La capital camboyana es una de esas ciudades en las que puedes sentarte en la calle y olvidar que estás en una ciudad real. Por momentos, claro. Te acomodas en un bar y de repente Nom Pen deja de lucir como una ciudad para asemejarse a un teatro donde lo que desfila ante tus ojos es tan sorprendente como difícil de asumir. Hay que vivirlo, pero podríamos relatar en una tarde cualquiera lo que podría vislumbrarse.
Aparece un tipo que descansa subido al sillón que ha acoplado en su bicicleta y lee un libro, en mitad de la carretera, mientras un gato maúlla a los que por allí transitan esquivando a motoristas hasta que, por fin, una mujer le echa al felino un trozo de pollo que sorprendentemente saca de un bolsillo como el que echa mano a la cartera.
En lo alto de una terraza una madre baña a su hijo desnudo. El chaval entonces aprovecha para lanzar agua por los aires que acabará mojando un puesto callejero donde un anciano de 90 años ofrece su sonrisa y un té por un cuarto de dólar. Una rata sale de un edificio que luce cochambroso pese a ser una de las sedes del dictatorial Partido Popular camboyano y se sube a un carruaje de los que antaño arrastraban caballos pero que ahora son movidos por motos. Y así podríamos narrar una de las mil estampas del teatro camboyano de Nom Pen.
Algunos turistas despistados comentan que Camboya es un país difícil porque temen intoxicarse si en un descuido sorben algo de agua en la ducha cuando se lavan la cabeza. O por el miedo a que pase un fulano a toda velocidad en una moto y les dé un tirón para robarles ese móvil de última generación que equivale a más de cinco salarios de la mayoría de los camboyanos. Y, qué diablos, Camboya es un país jodido, de eso no hay duda. Pero no para quienes lo visitan, sino para la mayoría que nació en él.
A principios de este mes me senté en una terraza de las tantas que en Nom Pen se posan en mitad de una calzada que se comparte con el tráfico y el caos por igual. Pedí una cerveza por 0,75 centavos de dólar -antes costaban solo medio- y me senté a disfrutar del teatro. No había otros clientes, como suele pasar en casi todos los locales del centro. Y una camarera aburrida se sentó un rato conmigo a contarme su función en el teatro de la vida jemer.
Trabajaba a destajo -cómo no- para enviar dinero a su hijo adolescente con quien por supuesto no vivía. Él estaba en la aldea donde ella nació. Al drama de la pobreza extrema del mundo rural camboyano, la joven tuvo que añadir el sufrimiento de haber nacido con una deformidad que le hizo tener dos pulgares en la mano derecha. Algo que en la Asia más necesitada, sin remilgos para excluir a quienes la sociedad considera que tienen una tara, es un peso extra en la mochila.
Y sin embargo, la camarera al menos había logrado no sucumbir a la marginalidad de Nom Pen que arrastra a tanta gente a dos de las mayores amenazas que existen en la capital camboyana. Me lo dejó claro cuando le comenté que en Tailandia se había legalizado la marihuana.
—Yo no fumo, de eso no quiero saber nada, es letal.
—Bueno, la marihuana no mata a nadie —comenté con mi oxidado punto de vista de occidental acomodado—, por eso ahora puede comprarse en Tailandia.
—Ya te he dicho que no fumo, ni tabaco ni hielo. Se empieza por algo y acabas como casi todos los que están en el mundo de la noche, fumando hielo. Destrozándote la vida.
En Camboya, Tailandia y otros lugares del sureste llaman hielo a la dañina metanfetamina fumada, la misma que en Filipinas llaman shabu y ha llevado a estos países a sufrir varias guerras contra las drogas que ante todo se cobraron inocentes. Lo extravagante de Nom Pen es que, en según qué ambientes, cuando se hable de fumar no se piense en tabaco o marihuana, sino en una de las drogas más dañinas y que sirve para evadirse de la realidad.
El problema de las drogas es tan real que Nom Pen se llenó durante muchísimos años de adictos de todo el mundo que buscaban dosis baratas y fáciles de adquirir. Y entre las clases marginales es dolorosamente común encontrar a gente enganchada a las pipas de hielo.
Eso luego desemboca en el otro gran drama, el sida en un país en el que escasean buenos hospitales y fármacos de calidad. La Viagra falsa a dos dólares la encuentras en cualquier tienda de conveniencia junto a los cruasanes, pero ni en los mejores hospitales es fácil encontrar retrovirales.
La prevalencia de la enfermedad que acecha a los infectados por VIH es en Camboya la mayor en Asia, en parte porque no hay dinero para ofrecer tratamiento a los infectados. Entre quienes ejercen la prostitución hay un 14% de seropositivos, sobre todo porque muchos de los que mercadean con el sexo caen en la espiral destructiva de la drogadicción para soportar la marginalidad y, ante semejante situación, es difícil tomar precauciones. Por eso la camarera veía al hielo fumado como a un diablo.
Y pese a la tristeza que pueda dar esta realidad del antiguo imperio jemer, donde además existen unas terribles desigualdades alentadas por el gobierno dictatorial del ex jemer rojo Hun Sen, quien cercena la prensa libre y aniquila a sus adversarios políticos, Camboya también brilla con mucho más que la luz del sol del sureste asiático.
El teatro callejero de Nom Pen es tan visualmente fascinante como duro puede ser para muchos de los que han nacido en él. Y pese a ello, cuando uno se para a observar la función, la mayoría de sonrisas no están entre los pocos pudientes extranjeros que se han dejado caer por allí. Sino que se dibujan en las caras de los locales que llevan sus vidas de aquella manera en ese escenario de polvo y suciedad que, gracias a ellos, tan bello puede lucir.
Porque la historia reciente de Camboya está cargada de la sangre derramada durante el quizás mayor genocidio del siglo XX, cuando un tercio de la población camboyana fue exterminada por los jemeres rojos. Y en la actualidad la población ha de ser dirigida por un cacique autoritario, heredero de aquella matanza, que ha sumido al país en su pobreza y no le permite avanzar, además de haber vendido el país a precio de saldo a los caciques chinos.
Pero la Camboya de la actualidad también muestra coraje y orgullo en unos ciudadanos con un valor que pocos pueblos tienen. Los descendientes de Angkor saben que viven en un país que el mundo ha olvidado y aun así en cada esquina te topas con gente amable que te da lo que no tiene y comparte un rato contigo a cambio de nada.
No se les escapa a los locales que el mundo les conoce por el parque temático que hay montado en las ruinas de Angkor Wat, y que delincuentes, pederastas y drogodependientes de países ricos han abusado de la permisividad de una Nom Pen que trató de hacer dinero con el mundo del lumpen internacional para combatir su marginalidad. Pese a tan lamentable representación del extranjero, los camboyanos ni siquiera nos miran con recelo.
Es esa mezcla de coraje y sangre derramada que hace tan único al pueblo camboyano. El aura de toda esa gente que ha sufrido y sin embargo es capaz de lucir sonrisa, de reír y de sobrevivir, sobre todo de vivir en un país que tuvo durante mucho tiempo una esperanza de vida realmente pequeña.
Camboya, el vecino sin suerte de Tailandia y Vietnam
De mi primera vez en Camboya hace ya una docena de años, y por aquel entonces yo solía vagar por China o Japón y desconocía el sureste asiático. Aquel primer viaje lo hice por carretera y al ir escaso de efectivo busqué los autobuses más baratos. En uno de ellos iba hacia Battambang y no había espacio para poner la mochila, así que llevaba sobre mis piernas. Era un trayecto de cien kilómetros y ya llevábamos casi cuatro horas. Estaba agotado y bañado en mi sudor al no haber aire acondicionado. Pero el único que sufría era yo.
Se paró por enésima vez el autobús para que entraran varios vendedores ambulantes a ofrecer sus tentempiés para amenizar el trayecto. Y el tipo que estaba al lado mío se pidió una tarántula frita. La agarró con las manos y empezó a desmembrarla y a comerla con ahínco, mientras yo me dije a mí mismo que no volvería a racanear dos dólares en un viaje de bus. Yo lo tenía todo y me encontraba derrotado, y él en cambio gozaba enormemente zampándose al arácnido.
En todo este tiempo las carreteras han mejorado un poco en Camboya y los precios de los autobuses se han doblado. El cielo de Nom Pen ha sido penetrado por decenas de condominios construidos por especuladores chinos a los que prácticamente ningún camboyano de calle puede acceder. Y hasta se erigió a las afueras de la ciudad un centro comercial más propio de Singapur que de un país donde la mayoría vive con menos de diez dólares al día.
El cacique al mando del país, Hun Sen, se pavonea frente a su pueblo y avala el crédito que llega desde China. Mientras, la localidad costera de Sihanoukville ha pasado de ser un bonito enclave de playa para convertirse en un horror de hormigón y casinos para chinos adinerados. Pero de eso no se puede decir nada, ya que la prensa libre ha sido censurada. El dictador favorece a las élites del país y mediante un aparato militar consigue que los resultados electorales no importen: él se mantendrá en el poder pase lo que pase. Y ya son casi 40 años los que lleva al frente del país.
El futuro de los camboyanos es complejo, pero existe. Viven en un país bello y con buenos recursos, de clima tropical y donde el arroz abunda. Pero en el que la sanidad es nefasta y donde el Gobierno lo pone todo difícil. Sin embargo, es gente trabajadora y locuaz. Saben buscarse la vida y salir adelante, llevan décadas combatiendo titanes y aún no los han derrotado. Y quizás por eso es fácil encontrarse en el reino Jemer a tantos extranjeros amantes de un país más difícil para casi todo que Tailandia o Vietnam, pero que posee un encanto único. Sin importarles todos los timos que el de fuera ha de sortear.
Este carisma hace que Camboya luzca como si fuera aquella Tailandia de hace tres o cuatro décadas, cuando la delincuencia era rampante y la pobreza notable, pero dotada de esa belleza virgen de territorio menos explotado y donde no hay cadenas de comida rápida en cada esquina ni las mismas tiendas que en todo el mundo.
Porque Camboya no es ese país que la amplia mayoría de turistas piensa haber visitado cuando se acercaron únicamente a los templos de Angkor, en Siem Reap. Pero tampoco es el salvaje oeste de Nom Pen que sirvió de guarida para tantos delincuentes internacionales.
Camboya es igualmente la nación donde poco más de 15 millones de almas sobreviven cada día con coraje a toda esa sangre derramada durante décadas que ha forjado sus vidas. Uno de esos países que toda persona debería ver al menos una vez en la vida para comprobar cuán dura que puede ser la vida según el lugar donde nazcas, pero lo bella que llega a ser si la intención por vivir es verdadera.
Interesante. Lo volveré a leer….Gracias¡¡¡¡