Desde la pequeña isla de Kapas, en el este de Malasia, abducido por esa sensación flotante y esponjosa de no tener que hacer ni pensar en nada, casi en el momento de transmigrar hacia el universo de las amebas, veo planear sobre las olas una pequeña bruja risueña sobre una escoba que me despierta de tanta tontería.
Me da por seguir su estela y al fondo me imagino el delta del Mekong con esos miles de brazos tropicales que acordonan su desembocadura en el Mar de la China Meridional, el mismo que ahora baña mis pies.
Me entretengo al pensar en cómo los grandes ríos te pueden transportar a otros mundos con solo contemplarlos, al igual que cuando subes sin destino prefijado a uno de esos viejos y lentos trenes que británicos y franceses dejaron por estos pagos o cuando en alta mar dejas que tu velero avance al son que le marca el viento y no al rumbo que tú trazaste. Te entregas sin voluntad y sueñas.
Me toca la varita de la nostalgia por todos aquellos meses que viajé por el Sudeste, casi siempre con el Mekong al lado, casi siempre sobre dos ruedas, de Myanmar a Tailandia, de Laos a Camboya para terminar, con esa primera batida precovid, en Vietnam.
El Mekong, mi Honda Win y yo llegamos juntos, tras tres meses de periplo, a ese sur incierto en el que Vietnam se desvanece como lo hace su río en el mar y como lo hago yo con mi moto, al venderla en Saigón tras perderme varias veces por el delta y poner fin a mi viaje por el Sudeste (junio de 2019).
Comparaba yo aquellos días mis pensamientos y experiencias por los dos ríos que más he navegado y mejor conozco del mundo, el Amazonas y el Mekong. Y así recogía mis benditas paranoias en ‘Sin billete de vuelta’:
“Veo al Mekong como un río en cuyas riberas han emergido culturas milenarias pero también barreras infranqueables; lo percibo más administrativo, geográfico, a veces fronterizo, pocas veces integrador, atraviesa seis países y cuenta con seis nombres diferentes.
Por sus aguas fluye una conexión más alimenticia que cultural, irriga y abraza los campos de arroz, da de comer a millones de personas con la pesca de sus ricas aguas y aglutina un concepto común y general de gastronomía con todas sus excepcionales variantes, todo ello sin distingos muy marcados.
Pero sus países ribereños nunca lo han percibido como un elemento integrador del subcontinente y el viajero siempre tiene claro que navega o vadea el Mekong desde un país en concreto.
Sin embargo, el Amazonas es un concepto diluido y vaporoso, sin trazos ni líneas cartesianas, que no entiende de fronteras, es esencialmente una forma de vida, un espacio etéreo e inasible, una inabarcable y tupida manta verde sobre la que repta una serpiente achocolatada de 7.062 kilómetros.
En el Amazonas se entra siendo uno y se sale siendo otro. La aventura más intensa jamás vivida te cambia para siempre aunque tú no te des cuenta. Como en la odisea del gran Ulises, tu rumbo puede ser uno pero el viaje te marca otro -otros quizá-, por mucho que quieras volver a tu Ítaca, esta ya no existe, tú la has cambiado con tu propia mutación personal y ahora te toca afrontar la continuidad del viaje bajo unos nuevos parámetros que son tan intangibles que se escapan a tu control.
Es ahí cuando sueltas muchos de tus asideros y certezas, que por el propio peso de sus años y su falibilidad se hunden inexorablemente en el opaco lecho del río, entiendes que tus delirios de inmortalidad, como los de Ulises, eran solo una engañifa, una martingala.
Y te encaramas a la proa de tu propia vida con la libertad de lo imprevisible. Has ganado muchas batallas, perdido otras, pero ahora vas desnudo, libre de filtros, sin peso en la mochila, sin rumbo establecido y sin mirar al futuro”.
Y así seguimos viajando con poco peso en la mochila, sin filtros que escondan al fariseo que todos llevamos dentro y sin rumbo prefijado. La vuelta al Sudeste asiático en 2023 prosigue por Malasia y ahora toca decidir si doy ya el salto a la isla de Borneo, cruzo a Brunéi, para después ponerme con Indonesia o mejor me tomo unas vacaciones dentro de mis vacaciones y me paso unas semanas en Bangkok, la capital de Asia, para empadronarme de una vez, poder por fin aspirar a ser su alcalde y tomar las riendas de la noche. Todo se andará.
Mientras tanto, caigo casi de rebote en las redes del tridente más combativo de Kapas y a la caída de la tarde la geopolítica y ‘Chinaleaks’ se instalan en la mesa y tratan de superponerse al atronador ruido de las lluvias torrenciales del monzón mientras el Capitán, dueño de la Longhouse más molona de la isla, nos enjuaga la boca con su té helado.
Él, piloto de helicóptero y jubilado de oro, y dos curas católicos de Malacca, todos malayos que ya han cruzado la raya de los 70, forman el trío que azota en el cogote al sinoimperio por sus intenciones expansionistas en las islas del mar al que da nombre y que tenemos aquí enfrente.
Llegué a la isla de Kapas sin reservar nada, as usual, y empecé a preguntar por la playa. Todo muy caro porque es una isla muy pequeña casi sin servicios turísticos ni wifi que se ha gentrificado (leéis bien) para recibir a todos aquellos mat salleh (turistas occidentales) que huyen de sus mundos y necesitan reconectarse, y a los otros muchos que contratan el ‘one day trip’, al menos en temporada alta.
Es verdad que la isla es impresionantemente bonita y por la noche se queda tranquila. Yo acabé en el Captain’s Longhouse y ahí conocí al ídem, que empezó de piloto en el ejército malayo y luego se pasó al sector privado, a la compañía Shell, para llevar en helicóptero a sus ejecutivos a las plataformas petrolíferas o a donde tocase.
A estas alturas todos sabemos que el planeta ya no puede funcionar sin China, los más de 8.000 millones de personas que lo habitamos de una forma u otra dependemos de estos señores tan serios y circunspectos que siempre están rodeados de un rojo intenso.
Para no aburrir con lugares comunes solo recordaré que China, además de controlar buena parte de Asia, media África e importantes trocitos de América Latina, es el principal tenedor de deuda externa de EEUU y bajo el colchón de sus reservas nacionales esconde billones de dólares.
Los creadores de TikTok no sólo disponen del botón nuclear, también pueden pulsar el botón para dejar al dólar en caída libre. No lo harán porque no les conviene pero la herramienta está ahí, forma parte de la doctrina de la disuasión que lleva décadas inventada.
Pero mis amigos del tridente no están para esas batallas entre grandes potencias mundiales, ellos lo que no quieren es que los chinos se apropien de las islas Spratly, un archipiélago de 100 arrecifes e islotes localizado entre Filipinas y Vietnam que acoge bajo sus aguas ricos bancos de pesca y sobre todo importantes yacimientos de gas y petróleo aún por explotar.
China, Taiwán y Vietnam reclaman la totalidad del archipiélago, mientras Malasia, Filipinas y Brunéi reivindican una parte. Y mis amigos se quejan de que los primeros ya han ocupado varios arrecifes y han creado plataformas artificiales para poder reivindicarlas bajo su soberanía.
El capitán propone que Malasia envíe a su ejército, “que para eso lo tiene”, para que los chinos no sigan haciendo de las suyas, pero los dos sacerdotes le recuerdan el impresionante poder militar de China y la inutilidad el uso de la fuerza en lo que parecería un conflicto menor.
No lo es para el capitán, que quiere que su país pueda seguir explotando sus recursos naturales para mantener el torrente de petrodólares que convirtieron a Malasia en un país casi rico hace décadas, tal y como en su día demostraron a través de las imponentes Torres Petronas, sede de la principal petrolera del país.
Malasia es el país con mayor nivel de renta y calidad de vida del Sudeste asiático, con permiso de la ciudad estado de Singapur, que juega en otra liga por ser un semi-paraíso fiscal y haber sido el brazo armado en la zona del poder económico occidental (especialmente el de su ex metrópoli, el Reino Unido) durante décadas.
Los poco más de 32 millones de habitantes de Malasia viven bien o muy bien, son muy consumistas (aman los centros comerciales, que proliferan como hongos no alucinógenos), les encanta salir a cenar, pocos cocinan en casa, y además son muy viajeros.
Llevo más de dos meses dando vueltas por este país y siempre me he encontrado a malayos haciendo turismo interior y eso es una gozada. Los niveles de consumo del país son muy altos y la tasa de desempleo casi inexistente.
Es un país muy industrializado, con un potente componente exportador -en la que el aceite de palma es su principal protagonista-, muy bien anclado financieramente por ser país productor de petróleo y gas y por controlar el estrecho de Malaca, de vital importancia en el comercio internacional.
Para comprobar cómo van las cosas en el país, solo hay que echar un vistazo a Kuala Lumpur y a otras ciudades grandes como Johor Bahru y contar las grúas que están operativas o los edificios en construcción. La capital está viviendo un nuevo resurgir urbanístico que podría dar hasta miedo pero que aquí no preocupa.
Hay decenas de nuevos edificios en construcción y en estos meses se están dando los últimos retoques a la Torre Merdeka 118, la segunda más alta del mundo tras Burj Khalifa (Dubai), que será inaugurada próximamente.
Malasia es un país musulmán capitalista con un sistema democrático curioso. Es una federación de 13 estados y tres territorios federales, con un excéntrico sistema monárquico. Si en España se nos acumulan los reyes y reinas por la onda expansiva de las andanzas del personaje al que colocó Franco, en este país del Sudeste tienen un sistema rotatorio.
Nueve de los trece estados proponen a su rey o sultán como jefe del Estado por un periodo de cinco años y entre ellos se van turnando tan tranquilamente. Son los que hacen y deshacen en el país, controlan los petrodólares que emergen del subsuelo, y bajo su paraguas se desgaja una panoplia de aristócratas y gentes con privilegios que gozan de la protección de la policía, el sistema judicial y la resignada aceptación por parte de la ciudadanía.
Para los temas de gobierno tienen su primer ministro, elegido democráticamente. Él y su equipo sí que tienen que rendir cuentas hasta el punto de que uno de sus anteriores gobernantes está en prisión con condena firme por varios casos de corrupción.
Aunque la religión oficial es la musulmana, hay libertad de culto y el resto de ellas son aceptadas. Sin embargo, formalmente la “homosexualidad y la sodomía” (sic) están prohibidas, hasta el punto de que el Código Penal recoge penas de hasta 20 años de cárcel por ello.
Pero se percibe una cierta tolerancia al respecto y también a la transexualidad, siempre y cuando no haya exposición pública de ello.
Y qué queréis que os diga, para cerrar este post con un poquito de frivolidad, he de deciros que el consumo de alcohol es legal, aunque oficialmente los musulmanes no pueden catarlo, pero está ‘perseguido’ desde las cortes islámicas por los altos impuestos que se le aplican.
Una simple lata de cerveza cuesta casi dos euros al cambio en una tienda, mientras que el vino, los licores y los espirituosos suelen costar, también en tienda, entre cinco y seis veces más de lo que se pagaría en un país como España.
Dejar una Respuesta