CON MOCHILA

La crónica cósmica. Los vendedores ambulantes

¿TE TRAZO UNOS TRAZOS? – Sauraha, Chitwán, Nepal. Cuando trato de crear en estos párrafos una acuarela de lo que tengo alrededor, mi galopante y desbocada imaginación la perfila con suaves y delicados trazos de tonos pastel, que mis manos serían incapaces de pintar con un pincel, y que podrían proceder de un lejano pasado.

Aquí, en las calles de Sauraha, priman las silenciosas bicicletas, que siguen siendo el habitual medio de transporte de la mayoría.

Algunos ejemplos: una docena de chicas que se dirigen al instituto en sus bicicletas, visten el uniforme escolar, camisa azul celeste y falda azul marino, provistas de un paraguas para guarecerse, ya sea del sol o de la lluvia. A ellas las sigue el vendedor de pan, bollos y tortas, que de mañanita recorre las calles pedaleando en su triciclo.

Pero no está solo, pues, ya sea en bicicleta o ricchó, también pasan los vendedores ambulantes de todo lo imaginable: desde tiestos a verdura, fruta, empanadillas vegetarianas, pollos, huevos, telas.

Tampoco faltan el colchonero, el zapatero remendón, el ganadero que recolecta la basura orgánica de los restaurantes para alimentar a sus búfalos, o el tipo que con una pala recoge el estiércol de los elefantes domésticos, que habrán cruzado la población marchando, sigilosa, lentamente y en columna, a veces veinte de ellos, hacia el penoso trabajo de cargar turistas sobre la espalda.

Gracias a que Sauraha sigue siendo una fábrica de bebés, también pululan por sus calles críos de todas las edades, y cachorros de diferentes especies que juegan libremente.

Al caer la tarde, estalla una ruidosa cacofonía de grillos que compiten con las ranas, que para no pisarlas me obligaban a mirar donde pongo los pies, sobre todo las enanas, de las que en esta época las hay a miles.

NEPALIDADES – Estos días se celebra la festividad de Dasahin, que en la India se llama Dussehra. Un festejo que dura entre cinco y quince días, dependiendo del lugar. Como todo el mundo quiere pasar esas fiestas con la familia, se calcula que más de trescientas sesenta mil personas van a partir de Katmandú en transporte público. Lógicamente, las estaciones de autobuses se ven abarrotadas por una multitud que lucha por conseguir asiento.

También, lógicamente, ocurren accidentes de tráfico todos los años. Como el minibús que anteayer se despeñó en la carretera de Pokhara; percance en el que murieron la mayoría de pasajeros.

UNAS CIFRAS – El número de muertos que dejaron las recientes inundaciones y avalanchas es, hasta ahora, de 246. Desde el pasado 16 de julio se han dado en Chitwán 1.492 casos de dengue, que en la totalidad del Nepal han sido 12.644. En lo que va de año, ha habido 12.355 excursionistas extranjeros pateándose los senderos de este montañoso país; 150 de ellos lo han hecho diariamente en las rutas del Annapurna desde que ha empezado la temporada turística y darse por terminados los monzones.

En el Nepal crecen más de 500 tipos de orquídea. En Chitwán hay más de 30.000 colmenas de abejas, que producen anualmente 800 toneladas de miel; pero actualmente hay almacenadas 500 toneladas que no hallan una salida comercial.

PASO A PASO – Jericoacoara, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Jericoacoara se hallaba realmente aislada del resto del mundo por aquel desierto de dunas que ningún autobús se atrevía a cruzar. No existía carretera alguna, y la única forma de llegar allí, aparte de la vía marítima, era en un Jeep.

La suave arena lo cubría todo: las calles eran de arena, los patios estaban alfombrados de arena, y, de no barrer asiduamente, el suelo de las viviendas también hubiese sido arenosos.

Con todo ello, la aldea tenía la misma tranquila atmósfera de cualquier oasis. Para alguien que buscara marcha no hubiese sido un buen destino, pero sí lo era para los amantes de la paz y las experiencias místicas; tipo de personal que sabría apreciar la magia del amanecer, con el sol saliendo enrojecido tras el horizonte, o aquel ambiente especial que comporta el aislamiento.

Rasta estaba aprendiendo paulatinamente a gozar del tan sutiles placeres, e igual que yo, se sintió a gusto desde el primer momento en Jericoacoara.

Aquella madrugada, al desembarcar, Rasta y yo habíamos discutido y, para mantener las distancias, nos hospedamos en distintas cabañas. Pero, como en tantas otras ocasiones, la pelea ya había sido olvidada cuando despertamos al mediodía. Entonces, sin dejar de bromear y reír, recorrimos juntos la población investigando cuál podría ser el mejor restaurante o dónde tenían la cerveza más fría.

Por el servicio de playas y baños no tendríamos que preocuparnos, pues la única dificultad estaría en elegir el lugar más favorecido entre tantos y tan delicados rincones, incluida alguna que otra laguna nacida entre las dunas y la playa.

Rizando el rizo, Jericoacoara también nos ofrecía un par de lugares adonde ir a bailar cuando llegaba la noche. En uno de ellos sonaba el ritmo de la samba y otras músicas típicas de Brasil: allí iban los lugareños a bailar la lambada con sus princesas.

El otro centro musical lo había montado un avispado gringo (turista occidental), quien, después de alquilar una simple casa, había convertido la cocina en bar y el comedor en pista de baile. Se llamaba Discoteca Reggae, pues tal era el tipo de música que sonaba continuamente en un simple radiocasete.

Los cubalibres y las caipiriñas estaban buenos y salían a un precio razonable. Los clientes a los que disgustase la sauna que se montaba en el interior podían seguir la fiesta desde afuera, bailando sobre la arena de la calle y bajo las estrellas.

El único problema que ocasionaba el aislamiento de Jericoacoara era la falta de “maconha” (maría). Lástima, pues difícil hubiese sido imaginar sitio mejor para pasarse el día fumándola. Cuando nos cruzamos con una pareja de madrileños que acababa de llegar y todavía tenían algo para fumar, nos pegamos gustosamente a ellos, compartiendo cervezas y partidas de backgammon, además de los porros.

Rasta y yo ya habíamos comprobado que muchos brasileños, aparte de ser simpáticos y suaves, eran unos mentirosos, unos gorreros y unos caraduras de cuidado. Y allí tuvimos un incidente demostrativo de tal talante.

Sucedió un atardecer mientras estábamos sentados en una terraza. El madrileño me pasó un porro del que poco quedaba. En ese momento, un joven de Salvador que se encontraba en Jericoacoara de vacaciones, se abalanzó sobre mí, con una de sus manos me inmovilizó sobre la mesa la mano con que sujetaba el porro, lo agarró con la otra mano y, antes de que los cuatro ibéricos entendiésemos qué sucedía, salió corriendo con su mísero botín.

Nuestras reacciones tuvieron diferentes tonos: la chica empezó a insultar al ladrón que se alejaba por la playa, su novio se cubrió los ojos intentando evitar una cólera creciente, yo solté una carcajada, y Rasta fue en busca del camarero para pedir una tanda de cubalibres que ayudaran a tranquilizar los ánimos. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Supongo que se podrán definir de realistas las películas actuales en las que los actores se pasan la mitad de la trama con el teléfono móvil en la mano. ¿Acaso pretenden auspiciar todavía más el uso de ese aparato, igual que antes lo hacían al fumar continuamente para promocionar el consumo de tabaco?
  • ¿Te crees capaz de comprender los sentimientos de los demás a pesar de hacerte un lío con los tuyos?
  • Sin miedo no hay supervivencia, pero sin valentía no se evoluciona.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

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