¡SORPRESA! – Delhi, India. Debido a mi adicción al confort, cuando aterricé en el aeropuerto Kempegowda de Bengaluru (Bangalore), al sur de la India, inconscientemente di por sentado que los tramites generales funcionarían de una forma rápida y eficaz similar a la de los aeropuertos tailandeses y malayos en los que había estado los últimos meses.
¡Cándido de mí! ¿Acaso no me hallaba en la India?, un país que nunca deja de asombrarme.
Tuve constancia de ello cuando me dirigí a la terminal nacional para volar hacia Delhi y me encontré con el habitual caos indio. Éste empezaba en las puertas de entrada, donde estaban de guardia unos soldados, armados y atrincherados, y alcanzaba el nivel de absurdo al pasar los lentos controles de seguridad, en los que se formaban largas colas porque los policías abrían y registraban casi todos los equipajes de mano.
Yo solamente llevaba mi ordenador y el ebook en una bolsa de tela como las que usan los lamas budistas, y me chocó que, tras pasar por la máquina de rayos X, mi bolsa fuera apartada automáticamente a un lado por un aparato encargado de tales quehaceres.
Sin embargo, lo que sucedió a continuación reavivó mi simpatía por la India: cuando un policía, después de cumplir con su cometido comprobando que traía un objeto tan prohibido como son los encendedores en los aeropuertos de indios y nepaleses, cambió completamente de cara y posado, como si se hubiese quitado el uniforme y estuviésemos bebiendo chai en una cafetería, y me contó sonriendo relajadamente que una vez había estado en España de vacaciones.
El fin de los párrafos anteriores era aconsejaros que, a), cuando tengáis que tomar un avión en algún aeropuerto indio, acudid con suficiente antelación; y b), que cuando tratéis con los funcionarios y policías indios, apelad sutilmente a su compasión y, milagrosamente, aparecerá su faceta humana.
Desde el aeropuerto Indira Gandhi de Nueva Delhi se puede llegar rápidamente al centro de la ciudad en metro; eso sí, al tratarse de un transporte público indio, antes de llegar al andén pertinente has de pasar por un control de seguridad parecido al de los aeropuertos; control en el que, por supuesto, se forman unas largas colas; colas que también hallarás a continuación para adquirir el tique, pues cada estación de destino tiene un precio distinto. Incredible India!
Acostumbro ir a la estación Shivaji Stadium porque queda a corta distancia de Paharganj y está menos abarrotada que la que hay junto a la estación central de los ferrocarriles.
La última vez que vine a Delhi, al comprar el tique del metro me limité a decir “Shiva Stadium”, y el funcionario de turno me espetó enfadado y levantando la voz: “¡Shivaji!”. Efectivamente, yo había olvidado añadirle al nombre del dios Shiva el respetuoso “ji”, y aquel majara, que aparte de gilipollas debía de ser un fanático hindú, se encolerizó conmigo.
Por el contrario, quien me vendió el tique en esta ocasión fue un tipo muy amable que me dio palique con el único fin de mangarme cien rupias al entregarme el cambio. Me enteré posteriormente, cuando ya estaba en el metro, y supuse que aquel cabrón se ganaba un sobresueldo tomando el pelo a los turistas recién llegados.
Después de pasar los últimos meses en un plácido y limpio vecindario de la isla malaya de Langkawi, me gustó regresar al ruidoso y alocado descontrol de Paharganj, en Nueva Delhi, barrio donde tengo la impresión de hallarme en un divertido cabaret de variedades de las que, eso sí, me contento con gozarlas un par de días antes de partir (¡huir!) hacia algún lugar en el que reine la naturaleza.
Tecnología india: una avería dejó a Paharganj sin internet durante todo el día.
Tal como hago habitualmente, dediqué este tiempo a solventar cuestiones prácticas: compré bidis en el comercio de unos hermanos musulmanes; incienso de sándalo y papel de liar en una tienda especializada en productos relacionados con la maría; pasta de dientes de regaliz en una antigua farmacia parecida a un museo; unos pantalones de algodón, por supuesto blancos, en el mismo comercio diminuto al que voy todos los años; ligué el tique del tren Shatabdi en la Tourism Bureau; me retoqué la barba en una barbería que está escondida al final de un umbrío callejón peatonal, y comí mi plato predilecto, espinacas con queso fresco y chapatis, en la misma dhaba (restaurante tradicional) de siempre.
También, como he hecho habitualmente los últimos años, me alojé en la misma habitación del cutre y barato hotel Vishal.
Cuando, de mañanita, tomaba el chai del desayuno en el puesto callejero que un viejo conocido monta todos los días frente a ese hotel, escuché a mis espaldas a un indio que le preguntaba a un joven turista de dónde era, y éste respondía: “Spain”.
A pesar de que, por lo general, evito dar palique a los compatriotas conque me cruzo, en esta ocasión, al adivinar por su acento que era catalán, decidí saludarlo. Se llamaba Pau y vivía en el pueblo Vilanova de Sau, en la comarca de Osona, adonde regresaría al día siguiente después de haber hecho su primer y satisfactorio viaje por la India.
PASO A PASO – Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. El barco Benjamín continuó ascendiendo por el curso del Amazonas durante siete días sin sufrir incidentes graves de por medio. La campana anunciaba ahora el desayuno, más tarde el almuerzo y después la cena. Los pasajeros se sentaban a la mesa por turnos y, de la cocina, salían los platos de plástico llenos de “feijao”, un día con pollo y otro con gallina (expresión popular).
Los viajeros usaban sus hamacas incluso para las reuniones sociales: “Pásate después por mi red y charlamos un rato”. Y mientras, la selva, siempre la selva impenetrable, discurría frente a nosotros a toda hora y en todo momento. Era un muro de verdor desde el que los navegantes éramos observados por miles de ojos, sin que ni una sola vez lográsemos ver a los invisibles habitantes de la naturaleza.
Una mañana, sorprendentemente, la excitación se apoderó tanto de los pasajeros como de la tripulación. Yo estaba sentado frente a la mesa comunal con el bolígrafo en la mano y la mirada perdida en el decorado verde que me acompañaba desde hacía muchas semanas, cuando, de pronto, todo el mundo se apresuró a recoger sus pertenencias.
En un santiamén se descolgaron las hamacas y realizaron las últimas tareas. “¡Español, estamos llegando a nuestro destino!”, me gritó el capitán al pasar apresuradamente junto a mí.
Y allí estaba la locura de Las Tres Fronteras. Una isla peruana dividía la corriente del Amazonas en dos ramales. En la orilla septentrional se encontraba la población brasileña de Tabatinga, junto a la colombiana Leticia.
En la orilla meridional, pero separadas por un arroyo, se hallaba el pueblo Benjamín Constant, sobre la frontera brasileña, y al otro lado estaba el cuartel de la Guardia Civil peruana de una aldea de cuatro casas que tenía el curioso nombre de Islandia.
El Benjamín atracó en el muelle del pueblo que le daba el nombre, Benjamín Constant, y todos los pasajeros, ansiosos de marcha después de tantos días de inmovilidad, salieron en desbandada despidiéndose alegremente los unos de los otros.
Desde el momento en que el biólogo inglés Simón y yo pisamos tierra, formamos un dúo de conveniencia, que tanto beneficiaba a uno como al otro. Él ya conocía el terreno por haber pasado pocos meses antes por allí, mientras que yo, gracias a mi familiaridad con la lengua castellana, podría discutir, regatear y preguntar en cualquier momento sin que los peruanos nos tomasen demasiado el pelo.
Como primer paso, el guía británico y yo tomamos una barca-taxi para que nos llevase hasta el Perú y al chiringuito en que se encontraban las oficinas de los Transportes Aéreos Nacionales de la Selva, donde nos informaron: “De permitirlo la condiciones atmosféricas, podrán volar ustedes hasta Iquitos pasado mañana”.
Después de hacer las reservas y acordar que regresaríamos el día siguiente a por los billetes, nos reunimos con Julio y Pedro, los dos amigos peruanos que no tenían un duro, y embarcamos en una lancha rápida para cruzar el Amazonas hasta el pueblo brasileño de Tabatinga, donde nos hospedamos en una habitación de cuatro camas del Hotel Barbería. El resto de la jornada lo dedicamos a relajarnos, dando satisfacción al paladar comiendo y bebiendo bien.
Por la mañana, empezamos de nuevo con las grandes movidas. Debido a las peculiaridades de aquellas fronteras selváticas sobre las que, evidentemente, nadie intentaba mantener algún inútil un control, tuvimos que indagar aquí y allá hasta dar con el cuartel de la policía federal brasileña.
De haberme encontrado en otro país, lo que sucedió a continuación me habría mandado inmediatamente entre rejas porque, cuando el oficial abrió mi pasaporte, comprobó que no había sido sellado al entrar en el país, en Río de Janeiro, y me contempló sorprendido preguntándose cómo era posible que yo hubiese estado recorriendo ilegalmente Brasil.
Valga aclarar que durante aquellos meses yo no había necesitado mostrar para nada el documento, y no tenía la menor idea de mi situación legal, o mejor dicho ilegal. Así que me vi obligado a inventar rápidamente una mentira que me sacase de apuros: “Sin saber porqué fue así, en el aeropuerto de Río no sellaron el pasaporte a ninguno de los pasajeros de mi avión”.
Aquellos amables policías se miraron sonriendo los unos a los otros y, decidiendo dar por buena aquella absurda explicación, sellaron mi pasaporte diciendo el obligado: “Ta bom, ta legal”.
Solucionada la cuestión burocrática, a continuación cambiamos de país por tercera vez, y entramos en Colombia para conseguir moneda peruana a buen precio.
La ciudad de Leticia, aun siendo pequeña, era una muestra de la riqueza colombiana: estaba limpia, sus edificios cuidados y las calles, asfaltadas. Los vehículos que corrían por ellas eran modernos y se encontraban en buen estado.
Gracias a que había docenas de comercios dedicados al cambio de moneda, pronto Simon y yo tuvimos dinero suficiente para pagar los seis mil y pico “intis” del pasaje del avión peruano.
Gozando del rápido ir y venir, pasamos a recoger nuestro equipaje en el Hotel Barbería. Luego tomamos una lancha con la que, a mil por hora, cruzamos de nuevo el río hasta Islandia. Pero en ésta ocasión hicimos una parada en el centro del cauce para depositar a Julio y a Pedro en un viejo, sucio y descuidado barco peruano, en el que tratarían de conseguir un curro.
En Islandia visitamos el puesto de la policía peruana, donde un aburrido agente nos advirtió: “El visado que les doy les servirá exclusivamente para llegar hasta Iquitos”. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – De entre todos los enemigos peligrosos a los que nos enfrentamos en la vida, el más letal somos nosotros mismos debido a las lacras inherentes de los seres humanos como la cobardía, los complejos, la ambición desmesurada, el egoísmo, la envidia o el odio.
Paul Auster, refiriéndose a la creación literaria, dijo: “Para hacer lo que hay que hacer, hay que caminar; pues caminar ayuda que las palabras vengan a ti, y te permite escuchar su ritmo mientras las escribes en tu cabeza”.
Auster también puso en boca de uno de sus personajes ficticios la siguiente afirmación: “Porque los libros viven dentro de ti sólo cuando los escribes, pero una vez que salen de ti, están gastados y muertos”.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.