YO VIAJO, TÚ VIAJAS, ÉL VIAJA – De la India al Nepal. Me extraña que a los señores que gobiernan vuestro mundo, tan aficionados a prohibir todo lo que sea física o psicológicamente adictivo, aún no se les haya ocurrido prohibir que viajemos, puesto que es evidente que viajar crea adicción.
Puede que al principio, al finalizar nuestros primeros viajes, debido al cansancio psicológico que nos habrán causado lugares exóticos con costumbres distintas, no seamos conscientes de ello y, por lo general, regresamos a casa y al confort de la rutina sin apercibirnos del vicio que hemos empezado a adquirir.
Así me ocurrió a mí cuando descubrí la India y el Nepal. Mis dos primeras visitas a estos países de mis amores solamente duraron cada uno de ellos seis semanas, y en ambas ocasiones me largué sin pensar en volver. En ambas ocasiones también reemprendí mi vida de ciudadano sedentario sin sospechar que había plantado la semilla del “culo de mal asiento”.
Los dos siguientes viajes fueron de dos y cinco meses respectivamente; el primero recorriendo Grecia y Egipto, y el segundo, Turquía, Siria, Jordania, Israel, Palestina y el Sinaí. Aún no intuía que acababa de cruzar la barrera invisible que diferencia al turista que parte de casa sabiendo el día que regresará y que había tomado el camino del trotamundos.
A partir de entonces comencé a comprar exclusivamente billetes de ida. Sin tan siquiera darme cuenta, de pronto había permanecido dieciocho meses sin dejarme ver por casa ni tenía ganas de hacerlo. Me había acostumbrado a ser extranjero, y me gustaba.
Umm, y sigue gustándome, pero con la salvedad de que, tras tantos kilómetros recorridos y con el montón de años que llevo a cuestas, creo haber cumplido de largo con mi cupo de viajero.
Cada vez dedico más tiempo a rascarme la barriga en mi cabaña de turno y menos a caminar explorando lugares.
Después de esta confesión, espero que os mostréis comprensivos cuando os cuente el viaje relámpago que realicé hace un par de semanas.
Partí en autobús de las Colinas Kumaon, en el estado de Uttarakhand, donde había permanecido durante los tres meses anteriores. En Kathgodam tomé un tren Shatabdi que, en poco más de seis horas, me llevó a Nueva Delhi, donde pasé una noche en el Hotel Vishal de Paharganj. En el poco rato que estuve en la calle vi más gente que durante tres meses en los bosques de Kumaon.
Por la mañana fui en metro al aeropuerto Indira Gandhi. Tal como me ocurre siempre en ese país de locos, la India volvió a sorprenderme. En cada una de las ocho puertas de entrada a la Terminal 3, había un soldado atrincherado empuñando una metralleta. Otro militar se encargaba de comprobar la documentación y el billete de reserva de cada persona; tarea que llevaba a cabo muy, muy lentamente, consiguiendo que se formaran largas colas.
En mi caso tardaron más de cinco minutos en ojear mi pasaporte, que estuvo en manos de un soldado hasta que, tras habérselo aprendido aparentemente de memoria, aunque no entendiese una sola palabra de castellano, se lo entregó a un oficial; el cual dedicó varios minutos más en inspeccionarlo antes de devolvérmelo y permitirme cruzar su puesto de control.
Pero no habíamos terminado y, poco después, aluciné al ver las kilométricas colas de pasajeros que aguardaban para pasar el chequeo de seguridad. Chequeo que los policías realizaban metiendo meticulosamente las narices en cada bolsa. ¡Si tenéis que tomar un avión en el aeropuerto Indira Gandhi, os aconsejo llegar con mucha más antelación de lo habitual!
Un avión de la eficiente compañía Vistara me llevó a Katmandú por el simpático precio de cuarenta y siete euros, incluida la comida.
Había temido que los monzones me complicaran este viaje y me viese obligado a ir de un lado a otro bajo algún diluvio, pero la suerte estuvo conmigo en Kathgodam y Nueva Delhi (para viajar a gusto es imprescindible tener buena suerte, ¿verdad?).
Incluso la tuve cuando, tal como nos comunicó el capitán, estuvimos dando vueltas aguardando a que terminase la aparatosa tormenta que caía sobre Katmandú y pude desembarcar bajo un buen solecito y sin temer que nos estrellásemos, como ocurre con demasiada frecuencia en el Nepal.
En Katmandú, sólo permanecí una noche en un hotelito cercano al aeropuerto porque, como supondréis los antiguos lectores de estas crónicas, me dirigía a Sauraha, junto al Parque Nacional de Chitwán, mi reducto predilecto de este país.
Debido a que había hecho el recorrido hasta Sauraha docenas de veces, y estaba más que harto de aguantar las siete horas que tardaba un autocar en recorrer ciento sesenta kilómetros, en esta ocasión acepté pagar ciento treinta euros por un vuelo de veinte minutos en un bimotor de hélices de la compañía de Bhudda Air.
La fortuna me acompañó de nuevo, ya que volamos bajo un cielo soleado y la siguiente tormenta monzónica solamente estalló cuando ya había tomado posesión de mi cabaña habitual en la Tharu Lodge. Y colorín, colorado, el relato de este viaje de tres días se ha acabado.
PASO A PASO – Brasil, verano de 1988. Continúa de la crónica anterior.
Después de cruzar los estados de Río de Janeiro, Espirito Santo y Bahía, pasamos por Pernambuco y llegamos a Fortaleza, la capital de Ceara, en una nueva jornada de veinticuatro horas en autocar.
Beto, nuestro anfitrión en Salvador de Bahía, nos había dado la dirección de un amigo suyo que vivía en Fortaleza, pero decidimos hospedarnos en alguna pensión y nos dirigimos a la playa de Iracema. Habíamos llegado a la zona tropical del país y sudábamos como unos pedófilos en un autobús escolar (chiste australiano).
Durante un rato sólo encontramos “pousadas” que tenían colgado el cartel de completo. Cuando vimos el neón de un motel de una sola planta que se hallaba junto a la playa, no nos lo pensamos dos veces. Nos registramos en la recepción del motel sin discutir el precio que, al fin y al cabo, no superaba al de las pensiones.
Con las prisas no nos percatamos del curioso aspecto de la casa y, al abrir la puerta de nuestra habitación, nos quedamos atónitos al encontrar una cama redonda, un televisor que tenía únicamente canales pornográficos y un cuarto de baño que hubiera sido apropiado para Nerón, pues la ducha imitaba una cascada de mármol. Rasta y yo nos miramos y, sin necesidad de palabras, estuvimos de acuerdo: nos habíamos metido en una casa de putas.
Durante el día, aquel domicilio nos sedujo con su gran tranquilidad, que nos permitió librarnos del cansancio del largo trayecto. No obstante, todo cambió en cuanto oscureció y el aparcamiento que había frente a las habitaciones empezó a llenarse con docenas de coches que traían clientes al burdel, un trajín que no decayó durante toda la noche. Las simpáticas profesionales del sexo bromeaban preguntándonos a Rasta y a mí si celebrábamos nuestra luna de miel.
Al estar poco interesados en aquella ciudad, de la que llegamos a ver muy poco, en cuanto hubimos recuperado fuerzas nos dirigimos a la “rodoviária” para tomar un autocar que nos llevara a nuestro siguiente destino: Jericoacoara.
Pero al llegar a la estación de autobuses un funcionario nos informó: “Jericoacoara no tiene más comunicación que algunos jeep y el único transporte hacia aquella zona no saldrá hasta el anochecer. Pero si van hasta Camocim, que se halla más al norte, podrán llegar a Jericoacoara en la barca de algún pescador”. “¿Y cuándo sale el próximo autocar hacia Camocim?”. “Dentro de diez minutos”. “¡Vámonos que nos vamos!”.
Camocim resultó ser un pueblo grande, o mejor dicho, una ciudad pequeña con un aspecto y una atmósfera pueblerina. Se encontraba frente a una preciosa bahía que formaba una ría, en la que atracaban docenas de barcas de pesca, y se adentraba hasta el corazón de la urbe creando un largo paseo marítimo frente al que se alineaban edificios de una planta.
Insólitamente, Camocim resultó ser del agrado de Rasta y del mío, pues ambos encontramos en ella cuánto deseábamos (lo detallaré en la próxima crónica).
La primera noche la pasamos en un hotel que se hallaba junto a la parada del autocar, pero a la mañana siguiente, mientras Rasta seguía roncando, estuve dando un paseo hasta que llegué frente a la ría y a la Pousada Beira Mar: un edifico rústico, simple y sin un solo cliente, con un patio interior al que daban sus pocas habitaciones. Lo tuve claro en un instante, así que reservé una habitación doble y fui en busca de Rasta.
Gracias a que Camocim no aparecía en los mapas turísticos y solamente llegaba muy de vez en cuanto algún gringo despistado, en sus calles no había el típico personal que vivía de los visitantes y nadie nos ofrecía “maconha” (maría) o “farina” (cocaína). Un hecho que aprovechamos para hacer vida sana, si nos olvidamos de nuestro elevado consumo de cervezas, agua ardiente y cachaça.
Preguntando a unos pescadores, nos dirigieron a un anciano que disponía de una pequeña barca, quien nos confirmó: “Sí, cuando se juntan media docena de pasajeros hago el trayecto hasta Jericoacoara. Es un viaje de setenta millas hacia el sur que dura toda la noche. ¿Dónde os hospedáis?”.
Y así fue como nos quedamos a la espera del aviso que llegaría cuando llegase, algo que podía suceder mañana, pasado mañana, o cuando el dios del mar quisiera. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO
- Qué curiosa es la sensación de lejanía que tengo al recordar las casas y la vida de Occidente comparándolas con mis simples residencias actuales en el Nepal o la India.
- Me encantan los indios y advierto que el límite de estancia de tres meses que marca mi visado indio evitará que me harte de ellos como me sucedió otras veces al quedarme más tiempo.
- Durante los ocho años que el amigo valenciano ha estado publicando mis crónicas en este blog, ha demostrado ser un tipo listo al no darme jamás su opinión acerca de ellas, pues, usando la psicología, ha adivinado que, ya fuese ésta buena o mala, me resultaría negativa.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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