HASTA PRONTO, SAURAHA – Chitwán, Nepal. Como me sucede habitualmente en Sauraha, los tres meses anteriores han transcurrido volando. Se acerca el momento de partir por enésima vez de esta población de mis amores. Me despediré de los amigos con un “hasta pronto”, a pesar de que, al haberme convertido ya en un vejestorio, quizás sería más adecuado decirles adiós.
Sin que pretenda montármelo de pesimista, pero sí de realista, cuando por la noche me acuesto preparándome para dormir, tengo la costumbre de despedirme también de la vida, dando por sentado que la podría palmar, y al despertar por la mañana, digo, “Vaya, hombre, parece que pasaré un día más en este paraíso al que los humanos estamos jodiendo sádicamente”.
Es sólo una muestra del humor negro que tanto me gusta.
Al haber estado viajando continuamente las últimas cuatro décadas, en las que sólo me dejaba caer por mi pueblo en contadas ocasiones, mantengo sobre todo relación con la gente que he conocido por el mundo. Entre ellos, claro, se hallan esos amigos de Sauraha, quienes, en estos momentos, quizás me conozcan mejor que mis propios familiares. Aquí van unos trazos acerca de algunos de ellos.
El fiel y buenazo Shankar, hombre que mide un metro cincuenta de altura y tiene la piel cobriza, llama negros a los vecinos que la tienen un poco más oscura que él. Pero lo hace sin pretender denigrarlos, pues “kalu” (negrito), es uno de los motes más habituales en la India y Nepal, especialmente si son niños.
El joven e inteligente Viki, me contaba que, al pertenecer a una familia en la que rige el rol matriarcal, él y sus cuatro hermanos trataban de tú a tú a su padre, pero cumplían estrictamente las directrices que imponía su madre; algo que, de hacer falta, ella lograría con una vara de bambú en la mano.
Viki forma parte de un simpático y numeroso clan en el que se respeta en gran manera al tatarabuelo: un centenario que ha pasado la mayor parte de su vida en la jungla lidiando con todo tipo de animales peligrosos, como prueban las cicatrices que dejaron en sus piernas algunos cocodrilos.
Cada mañanita charlo con un tipo que se gana la vida paseando turistas en el carro que jala una yegua de mal carácter, que no acepta mis caricias. Él bromea descaradamente acerca de la obesa mujer que nos sirve el chai del desayuno, quien tiene un espectacular trasero que supera todo lo imaginable.
El amigo ruso de cuarenta años afincado en Sauraha, al que en estas crónicas doy el alias de Señor Tolstoi, es seguramente la persona con la que he mantenido más conversaciones interesantes mientras jugábamos “sangrientas” partidas de backgammon, bebíamos litros de té ruso y compartíamos porros de maría.
A pesar de no ser un viajero nato, ya que acabó en Nepal debido a ciertas circunstancias adversas que, para salvar la vida, le obligaron a abandonar su amada y añorada Rusia, ahora se felicita por haberlo hecho así porque acaba de recibir un correo del ejército ruso ordenándole que se presente cuanto antes en el centro de reclutamiento militar de su ciudad, con el fin de luchar en la maldita guerra de Ucrania que ha organizado el puto Putin.
Me contó que, en la época de Stalin, Rusia detonó una bomba atómica bajo tierra a cincuenta kilómetros de donde vivía su abuelo, que murió de leucemia unos meses más tarde, mientras que su hermana se fue al otro barrio dos días después de aquella explosión. El Señor Tolstoi también me explicó que en las escuelas de la Unión Soviética impartían, normalmente, lecciones de astronomía, música, carpintería y metalurgia.
PASO A PASO – Breves, Amazonas, Brasil, 1988 – Continúa de la crónica anterior. Rasta y yo pasábamos diariamente por el pequeño chiringuito junto al río en que se hallaban las oficinas navieras, donde recibíamos la misma respuesta: “Hoy no hay barco, pero mañana sí”.
Si no era a causa de una tormenta, se debía a un fallo mecánico; pero la cuestión era que, día a día, el barco que tendría que haber zarpado de Belem anulaba la salida por una u otra razón.
En una ocasión, el encargado nos dijo: “Mañana seguro que sí”. Pero, al día siguiente, de nuevo, el hombre nos desanimó informándonos que había habido otra cancelación. Rasta, más que cabreado, se dirigió a un chiringuito parecido donde vendían los billetes del pequeño avión de hélices que iba a Belem, e hizo una reserva para dos días después.
Una mañana, cuando salí a tomar un zumo de maracuyá dejando a Rasta, Sandy y Ramona jugando al backgammon en el porche del hotel, continué calle abajo hasta el río, torcí a la derecha, e iba andando por el malecón sin pensar en nada, cuando un aviso instintivo me advirtió de algo extraño: en aquel lugar, usualmente silencioso, había un barullo de mucho cuidado.
Al levantar la mirada me quedé estupefacto al descubrir que, junto a la orilla del río, estaba amarrado un gran barco atiborrado de pasajeros, en el que las hamacas colgaban de todos lados, la gente charlaba asomada a la barandilla, los niños corrían de un lado a otro jugando, y quienes deseaban pisar tierra firme charlaban sobre la acera. Un marinero me informó que partirían hacia Santarem veinte minutos después.
Regresé corriendo hacia el hotel, adonde llegué gritando: “¡Vámonos que nos vamos!”. Rasta y las chicas alemanas no necesitaron más explicaciones. Entonces empezó una frenética carrera mientras pedíamos a la recepcionista que nos preparase la cuenta, empaquetábamos el equipaje y descendíamos trotando calle abajo. Logramos embarcar justo antes de que zarparan.
El barco se llamaba Ciudad de Santarém, e iba completamente abarrotado contraviniendo las leyes gubernamentales que prohibían hacerlo así debido a los muchos naufragios y muertos que tal sobrecarga provocara en el pasado.
Llegado el momento de instalar nuestras hamacas tuvimos que ingeniárnoslas para encontrar acomodo. De ninguna manera podríamos estar los cuatro juntos y cada cual tuvo que cuidar de sí mismo.
Rasta terminaría colgando su hamaca arrimada a una barandilla, donde además, demostrando ser un viajero diplomado, lograría dormir como un angelito. A Sandy, que tenía la gripe y se encontraba fatal, la acogieron unas mujeres que se encargaron de colocar su hamaca entre las suyas.
Ramona, implorando la simpatía de los marineros, consiguió un lugar sobre la mesa comunitaria; por lo que debería plegar su hamaca durante las comidas y, claro, tendría que madrugar cuando se sirviera el “café de manhá” (desayuno).
Yo, después de mucho observar, me instalé muy cómodamente sobre los lavabos y, a pesar de que cubría los espejos, nadie se quejó por ello. La gente se lavaba las manos justo debajo de mi culo, y encima, a tocar de mis narices, había una lámpara fluorescente que sería la única en permanecer encendida toda la noche.
Gracias a tan extraña situación pude comprobar las ventajas de usar una hamaca de matrimonio que, al doblarla, me cubría totalmente, aislándome de la luz, tanto como de los miles de insectos de todos los tamaños, formas y colores que llegaban de la selva.
En aquel bochornoso apretujamiento, de nuevo constatamos el encanto de los brasileños: durante las lentas horas de navegación sólo encontramos simpatía a nuestro alrededor. Los pasajeros llenaban su tiempo con charlas, bromas y juegos sin perder por un momento la tranquilidad y el buen humor. Tan ocupados estuvimos los cuatro con las relaciones sociales que pocas veces cruzáramos nuestros pasos.
Al partir de Breves descubrimos la inmensidad del Amazonas, del que hasta entonces solamente habíamos estado en uno de los muchos canales, de por sí grandes ríos, que se formaban en su delta. Agua y más agua encerrada entre altos muros verdes, que la corriente arrasaba continuamente provocando nuevos desprendimientos que arrastraban grandes árboles.
Con la llegada de la oscuridad, aparecieron millones de luciérnagas que, volando en todas direcciones, se encargaron de iluminar el gran espectáculo de la naturaleza. Dormí acompañado de una astuta golondrina que, instalada encima de la lámpara fluorescente, pasó la noche atiborrándose de los insectos despistados que se acercaban atraídos por la luz.
De madrugada, cuando la campana anunciando el desayuno sacó a los pasajeros de sus camas colgantes, de nuevo nos quedamos atónitos al comprobar lo pequeños que habían sido los grandes canales que hasta entonces habíamos visto del Amazonas. Era así porque, durante la noche, habíamos dejado a nuestras espaldas el delta y la isla de Marajó para adentrarnos en la corriente central, que tenía tantos kilómetros de anchura como para bloquearnos la mente.
De igual forma que un vecino de ciudad pasa sus horas de ocio sentado frente al televisor, matábamos el tiempo apoyados en la barandilla con la mirada perdida en la infinita selva que discurría frente a nosotros, dejando que nuestro espíritu absorbiese aquella maravilla.
En algunas ocasiones cruzábamos frente a la cabaña de algún colono que, después de talar un trozo de selva, se habría instalado junto al río.
La aparición del barco representaba para ellos un juego al que se dedicaba la familia entera, sin avergonzarse por su edad. Como si con el navío llegase una imprescindible ayuda para sobrevivir, los habitantes de la selva salían corriendo hacia la orilla, embarcaban en sus piraguas, remaban apresuradamente hasta cruzar las olas que el barco provocaba a su paso y abandonaban los remos para gozar del balanceo.
A veces, en las pequeñas embarcaciones iban varios críos, otras, tan solo una mujer, y en algunas, una criatura de tan corta edad como para dudar de su capacidad para levantar el remo.
Los pasajeros del Ciudad de Santarém también participábamos de ese juego porque, para los ciudadanos provenientes del mundo moderno, la cercana conexión de quienes vivían de forma tan primitiva, metidos en la selva, representaba una especie de viaje en el tiempo.Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – El atractivo del cuerpo es material, pero la belleza de la cara es espiritual, como lo es siempre el arte.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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