UN VECINDARIO VARIOPINTO – Langkawi, Malasia. Durante los últimos meses he tenido abandonada mi ficticia Taberna Galáctica a pesar de que se iba llenando de personajes reales, a los que prometo dejar salir a escena en cuanto se tercie. Pero hoy quiero presentaros a algunos individuos, dignos de esa taberna, que residen habitualmente en este plácido barrio, junto a la playa de Cenang, en el que he pasado los últimos meses.
Uno de ellos es un holandés de unos sesenta años y pico que, tras haber permanecido aquí más de una década, ahora se dispone a cambiar de paraje. Sus planes le llevarán a pasar una temporada en Vietnam, antes de ir a Albania, país en el que residen su hija y sus nietos, en un entorno natural rodeado de bosques y lagos.
Me contó que, en Costa Rica, vivió dos experiencias que valieron la pena a pesar de ser bastante chocantes. Una de ellas tuvo que ver con la droga alucinógena ayahuasca que le dieron a beber sin avisarle, como si fuese simplemente una infusión; en un principio se acojonó creyendo que estaba enloqueciendo, pero después gozó de aquel viaje interior que le abrió la mente.
El actor principal de la otra experiencia fue un jaguar con el que se cruzó en la selva sin que le atacase o tan siquiera amenazase, pues se limitó a observarle por unos momentos antes de seguir tranquilamente su camino; cuando contó ese incidente a la gente local, no le creyeron.
Otro vecino de este plácido barrio es un viejo chef suizo, que vivió en diferentes países africanos trabajando en hoteles de lujo. Uno de estos fue el resort Senegambia de Gambia, que se hallaba a pocos kilómetros de la aldea Kerr Serring, en la que yo estuve varios meses en la misma época.
El tercer vecino que os presentaré es un joven checo, rubio y flaco, que, tras salir por primera vez de Europa hace dos años e ir de vacaciones a Tailandia, aterrizó en Langkawi y se hospedó en el resort The Cottage, donde su propietario, el bueno de Wan, le contrató como hombre para todo, desde electricista, a fontanero y carpintero. Y aquí sigue.
También en The Cottage, pero encargándose sobre todo de la limpieza, curra un paquistaní de unos cuarenta años, que se largó de su país porque acabó harto de su dominante hermano mayor. Aunque se siente muy a gusto en Langkawi, añora a su mujer y a sus hijos.
La biografía del siguiente personaje que voy a presentaros serviría de guión para una película de aventuras. Tiene setenta y cinco años, lleva el pelo largo y no le hace ascos al ron ni a la maría. Nació en Noruega, pero emigró a Estados Unidos con sus padres cuando era solamente un crío.
En la adolescencia se juntó con chavales mayores que él y se convirtió en el batería de un grupo de rocanrol. Eran los años sesenta y, por supuesto, probó todo tipo de drogas alucinógenas. A los veintidós años se enroló en el ejército y fue paracaidista; la metralla de una bomba le perforó el cráneo, recibió un disparo en la pierna derecha y una puñalada en el estómago.
Después le dieron una especie de cargo de recadero y volaba continuamente de una país a otro llevando mensajes a las embajadas de Estados Unidos. Se encontraba en el Líbano cuando un grupo terrorista hizo estallar una camioneta cargada de explosivos en el aeropuerto militar y acabó con la vida de quinientos setenta soldados norteamericanos. Pasó cuatro años entre Guatemala y El Salvador.
Después se licenció del ejército con una pensión miserable, pero sale adelante gracias a tener doble nacionalidad, pues también recibe un subsidio del gobierno noruego. Desde entonces ha vivido once años en distintos países de África.
Uno de sus riñones dejó de funcionar mientras estaba en Kenia. Ante la disyuntiva de que se lo amputasen, aceptó servir como conejillo de indias probando un medicamento que sólo se había experimentado en ratones, así salvó el riñón y la vida.
Tuvo cuatro hijos entre distintas mujeres: una canadiense, una norteamericana, una brasileña y una panameña. A algunos de ellos no los ha visto nunca, y tampoco a los nietos que ya le han dado.
El último vecino que os presentaré tiene treinta y seis años, es la amabilidad personificada, está muy moreno como prueba de que ha permanecido muchas horas al sol, luce una larga melena, es muy espiritual y lleva coloridos tatuajes religiosos en los que destaca un Buda que cubre una gran parte de su espalda.
Nació en una familia china de Hong Kong pero, a temprana edad, emigró a Canadá con sus padres. Estudió biología y filosofía y dedicó mucho tiempo al ejercicio físico, que para él es una actividad parecida al yoga. Regresó una temporada Hong Kong, después estuvo viajando por el Sudeste Asiático y ha pasado los últimos tres años en México, donde vivía en la selva contigua a un pueblecito llamado San Pancho, donde la gente le apodaba “el chinito”.
PASO A PASO – Brasil, 1988. Navegando por el río Amazonas en un barco llamado Benjamín. Continúa de la crónica anterior, e iniciaré este capítulo repitiendo el último párrafo de aquélla. Después de dormir la siesta, yo ya estaba frente a la ventanilla del colmado para conseguir una cerveza en cuanto abrieran. Sin embargo, y para mi sorpresa, no me encontraba solo: junto a mí había tres hombres más que habían tenido la misma ocurrencia.
Sin necesidad de palabras, los cuatro sonreímos sabiéndonos colegas del vicio cervecero. Después, con las botellas en la mano, fuimos hasta la mesa comunal y nos sentamos en el banco que había junto a ella. Entonces, una muchacha de cara avispada nos saludó y, después de comprobar con la mirada que era bienvenida, se unió a nosotros diciendo:
“Si me lo permitís, os expondré mi deseo sin rodeos. Desde que me fugué hace unos meses de la casa de mis padres, en Cartagena de Indias, he estado recorriendo Sudamérica dedicada, más que nada, a una vocación literaria que parece crecer y desarrollarse con cada nuevo lugar que conozco. Pero no creáis que mis escritos van de paisajista, pues mi idea es escribir un libro sobre la gente de vida poco convencional que se cruza en mi camino.
Y no sé porqué, pero esta mañana, mientras os observaba, he pensado, ahí van cuatro tipos con mucho que contar. Así que la pregunta es si os atreveríais a confesarle vuestras últimas correrías a esta desconocida colombiana llamada Lupa?”.
Nosotros nos repartimos sonrisas y miradas en silencio hasta que tomó la palabra un hombre de pelo rubio y ralo que cubría su delgada cara con una fina barba y unas gafas:
“Por mí de acuerdo, pero os advierto que terminaré en un santiamén. Me llamo Simón, soy un biólogo inglés y mi locura son las aves. He pasado los dos últimos años en una estación científica británica en la Antártida, dedicado a ellas. Era un lugar en el que vivíamos bajo tierra, “gozábamos” de una noche de seis meses y cobrábamos un buen salario. El alcohol nos lo vendían tirado de precio, pero cualquier otra droga estaba prohibida, y podríamos perder el empleo por fumar un solo porro”.
Simón calló por unos momentos para dar un largo trago a su cerveza Antártica, y al apercibirse de la coincidencia, sonrió diciendo: “Vaya, resulta que estoy tomando la bebida adecuada para este relato”.
A continuación, observando las miradas de sus oyentes, nos explicó: “Por favor, no sintáis lastima por mí como si hubiera pasado estos años exiliado en Siberia, pues en aquel lugar la vida tenía muchos atractivos: el cielo lucía una transparencia extraordinaria, jugar con los pingüinos resultaba de lo más entretenido y, además, durante nuestros ratos libres, nos dedicábamos a correr con las motos de nieve. Ah, sí, antes del Polo Sur estuve domiciliado durante un año en el desierto del Ladakh, al norte de la India, dedicado a estudiar las aves de aquel lugar.
Hace unos pocos meses, terminadas mis tareas laborales en la Antártida, decidí hacer un viaje por Sudamérica dedicándome, por supuesto, a dar una mirada a sus pájaros. Así que aproveché la llegada de un crucero turístico chileno a nuestra estación y, unos días más tarde, desembarcaba en Santiago.
Durante las siguientes semanas estuve viajando por este continente y tomé montones de fotos de pájaros. Lástima que, al final, las imágenes terminaron en la basura cuando, en una pensión, coloqué las películas en el suelo pensando que estarían más frescas, y la mujer de la limpieza…”.
Quienes le escuchábamos soltamos al unísono un lamentoso “¡OH!”, con el que demostrábamos acompañar al británico en su pesar. No obstante, el narrador, quien parecía tener la flema inalterable y tradicional de sus paisanos, concluyó tranquilamente: “Tal pérdida fue la excusa que me animó a repetir el viaje para captar de nuevo los mismos pájaros”.
Deseando más información, Lupa quiso saber: “¿Cómo solucionabas tu vida sexual entre los pingüinos?”. Tal pregunta provocó las sonrisas de los demás porque, aun sin haberlo expresado, nos habíamos planteado la misma cuestión.
“Al principio también me preocupó ese tema, ya que entre los miembros de la estación científica no había ni una sola mujer; pero pronto descubrí que, en aquel lugar, el cuerpo me pedía poca marcha. Fue una reacción parecida a la que tuve en Ladakh, donde los cuatro mil metros de altitud, y el poco oxígeno de la atmósfera, me hicieron sentir como un anciano sin las mínimas ganas de echar un polvo”.
“Yo conozco Ladakh y sé de lo qué hablas”, comenté logrando que los demás me prestaran atención y Lupa me preguntara: “¿Y tú quién eres?”. Continuará.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.