La crónica cósmica. ¡Abuelo, no sabe la que le espera!

¡QUE VIVA EL HOLI! – Katmandú, Nepal. Empezaré esta crónica preguntando a quién corresponda por qué nos ceñimos a la forma inglesa de palabras indostanas como “Holi” en vez de hacerlo en la forma castellana. ¿Cómo vais a saber si no habláis inglés que “Holi” se pronuncia en realidad “joli”? Y más difícil todavía, ¿que la impronunciable “rickshaw” se pronuncia simplemente “ricchó”? Umm, hacía tiempo que desea hacer esta proclama y me he quedado muy a gusto. ¿Seguimos?

En la India y el Nepal siempre me las arreglo para llegar accidentalmente a algunos lugares cuando se celebran festividades hindúes, como Dussehra (pronunciado Dashera) o Diwali, en las que es difícil hallar alojamiento o transporte. Así me sucedió al ir a Katmandú, en esta ocasión el día en que se celebraba el Holi, fiesta comparable al carnaval en la que los hindúes se desmadran hasta lo indecible.

Sin que yo pudiese imaginarlo entonces, mi “sentencia” quedó fijada cuando entré en el Nepal por tierra el 9 de diciembre y me concedieron un visado de tres meses que se iban a cumplir precisamente en la fecha del Holi.

Tampoco sospeché que fuese así cuando mi agencia de viajes predilecta, la del amigo valenciano, me consiguió un pasaje aéreo para partir de Katmandú el día 8 de marzo. Pero sí que me advirtieron de ello al hacer la reserva del autocar que me trajo desde Sauraha: “¡Abuelo, no sabe la que le espera!”.

Por cierto, que a pesar de haberse terminado al fin la sempiterna ampliación y remodelación de la carretera desde Chitwán a la capital del país, tardamos “solamente” seis horas en recorrer ciento sesenta y tres kilómetros. Al conocerme de sobra esa ruta, pedí un asiento de ventanilla que se encontrase a la izquierda del vehículo, desde la que podría gozar de unos espectaculares paisajes; pero al fin me sentaron en el lado contrario y lo único que vi eran los rocosos acantilados bajo los que circulábamos.

Hará cosa de unos cuatro años, precisamente cuando estaban trabajando en la carretera, hubo una avalancha que enterró a varios autobuses.

Cuando asciendo desde las llanuras del Terai, al alcanzar los mil cuatrocientos metros de altitud de Katmandú y adentrarme en su polucionado valle siempre tengo la sensación de estar metiéndome en una cazuela en la que se esté cocinado un humeante guiso en el que hay más humo que oxígeno. En esta ocasión, ya desde la ventanilla del autocar, vi a los primeros locos pintarrajeados que celebraban eufóricamente el Holi.

Aquí va una aclaración para los neófitos en este tema: en la mañana de tal festividad los hindúes se visten con prendas viejas que acabarán en la basura y se colocan con la crema de maría llamada bhang; luego salen a la calle llevando bolsitas de polvos de distintos colores, supuestamente sagrados, con los que van embadurnando a diestro y siniestro hasta que todos quedan convertidos en una especie de collage que les da un total aspecto de locos.

Los niños usan pistolas de agua, asimismo coloreada. Ellos lo denominan “jugar al Holi”, y yo, aunque lo hice muchas veces en el pasado, no deseaba repetirlo en ésta para evitar presentarme en el aeropuerto con restos de colores en la cara y tener que tirar la ropa que llevaba.

De todos modos, mi experiencia en el tema no me había preparado para el divertido descontrol que reinaba en el centro de Katmandú. Yo quería hospedarme en alguna de las pensiones que hay alrededor de Durbar Square y Freack Street, como hago habitualmente, pero desde el taxi que me llevaba descubrí que la policía había cortado el tráfico rodado en las calles de la parte histórica y que éstas se encontraban completamente abarrotadas por una vociferante multitud entre la que no me apeteció adentrarme con el equipaje al hombro.

Así que le pedí al taxista que me llevase a Thamel, el gueto turístico en el que me siento fuera de sitio y donde los precios son muchos más caros que en el resto de la ciudad.

A pesar de que sólo me había hospedado en ese barrio en una ocasión, durante el confinamiento del COVID cuando la mayoría de hoteles estaban cerrados, y a pesar de mi dificultad para recordar las caras y los nombres, mi fina memoria geográfica me guió directamente por sus serpenteantes callejones hasta el hotelito que andaba buscando: el Himalaya Oasis, que me recomendara el Señor Tolstoi varios años antes.

Normalmente era un sitio tranquilo, pero, de nuevo debido al Holi, ese día estuvo atronando hasta pasada la medianoche con la música en vivo que se interpretaba en un jardín cercano, que me pareció más ruidosa si cabe al venir de la silenciosa Sauraha. La parte positiva estuvo en que pude saborear de nuevo, tras más de medio año, algunos alimentos de mi gusto, como la lechuga, el aguacate y el marisco.

PASO A PASO – Ladakh, norte de la India, verano de 1987. Continúa de la crónica anterior. Y al séptimo día resucité. Después de pasar una semana en posición horizontal, una mañana desperté sintiéndome completamente revivificado y decidí que mi cuerpo ya se había adaptado a la altitud de Leh. Mientras desayunábamos le propuse al punk escocés Neil: “¿Qué te parecería si fuésemos hasta un pueblo en el que, según me ha dicho la simpática Satán, vive una chamana que es un oráculo de primera?”. Mi amigo, que también había recuperado las fuerzas, aceptó encantado y partimos inmediatamente.

Después de cruzar el bazar de Leh, llegamos a la estación de autobuses; pero allí nos comunicaron que el siguiente autobús todavía tardaría varias horas en salir y decidimos hacer el camino a patita atravesando el desierto: aunque había adquirido unos calcetines y unas incómodas sandalias indias tratando de evitar el frío nocturno, durante el día seguía andando descalzo como había hecho durante el último año y no me amilané ante los quince kilómetros que tendríamos que recorrer. 

Fue la prueba definitiva de que volvía a estar en forma y, tras andar varias horas por una infinita llanura desértica, llegamos a nuestro destino cuando el sol alcanzaba su cenit y las piedras del desierto habían pasado de estar frías a estar tan calientes que me obligaban a avanzar pegando brincos. 

La aldea, un pequeño oasis cubierto de verdor que tenía una preciosa laguna, se encontraba totalmente solitaria. El único campesino que vimos nos dijo: “Si buscáis a la chamana, está en aquella casa de allí”. Intrigados, nos dirigimos hacia la vivienda señalada. El silencio que reinaba sobre el polvoriento lugar solamente era roto por una repetitiva salmodia que, cuando nos acercamos a la casa, comprobamos que procedía de allí.

La puerta estaba abierta y entramos sin llamar. Después de cruzar un pequeño vestíbulo, llegamos a una típica y espaciosa cocina ladakhi, en la que nos sorprendió un espectáculo inaudito. La estancia era umbría y solamente estaba iluminada por una lámpara de aceite.

Una anciana, que llevaba docenas de brazaletes y collares y cubría su cabeza con un pañuelo rojo que tenía adheridas varias medallas con imágenes de Buda, entonaba una oración con tonos graves mientras danzaba dando vueltas sobre sí misma. Frente a ella estaba una pareja que sostenía a una mujer un poco mayor de aspecto enfermizo.

De pronto la bruja entró en trance, su voz se tornó aguda, y empezó a tumbar potes y a arrojar cosas por el suelo como si hubiese enloquecido. En aquel momento los otros dos acercaron a la mujer enferma hasta su lado y la chamana, castigándola, pues si estaba enferma era por su propia culpa, empezó a golpearla con un látigo corto al tiempo que la insultaba y regañaba.

Poco después, cuando la penitencia había terminado, los acompañantes levantaron el vestido de la mujer mayor, dejando al descubierto la barriga y el estómago, y la chamana, pegando su boca sobre la piel, chupó la enfermedad y a continuación escupió en una copita metálica una porquería grisácea de aspecto asqueroso. En ese momento la enferma recuperó las fuerzas, se levantó de un salto apartando a sus acompañantes de un empujón, salió corriendo de la cocina y, al llegar al vestíbulo, se desmayó.

Neil y yo, que habíamos observado tan sorprendentes hechos sin abrir la boca, estábamos atónitos. La chamana descubrió entonces nuestra presencia y nos observó inquisitivamente. Reaccionando ante tan inaudita situación, me acerqué a ella, me levanté la camiseta mostrándole el estómago, y ella posó sus arrugados labios sobre la piel para absorber cualquier supuesta enfermedad antes de escupirla en la copa. Por suerte, no me azotó con su látigo.

Mi amigo escocés, al verlo, también se apuntó a la movida para repetir la operación y se levantó la camiseta. Al acabar ritual la chamana puso mala cara porque, al contrario que los anteriores pacientes, le pagamos únicamente unas pocas rupias.

Cuando regresamos al exterior comprobamos que sobre nuestra piel había una fina cicatriz rojiza, parecida a la que dejaría un bisturí. “Igual nos ha dejado sin páncreas”, bromeó el escocés. “O me ha curado mi crónica úlcera duodenal”, añadí yo sin acertar.

Antes de emprender el camino de regreso completamos la peregrinación bañándonos en las aguas heladas de la laguna. La suerte estaba con nosotros y, en cuanto nos pusimos en marcha, apareció en la desértica carretera un camión que se ofreció a llevarnos en la parte trasera junto con una docena de alegres muchachas que se dedicaban a hacer calceta mientras cantaban.

De nuevo en casa, el hermano de Satán nos confirmó la creencia generalizada de los ladakhis en cuestiones sobrenaturales. Dijo que todos llevaban sobre el cuerpo alguna versión asiática del ju-ju africano. Él incluso hacía extrañas ceremonias durante las partidas de backgammon.

Aquel inteligente muchacho, estudiante en el instituto local, nos aseguró convencido: “En una ocasión, durante una conferencia pública del Dalai Lama a la que asistía mucha gente, él advirtió a los guardas de seguridad sobre la presencia de un individuo que llevaba un arma e intentaría matarle. Efectivamente, cuando arrestaron y cachearon al sospechoso, encontraron una pistola en su poder”.

El hermano todavía nos contó otra anécdota más insólita: “En una ocasión en que durante varios días habían estado cayendo unas lluvias torrenciales que causaban grandes daños, el Dalai Lama ordenó que se hiciesen sonar las largas trompetas tibetanas, que habréis visto en los monasterios, y poco después se formó entre las nubes una abertura que primero dejó paso a los rayos solares y después al cielo azul”. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – ¿Desconfía más quien no es de fiar? ¿A qué edad empieza un bebé a ser un niño y un chico se convierte en hombre? ¿El joven está en el prólogo de la vida y el viejo en el epílogo?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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