Muchas de las personas que más quiero dicen que disfruto siendo un iluso. Que pese a haberme topado con feísimas realidades frente a mis narices, aún deseo quedarme con lo bueno, ver el vaso medio lleno y soñar que todo va a mejorar. No obstante, el oficio de periodista en un lugar muy convulso si bien apasionante como es Tailandia ha llegado a someter a prueba mi optimismo. E incluso a veces ha puesto mi entereza emocional de rodillas. Pero jamás me había afectado anímicamente con la crueldad que lo ha hecho estos días.
No puedo evitar escribir estas líneas con el corazón herido y siendo incapaz de que me afecte el conflicto armado entre el país que se ha convertido en mi hogar y la vecina Camboya. Aunque se haya acordado un alto al fuego en la batalla que ambas naciones libran en sus fronteras, la herida está abierta. Ha habido momentos en los que estos días he estado paralizado e incapaz de contar lo que ha pasado. Y es en esos momentos cuando trato de recordar las palabras que un día dijo Gabriel García Márquez en relación a lo que desde hace casi dos décadas me dedico. «El periodismo es el mejor oficio del mundo».
Pero el periodismo bien ejercido, o al menos creyendo en ello e intentando no caer en la manipulación, también puede hacer mella en tu alma. Como cuando viajas a algún lugar remoto y miras el mal desde cerca sin poder hacer nada, excepto relatarlo. Es eso que algunos han denominado como el síndrome del reportero de guerra, que tras mirar de frente al horror regresa a la comodidad de su hogar con la impotencia de no haber podido ayudar.
Cuando me mudé a Tailandia no pensé en ello. Más bien llegué fascinado por vivir en un lugar donde tendría mucho por contar. Nadie me invitó a venir, y ningún medio por aquel entonces quería comprarme una sola palabra. Pero decidí adentrarme en esta sociedad, en sus entresijos, porque solo cuando has pateado mucha calle y has visto demasiado puedes tratar de encontrar tu verdad y contarla. Sin dejarte llevar por sentimientos y tratando de analizar el mundo desde muchos puntos de vista.
Y sin darme cuenta, hice de esta tierra cargada de bondades y problemas mi lugar. Enorgulleciéndome de su valentía si en algo daba el país con la tecla y deseando que enmendara sus errores cuando los cometían y eran flagrantes. Siempre luchando por no caer en el derrotismo de tantos otros que me decían que “los tailandeses son como niños” o que “este lugar no tiene remedio”. Me fijé en cambio en lo maravilloso que pueden ofrecer las gentes de este país, en esos que te tratan como a un hermano pese a haber llegado de muy lejos. Y en los últimos tiempos vivimos bellas situaciones de cambio que nos hicieron pensar que todo iba a ser mejor donde hacía falta un cambio.
Ahora mismo, ese optimismo mío está en horas bajas. Y es que la actualidad ha vuelto a recordarme que Tailandia siempre fue un pueblo muy orgulloso debido a unos gobernantes que fomentaron el ultranacionalismo y vetaron la autocrítica. En un país que pone el himno de la realeza obligatoriamente hasta en los cines, los dictadores que estuvieron al mando enfocaron la educación, la política y la información al servicio de realzar la identidad nacional.
Pero era muy difícil que la población siguiera comprando el relato de la identidad nacional como lo más sagrado en plena revolución digital. Así que los jóvenes de hoy miraron hacia adelante y rechazaron las políticas populistas y exacerbadamente patrióticas de los militares que tanto habían estado al mando del país sin haber preguntado en las urnas al pueblo.
El poder del ejército, desgraciadamente, vuelve a estar en lo más alto de la palestra tailandesa. Y lo peor es que es debido a un conflicto militar sangriento. A lo que puede desembocar en una guerra. Al odio entre dos naciones hermanas que se parecen tanto que alguien decidió por ellas que tenían que ser enemigas.
Estos días se habla de la batalla entre Camboya y Tailandia en sus fronteras. De un conflicto bélico por unos terruños que ambos reclaman. Hay muertos a ambos lados, y las mentiras copan plenamente lo que aparece en los medios de comunicación de ambos lados. Porque ese mejor oficio del mundo a día de hoy se ejerce poco y la mayoría de quienes están en prensa son mercenarios sin escrúpulos.
Muchos jóvenes dicen a día de hoy que no creen en los medios. Y les entiendo, no han visto periodismo de verdad. También muchos de los mayores se han quitado de la información. Pero un conflicto bélico como el de estas dos naciones bien necesita de periodistas sensatos y con ganas de contar la verdad, o de al menos intentarlo. Porque si no ocurre lo que a algunos villanos sin escrúpulos les ha ido muy bien: que la información es ofrecida en exclusiva por los bandos que pelean.
Al momento de escribir estas líneas, el deseo de muchos se ha hecho realidad. Camboya y Tailandia han acordado un alto al fuego tras haber más de una treintena de muertos y muchas decenas de miles de personas desplazadas fuera de sus hogares. No está todo ganado, primero han de respetar los ejércitos el parón de las hostilidades. Y luego lo más difícil: negociar una salida entre ambas potencias. Si eso no se logra, volverá a haber más sufrimiento.
Si a mí me preguntaran, diría que Tailandia y Camboya son las víctimas de esta escalada de violencia que algunos ya temen que desemboque en una guerra. No diría que es una nación o la otra. Al contrario, porque aunque ambos países sufren los ataques del bando opuesto, el daño es originado por otros. Por el abuso de unos dirigentes que cuentan con un arma colosal: el ultranacionalismo.
El mundo del siglo XXI, carente de medios de comunicación reales y con la información violada por las polarizadas redes sociales donde se le da credibilidad al que más grita, da alas al auge del nacionalismo, eso que Francisco Umbral llamaba “una forma de analfabetismo”. Ya que el nacionalismo suprime la conciencia crítica y convierte a personas inteligentes en marionetas al servicio de un poder mayor.
Tailandia y Camboya han caído en esa trampa, la del ultranacionalismo. Y quienes la han plantado son las altas esferas corruptas de ambos países, que viéndose deslegitimadas han recurrido a lo más primario, buscar a un antagonista en el vecino. Ya lo avisaba Nietzsche, las sociedades débiles necesitan un enemigo para construir su virtud y justificar su existencia.
Las muestras de odio en esta parte del mundo y el giro hacia el ultranacionalismo han hecho mella en mi estado de ánimo. Y el tratamiento del conflicto en los medios de comunicación ha sido la estocada, viendo cómo en occidente daban refritos de la información sesgada que aparecía en Asia.
Dudo si García Márquez diría en la actualidad lo de su oficio favorito o se refugiaría en la literatura. Yo he de decir que llevo ya un tiempo pensando en tirar la toalla con el periodismo. Volcarme aún más en escribir ficción, o en viajar y narrar las bondades de mis aventuras en estas páginas. Pero finalmente me he visto tecleando esto. Porque si el periodismo está muerto y Tailandia se hunde en el nacionalismo, ¿qué otra cosa puedo hacer sino contarlo?
En mayo empecé a alertar a muchos medios de comunicación de que en el sureste asiático podía convertirse en un polvorín. Ninguno me hizo caso. Camboya y Tailandia reavivan una de sus luchas históricas, la de la demanda de unos terruños con unas cuantas ruinas que ambas naciones consideraban como suyos.
El problema no es que haya unos templos centenarios en disputa en territorios fronterizos que unos dicen que son suyos y los otros también. Ni siquiera que si preguntas a un tailandés o a un camboyano es posible ninguno de los dos será capaz de darte una argumentación más allá de «es nuestro territorio» para luego repetir como loros lo que dicen sus ejércitos. El problema es qué ocurre para que durante una década y media nadie se acordara de dichos templos y fueran -más o menos- visitados por los vecinos de ambas regiones sin mayor problema.
Hace un par de meses, una serie de operaciones militares por parte de ambos ejércitos en el templo más conflictivo, Preah Vihear, dejaron un muerto en el lado camboyano y la tensión se recrudeció. Ambas naciones dijeron que la culpa fue del otro, pero ninguna aportó más prueba que su poco confiable palabra. Por lo que en realidad no se sabe quién empezó las hostilidades ni qué bando empezó a aumentar su presencia militar. Pero sí conocemos que ahí empezó el auge ultranacionalista.
En realidad a muchos les da igual si dichas ruinas de difícil acceso pertenecen a una u otra nación. Los camboyanos dirán que ellos son los herederos de Angkor y que se firmó hace un siglo que estaban en su territorio. Los siameses, que aprovecharon la huida de Francia de la Indochina para invadirlos, afirman que la lógica dice que estén en su territorio, ya que geográficamente están en su lado y solo son camboyanos en el plano. Sin embargo, aquellos que ven esto como un problema menor son quienes alertan del verdadero enemigo: los que a ambos lados anulan el pensamiento crítico de la sociedad.
Tanto Camboya como Tailandia viven en un momento de crisis política que afecta a los líderes poco democráticos que casi siempre han estado en el poder. Porque como dice el analista político tailandés Voranai Vanijaka, ambas naciones comparten muchas similitudes como la religión y la cultura, y hasta aman los mismos culebrones televisivos. Pero ante todo las dos cuentan con líderes ineptos. “Los tailandeses y los camboyamos sufrimos injusticia, corrupción, explotación y maltrato por parte de líderes que no queremos y en los que no confiamos”.
Hun Sen fue un guerrillero de los sanguinarios jemeres rojos que desertó y logró convertirse en presidente de Camboya. Desde el principio usó la represión para mantenerse en el poder y durante cuatro décadas viró al autoritarismo y aniquiló a su oposición política y cercenó a los medios de comunicación que le fueran contrarios. Así jamás perdió unas elecciones, porque no permitía alternativas.
Como buen autoritario, Hun Sen puso a su hijo al frente hace dos años. Pero Hun Manet no tiene la fortaleza de su padre, quien decidió seguir gobernando a la sombra. Y viendo que los contrarios a su régimen son más fuertes que nunca, necesitaba distraer la atención. Qué mejor que hacerlo hacia Tailandia.
Tailandia tampoco se queda corta. Tras nueve años de gobierno de corte militar en manos de un golpista, los reformistas ganaron las elecciones en 2023, pero no les dejó gobernar el ejército, que en este país tiene un poder enorme y está por encima del bien y del mal. No importó que el pueblo dijera quién quería que gobernara, los militares consideraron que alguien que no apostara por el nacionalismo y la monarquía no podía estar al frente del país.
Para frenar al movimiento progresista, los poderes clásicos de los militares auparon a su enemigo histórico, el partido del populista Thaksin Shinawatra y ex amigo íntimo de Hun Sen. Igual que su homólogo camboyano, Thaksin asumió el control de su partido en la sombra y puso también a su sangre directa al frente del país, forzando que Paetongtarn, su hija de 38 años, se convirtiera en la primera ministra más joven de la historia del otrora reino de Siam. Su gestión durante menos de un año fue duramente criticada por su inexperiencia y la alargada sombra de su padre.
Algunos medios de comunicación internacionales han metido la pata, bajo mi humilde opinión, al decir que el conflicto bélico entre ambos países es debido a que las dos familias amigas de repente se han enemistado. Eso es solo parte de la realidad. Porque en el lado tailandés la realidad es más compleja. Y es la del ejército.
Si bien los militares permitieron que los Shinawatra volvieran a tomar las riendas del país, nunca estuvieron de su lado. El ejército además va por libre y las desavenencias cuando estallaron los primeros conflictos armados con Camboya en la frontera, que cogieron a Paetongtarn con el pie torcido. Y ahí se vieron las diferencias.
Paetongtarn como líder de Tailandia llamó por teléfono a Hun Sen, antiguo amigo de su familia y capo en las sombras de Camboya, y le pidió ayuda reconociendo que tenía un conflicto político con el ejército. Aquí fue cuando el ex jemer rojo vio la opción de sacar rédito y decidió traicionar su amistad con los Shinawatra. Filtró la llamada y forzó el caos político en Tailandia, mientras él salía favorecido frente a sus fieles.
La Corte Constitucional tailandesa destituyó a Paetongtarn, lo que no sorprendió a nadie porque al fin y al cabo esos jueces fueron seleccionados por los militares. Pero el efecto anímico en la población fue claro: la primera ministra había entregado la soberanía de su país al enemigo y Tailandia estaba indefensa ante una invasión camboyana en los templos de la disputa.
El nacionalismo fue espoleado por los poderes clásicos del país y el odio hacia Camboya fue en aumento. Se empezó a hablar de la resistencia frente al enemigo, de la patria, del orgullo y del honor. A aquellos que decían que podía ser todo una cortina de humo se les mandaba al ostracismo. Había ganado el discurso del combate.
Parecía que el conflicto había desescalado cuando volvieron las hostilidades, en este caso en la frontera con otro templo, en esta ocasión en Surin. A partir de aquí el cruce de acusaciones es mutuo. En Tailandia un soldado perdió una pierna debido a que le estalló una mina antipersonal. Culparon al país vecino, pero ellos dijeron que el artefacto era vestigio de un conflicto pasado y que se encontraba en su territorio. Nunca sabremos la verdad.
La pasada semana, volvieron las hostilidades. Según Camboya, los tailandeses les cerraron el acceso al templo en cuestión y luego les atacaron. Los de Tailandia dicen lo contrario, que sus vecinos abrieron fuego indiscriminadamente contra ellos. Ambos afirman que ellos son la víctima. Tampoco sabremos la verdad.
Lo que sí quedó claro es quien empezó a lanzar misiles hacia el territorio contrario y a matar a civiles. Fueron los soldados camboyanos, quienes mostraron con orgullo cómo volaban los proyectiles. Al otro lado, una tienda de conveniencia era arrasada y una aldea sufría notables daños. Murió una docena de civiles, y entonces ya todo cambió.
Desde ese fatídico jueves, Tailandia y Camboya combaten en la frontera con armamento y con mentiras en la prensa. Y no podemos fiarnos de ninguno de los dos bandos, porque ambos cuentan su realidad y que no tiene porque ser real.
El ultranacionalismo se contagió como un virus por todo el territorio. Personas con dos dedos de frente que fueron muy críticas con la actuación militar en Tailandia en el pasado de repente se convirtieron en patriotas y tomaron como verdad lo que decía el ejército. Y en Camboya la oposición a Hun Sen ensordeció, sepultada por los gritos de ira hacia el país vecino.
La falta de una prensa seria en este territorio ha complicado todo aún más, pero con mayor violencia en Camboya. Si bien los medios en Tailandia pueden tener deficiencias, existe algo más de libertad que en territorio jemer, donde toda la narrativa la controla Hun Sen y al conflicto se le llama “la invasión tailandesa” y se habla de “valientes soldados camboyanos” que impiden el paso de los enemigos. Y es que se ha dicho de todo desde la prensa camboyana, como que se derribó un jet de combate tailandés o que el enemigo usa armas químicas contra los civiles. Eso lo dijo su ministro de defensa.
En Tailandia el asunto es un poco mejor y hay menos ficción, pero es igualmente todo monocolor. Las noticias las da el ejército y los medios de comunicación -la mayoría al menos- se las tragan a pie juntillas. Y lo peor es que el nacionalismo reavivado hace que el pueblo generalmente se trague todo lo que se dice. Se puede decir que en una operación se acabó con la vida de un centenar de enemigos. Nadie pide pruebas. Y la audiencia lo da por válido.
La realidad es que no podemos saber quién empezó la disputa, en un mundo donde todo se graba y en el que curiosamente no había ninguna cámara cuando las escaramuzas empezaron. Pero a los instigadores les da igual. Como afirma el periodista tailandés Pravit Rojanaphruk, un oasis de sensatez en mitad del caos mediático, «lo preocupante es que tanto tailandeses como camboyanos estén dispuestos a creer noticias falsas si estas refuerzan su ideología ultranacionalista de que el enemigo es el mal absoluto».
Muchos analistas han dicho que la cortina de humo entre Tailandia y Camboya no podía durar demasiado. Los problemas bélicos en las fronteras entre ambos países han existido desde hace décadas, pero jamás se habían recrudecido hasta lamentar víctimas inocentes y llegar a hablar de guerra no declarada.
El alto al fuego del martes 29 de julio, que algunos atribuyen a la intervención de Estados Unidos, era algo previsible frente a una situación difícil de sostener. Sin embargo, en la reunión entre ambas naciones ha quedado claro que ninguna quiere ceder y ambas desean tener razón: siguen erre que erre acusando al contrario.
El grave problema de este conflicto sigue vivo, ya que ahora se han de reunir las fuerzas armadas de ambas naciones y negociar. Pero para que haya un entendimiento mutuo, es necesario que ambas cedan terreno y dejen de lado el orgullo. Y tras haber alterado a la población con sus delirios nacionalistas, será difícil convencer a los más extremistas de un acuerdo a medio gas para todos.
Por supuesto, en la calle además de en las trincheras el conflicto también escaló. Si bien desde Surin, en la frontera, me comentan que tanto los camboyanos como los tailandeses están sufriendo el impacto de los enfrentamientos, en Bangkok el panorama es otro al ver las explosiones solo en las noticias. Todo el mundo habla de la guerra no declarada -así la citan los medios tailandeses- y es común oír a más de uno decir que se odia a Camboya con motivos. Incluso la primera reacción tras anunciarse el alto al fuego por parte de muchos internautas ha sido estimar que el adversario no lo respetará.
Se han producido linchamientos contra trabajadores camboyanos y estudiantes desplazados en Tailandia, que por fortuna la mayoría de los ciudadanos lamentaron. Pero es imposible que el odio no avance. Eso ha hecho que muchos jemeres en tierra siamesa huyan hacia su país, ya que la caza de brujas ha empezado. Si he de opinar, a mí me resulta perturbador e inhumano que el ultranacionalismo alimente el odio como una enfermedad imparable.
Como el mismo Pravit dice, desgraciadamente no existe una vacuna inyectable para prevenir o curar la enfermedad del ultranacionalismo. Hemos de refugiarnos en nuestra humanidad, en el sentido común.
A mí también me ha doblegado esta situación. El ultranacionalismo me ha golpeado tan duro que me he visto tumbado en la lona, incapaz de escribir una palabra. Entristecido y mirando constantemente las noticias, hablando con mi gente en varios lugares del país, también en Camboya. Compartiendo impresiones. Pero sin fuerzas para ejercer ese mejor oficio del mundo.
Porque el mejor oficio del mundo ha fracasado. Internacionalmente los medios amarillistas han buscado el sensacionalismo, y los más serios han tratado de refritear lo que por ahí han encontrado sin querer pagar a expertos que estén en Tailandia para que contaran lo que aquí pasaba. La mayoría de piezas en los periódicos escritas por supuestos corresponsales y especialistas se hacen a miles de kilómetros de distancia, con suerte desde Pekín por reporteros que viven allí, como si estar en China te convirtiera en conocedor de un país que está a 3.000 kilómetros. Y los ejemplos flagrantes se repiten. Un medio que algunos consideran serio tiene a un supuesto reportero escribiendo sobre el conflicto desde las antípodas de este país, a 13.000 kilómetros, pero narrando como si estuviera en tierra siamesa. ¿Qué clase de seriedad se le puede pedir entonces a los medios?
Debido a todo ello, no es de extrañar que Hun Sen insista en victimizar a su país, a ver si alguien en occidente le compra el discurso. Y alguno lo ha hecho, sin tener demasiadas miras. Es el precio a pagar por no tener corresponsales, y es normal que el público no confíe en la prensa. Los tailandeses se han dado cuenta, y temiendo que Camboya les gane en la guerra de la narrativa a nivel internacional, han decidido cerciorarse de que toda información sea emitida en exclusiva por sus fuerzas armadas.
La situación en las redes sociales es peor. Algunos de los vídeos en español más vistos en el tubo sobre el conflicto son de tipos que han hecho análisis sentados seguramente desde un sillón de gamer y quizás comiendo patatas fritas, sin importar siquiera si sabían de qué estaban hablando, ya que para ellos lo importante es grabar minutos y ganar visitas. Si tienen dudas ya le preguntarán a ChatGPT. Es el resultado de la dictadura del algoritmo, eso que nos ha llevado a la polarización de los discursos, y que no tiene piedad cuando se trata de ganar dinero. Porque lo importante para el robot es que se facture más, no si la supuesta información la da un patán o alguien con seriedad.
De vez en cuando te topas con rayos de luz, eso sí. Hay gente que ha hablado del conflicto con rigor, haciéndose preguntas antes de lanzar afirmaciones, tratando de encontrar a alguien que pudiera aportar argumentos sosegados. Y eso es en lo que quiero fijarme, en que en la red también se puede hacer buen periodismo, o al menos opinión de calidad. Como un médico tailandés en Estados Unidos, que ha ganado notoriedad al tratar de concienciar a los internautas de que no se dejen llevar por el nacionalismo y pongan en entredicho lo que se dice en su país. Porque todos podemos equivocarnos, y lo hacemos. Pero ante algo tan grave hemos de tratar de ser serios.
Mi visión sigue siendo la misma, la de que las víctimas principales son esas personas comunes que sufren en las fronteras, y que además suelen ser gentes de escasos recursos. Y luego el resto de la población de ambos países también padece las consecuencias de un conflicto bélico que nunca debió darse. ¿Y todo para qué? ¿Para volver a legitimar a los poderes que el pueblo quería derrocar?
Será difícil que la escalada del ultranacionalismo cese si las voces discordantes con el discurso hostil siguen siendo sepultadas y la prensa es incapaz de buscar la verdad. Ya lo advertía García Márquez al decir que «el periodismo es el mejor oficio del mundo», porque sabía que ya por aquel entonces la profesión estaba atenazada por el sensacionalismo y una falta de recursos que podía llegar a la situación en la que estamos. Y es que su afirmación no acababa ahí, ya que igualmente dijo que si bien es el oficio más preciado, «no puede ser ejercido sin un criterio ético, sin pasión y sin un compromiso con la verdad». Algo que estos días no ocurre en Tailandia y Camboya.