenece alguien con sólo verlo?», le pregunté al padre brahmán. «Oh, sí, por supuesto», me respondió. «Además, en la India tenemos un dicho que afirma: “no te fíes de un brahmán de piel oscura ni de un dalit (intocable), de piel clara”.

«¿Y no te parece malo, anticuado y, sobre todo, racista vuestro sistema de castas?», quiso saber el suizo. «Que el sistema sea bueno o malo dependerá de la gente; y, por lo general, en nuestro país todo el mundo está contento con pertenecer a la casta que le ha tocado, porque cada una tiene sus ventajas e inconvenientes. No os podéis imaginar lo duro que es ser brahmán, lo mucho que debemos estudiar, y cuántas ceremonias tenemos que llevar a cabo diariamente; mientras que un trabajador se halla libre de todo ello, come cuánto quiere y lo que quiere, y fácilmente gana más dinero que yo». «¿Y los sadhus (los santones) a qué casta pertenecen?», le pregunté. «Un santón deja atrás su casta, sus bienes y su familia al entrar en la vida religiosa», respondió el padre brahmán.

En el mismo tren, pero en el abarrotado vagón de tercera clase, donde ni siquiera pasaba el revisor, había varios santones que se dirigían como ellos hacia la ciudad santa de Varanasi (Benarés), pero su destino final sería otro: «Vamos a la Kumba Mela de Haridwar», nos explicó uno de ellos. Al dejarle claro con mi expresión que no sabía de qué me hablaba, el santón añadió: «Es la festividad religiosa más importante de la India y se celebra cada cuatro años». Supe en aquel mismo instante que no dejaría perderme tal fiesta.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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