CON MOCHILA

La crónica cósmica. Erase una vez un escocés…

UNOS PERSONAJES – Mae Hong Son, Tailandia. A través de los años he visitado bastantes sitios de los que, al partir, y aunque aparentemente todo hubiese estado de maravilla, ya supe, quizás inconscientemente, que no regresaría a ellos porque no había hallado lo que denomino mi ecosistema personal. En algunas ocasiones también fue así con algunos rincones de los que anteriormente había estado enamorado, pero que habían perdido su encanto por una u otra razón; aunque también podría ser que los que hubiesen cambiado fueran mis gustos.

Sin embargo, éste no será el caso de Mae Hong Son, ciudad de la que en la última crónica os detallé de manera cansina todas las cosas que me gustaban.

Para abreviar, podría decir simplemente que me siento confortable en ella y que ni tan siquiera me molesto en acudir a lugares de los alrededores que tanto atraen a los turistas amantes de la naturaleza, los templos históricos o las aldeas tribales. Muchos de estos viajeros son matrimonios jóvenes que vienen acompañados de sus hijos con la seguridad que no sufrirán percances.

En ese aspecto, pero en la otra cara de la moneda, se encuentran los motociclistas, que suben en grupos desde Chiang Mai pilotando las motos de gran cilindrada que alquilan varias compañías especializadas en organizarles las excursiones, ya sea recorriendo las continuas curvas de la carretera o por pistas forestales, de las que llegan cubiertos de barro, pero a veces también con los brazos vendados y una pierna escayolada, pues ya sabemos que el motociclismo es un deporte riesgo.

Entre todas las cosas buenas que me aporta viajar, destacaría las personas interesantes con las que me cruzo de vez en cuando. Aquí en Mae Hong Son he conocido a cuatro personajes únicos y auténticos que serían dignos de mi ficticia Taberna Galáctica, a la que por cierto ya hace demasiado tiempo que no voy. Los cuatro personajes tienen en común su origen europeo, su avanzada edad, sesenta años y pico, y que son unos trotamundos.

También se parecen en que son melenudos, esbeltos y ágiles. Si os estuviese contando un chiste, empezaría diciendo: “Erase una vez un escocés, un luxemburgués, un francés y un griego que…”.

El escocés me contó, con un porro de maría entre los dedos, que había recorrido gran parte de África y que estaba enamorado de Zanzíbar, la ciudad de piedra. En varias ocasiones había salido por piernas de diferentes lugares en los que se había encontrado inmerso en revoluciones y guerras.

Actualmente, durante el verano, se paga la vida dedicándose a la pesca del salmón en Escocia, y pasa el resto del año en su amado Sudeste Asiático, sobre todo aquí, en Tailandia.

Cuando le comenté que no fumaba maría en Mae Hong Son porque en la única tienda que había la vendían muy cara, a un precio sólo asequible para los turistas que venían quince días a Tailandia, me explicó que en el Barrio Chino de Bangkok había un comercio mayorista en el que podría conseguir un paquete de cien gramos de los tradicionales “thai sticks” por quinientos bahts, o sea a cinco bahts el gramo (euro: 35’60 bahts).

El francés, que era escritor, poeta y motociclista, se las había arreglado para vivir en diferentes partes del mundo trabajando para la Alianza Francesa. Residió cuatro años en China, cuatro en Filipinas, cuatro en Portugal, cuatro en Tailandia y cuatro más en Etiopía.

El griego, aparte de haber viajado por medio mundo, sobre todo Oriente Medio y el norte de África, era un psicólogo jubilado. Opinaba que los padres deberían tratar a sus hijos con cariño, tolerancia y paciencia porque, de no hacerlo así, correrían el riesgo que de mayores emulasen a tipos tan crueles y desquiciados como Stalin, Hitler, Franco, Pol Pot, Putin, Netanyahu, Trump o Milei.

Con el luxemburgués he mantenido largas e interesantes conversaciones en castellano contándonos aventuras de nuestras correrías por el mundo. Es un caminante nato, incluso ahora, con tantos años a cuestas, se patea diariamente un montón de kilómetros. Tenemos en común que nunca hemos usado guías de viaje y que no nos gusta hablar por teléfono.

Su memoria es asombrosa, pues es capaz de recordar los extraños nombres de un sinfín de emplazamientos de todo el mundo. Me ha contado que había recorrido más se sesenta países, entre ellos Sudán, Uganda, Kenia, Tanzanía, Cabo Verde, Guinea Bissau, Taiwán, Tailandia, Corea, Japón, Perú, Argentina, Chile, Ecuador, Colombia y Brasil, donde vivió doce años.

En África, y en los años setenta, se había encontrado con diferentes conflictos armados. Especialmente recordaba los hombres de una tribu que, a pesar de ir desnudos, se enfrentaban al gobierno local armados con modernas metralletas.

PASO A PASO – Alter do Châo, Amazonia, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Seducido por las historias de Mario, mi anfitrión, una mañana decidí meter las narices dentro del “mato”. Después de alejarme del pueblo siguiendo una pista, empecé a observar atentamente los muros de espesura que la encerraban, buscando una abertura que me permitiese atravesarlos. No resultó fácil; la densidad verdosa se mantuvo impenetrable durante un buen rato. “Ahí está”, exclamé al fin ante lo que parecía el principio de un estrecho sendero abierto por algún buscador de caucho.

Los pocos metros que anduve a continuación fueron los más sorprendentes de mi vida porque, con aquellos primeros pasos, crucé de un mundo a otro totalmente distinto. Me detuve atónito. Ni tan siquiera los más locos desmadres de mi imaginación me habían preparado para aquello. El calor se había convertido en fresca humedad y el sonido se acompañaba de largas resonancias.

Acababa de pasar de la deslumbrante luz solar a una penumbra verdosa, de tener sobre la cabeza el infinito cielo azul a encontrarme bajo una altísima cúpula verde que cubría y protegía aquel nuevo mundo. En las alturas vi a unos monos que saltaban entre las ramas, a docenas de pájaros que volaban de un lado a otro y a destellantes mariposas de colores metálicos.

Si hubiese encontrado al dios Shiva montado en un tigre, no me habría quedado más fascinado, maravillado, impresionado y, sobre todo, cautivado. Lo adiviné al instante: acababa de enamorarme de la madre naturaleza, a la que sólo entonces creía haber descubierto. Desde esa fecha memorable nada volvería a ser igual. De todas maneras, estaba olvidando que el amor es ciego y aún debía aprender muchas cosas acerca de mi amada.

Tras unos momentos, la selva pareció aceptarme y se reanudó el descontrolado barullo de cantos, gruñidos y trinos que antes había interrumpido; fue como si alguien hubiese anunciado: “¡Ah, es el bueno de Nando! ¡No pasa nada!”. Yo no lograba ver a muchos de los componentes de aquel coro de locos porque se encontraban tras el denso telón verde que me rodeaba. Tales imágenes no estarían completas si no contara que vestía solamente el chaleco indio y un bañador, y que calzaba unas sandalias de plástico; o sea que iba tan preparado para la selva como lo hubiese estado para pasear por la Antártida.

Transcurrido aquel lapso de inmovilidad, y sintiéndome más seguro, decidí adentrarse por aquel sendero que, en realidad, casi había desaparecido bajo mis pies. Mi primer conocimiento práctico lo obtuve cuando, al apartar una simple mata que se cruzaba en mi camino, sus grandes hojas me cortaron la piel de la mano, como si fuesen afiladas navajas, provocándome además un dolor de lo más desagradable. “¡Rediós, pero qué agresividad!”, exclamé antes de dar por terminada mi primera experiencia selvática.

De nuevo en el mundo exterior, y después de dejar que mis ojos se acostumbrasen a tanta luz, continué el paseo por la pista forestal, diciéndome que yo era un hijo del asfalto y necesitaba caminos urbanizados. No obstante, pasado un rato, mi orgullo empezó a picarme donde más duele, y me pregunté: “¿Acaso eres un cagueta que se raja a la primera?”.

Al poco vi otra abertura en el muro verde y, dispuesto a tener más cuidado, me introduje por ella. En esta ocasión, el sendero parecía usado frecuentemente y me permitió adentrarme bastante. Además, la espesura era menos cerrada y pude contemplar extraños animales que se apresuraban a desaparecer de escena.

En un momento en que tenía la mirada levantada observando el espectáculo de la naturaleza que se daba por encima de mí, empecé a sentir un doloroso picor en los pies y vi un montón de hormigas enanas que, aparte de trepar por mis piernas, me pegaban mordiscos sanguinarios. “¡Ah, mamá!”, grité dando saltos sin dejar de correr para regresar cuanto antes hacia el exterior.

De vuelta bajo el Sol, me dediqué a exterminar a las pequeñas sádicas que aún corrían por mi dolorido cuerpo, pensando: “Volveré a visitar esta puta selva cuando pongan aceras y alcantarillado”.

Pero poco después, insultado de nuevo por el puntillo orgulloso, y siguiendo la lógica de que a la tercera va la vencida, conseguí mi propósito y di un largo paseo bajo la cúpula verde sin ser lastimado o atacado.

Colaborando en que la excursión terminase bien, un camión me recogió cuando regresé a la pista y me llevó de vuelta a Alter do Châo, evitándome la caminata y la obligada sudada. Continuará.

OBITUARIO – En memoria de Marisa Paredes, la gran dama del cine español.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

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