CON MOCHILA

La crónica cósmica. El vecindario es muy folclórico

¡QUÉ FRÍO! – Kanchanaburi, Tailandia. No recuerdo cuántas veces habré venido a Kanchanaburi, la primera fue en 1987, pero nunca había estado en invierno como en la presente ocasión.

Debido a que esta ciudad se halla en una de las comarcas más calurosas de la calurosa Tailandia, y que no es raro que se alcancen los cuarenta grados, me ha maravillado descubrir que ahora, en diciembre y enero, hay unas temperaturas que rozan la perfección: no es preciso usar el ventilador, y por la noche me cubro con una manta ligera.

Al estar los tailandeses acostumbrados a lo que podría denominar verano perenne, se ponen a temblar si el termómetro baja de los veinte grados. Recientemente, cuando el servicio metereológico avisó que venía una ola de aire frío y que de madrugada se alcanzarían durante varios días los diecisiete grados de temperatura mínima, creyeron que morirían congelados.

Aunque esto no ha sido óbice para que, durante el día, haga el calorcito habitual, llegándose a los treinta grados, la gente de Kanchanaburi se ha vestido con ropa de abrigo y a los perros incluso les han puesto unas camisetas, de las que es evidente que se avergüenzan (los perros, no sus amos).

En fin, que si estáis planeando visitar Tailandia, os recomiendo hacerlo en invierno, cuando, en vez de huir del sol, se agradece el calorcito de sus rayos, cuando no hay lluvias como las que inundaron Chiang Mai poco antes de que yo llegase del Nepal a finales de noviembre, y cuando el número de turistas es menor.

Ya que he mencionado a mis amigos los perros, siguen habiendo grupos de ellos por las calles de Kanchanaburi, sobre todo por los descampados de los alrededores, como los prados que se encuentran junto al lago que visito de mañanita, que es el rincón más bonito y desconocido de esta población, donde aparte de la “peligrosa” jauría de perros que me saludan moviendo la cola, nunca encuentro a nadie y mis baterías se recargan al poner los ojos en lugares encantadores como ese.

Por supuesto, también hay algunos perros en el “soi Pakistan”, el estrecho callejón cul-de-sac en el que se encuentra la pensión Sugar Cane, en que me hospedo como he hecho en los últimos años. Pero la población canina se ve sobrepasado de largo por la gatuna, de la que incluso los más pequeñines aprovechan el limitado tráfico rodado para campar a su aire por el callejón gracias a que tiene la anchura de un coche y sólo muy de vez en cuando aparece algún vehículo.

El vecindario es muy folclórico y auténtico, pues la gente vive en locales de una sola planta, con puertas correderas de acordeón, y aunque no sé que aspecto tendrá el interior de las viviendas, por la cantidad de bolsas y trastos que amontonan afuera parecen sufrir el síndrome de Diógenes.

En cuanto a la cabaña A3 en que me alojo habitualmente, la han restaurado porque las cañas de bambú de los tabiques se caían a pedazos y, a pesar de tener mejor aspecto, ha perdido parte de su encanto. Continúa dándole sombra un mango que de vez en cuando bombardea con sus frutos el tejado de zinc de mi cabaña y me pega unos buenos sustos: ¡Boom!

La cabaña A1, que se halla directamente sobre el río Kwai, sigue clausurada e inclinada inestablemente como la Torre de Pisa, colgando sin venirse abajo. Yo fui el último huésped en residir en ella hace ya varios años y, para no trastabillar al saltar de la cama por la mañana, tenía que recordar que el suelo estaba escorado.

Mi predilección por Kanchanaburi, no sólo está auspiciada por los preciosos paisajes, por las espectaculares puestas de sol, por el plácido cauce del río Kwai cubierto de lotos y nenúfares, entre los que nadan los elegantes monitores de agua, y por los precios asequibles a mi bolsillo, sino, sobre todo, por las cuestiones alimenticias.

Entre la vasta variedad de la cocina tailandesa, me gusta especialmente la sopa de fideos “tom yum”, con tocino y verdura. Pero no la de cualquier restaurante, sino la que sirve una familia en un puesto sobre ruedas de la Calle del Pecado (definición propia plagiada de la calle de Sitges a la que en mi juventud dábamos tal apodo), que supera de largo en sabor a la de otros restaurantes.

Mientras ceno allí en una mesita que se halla sobre la calzada, además del placer del paladar, me lo paso en grande contemplando el desfile de paseantes de diferentes nacionalidades y razas, y de motocicletas en las que viajan niños y perros.

Con la ensalada de papaya verde (con cacahuetes, tomates y por supuesto mucho chili), se da un caso parecido. Ninguna que haya probado se puede comparar a la que prepara una señora muy pequeñita (medirá menos de metro y medio), quien me hace un buen descuento en sus módicos precios por ser cliente antiguo.

Completando las diferentes opciones gastronómicas de mi gusto, en el mercado nocturno adquiero unos sabrosos sushi vegetarianos, acompañados de wasabi, que superan de lejos a cualquier otro. Los vende un matrimonio que, igual que la señora pequeñita, también me da el favorable trato reservado a los clientes antiguos.

Otro plato al que me he aficionado recientemente es el “pad thai” con gambas y tofu; el amigo valenciano me lo había recomendado en muchas ocasiones, y se podría decir que me obligó a degustarlo por primera vez cuando lo escogió en el menú del avión al ligarme el tique del vuelo con el que vine desde Katmandú.

PASO A PASO – Alter do Châo, Amazonia, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Durante mi estancia en la “Pousada de Mario” estuve compulsivamente encerrado en mí mismo. Pasé días sin decir más que, “tá bom, tá legal”, gracias a que mis pocas relaciones se limitaban a personajes tan silenciosos como el mono, que parecía formar parte de la familia. Debido a su diminuto tamaño, el simio podía sentarse en mi cabeza, y estaba encantado porque no me cansaba de él.

También dediqué algún rato a los tres hijos de Mario aunque parecían gozar asimismo del silencio, pues su comunicación se limitaba a la mímica de levantar el pulgar en señal aprobatoria, “tá bom, tá legal”.

Aquella soledad me permitió rememorar las semanas brasileñas, y la conclusión fue positiva: “El viaje y la relación con Rasta fueron de puta madre, pero está bien que ya haya terminado”.

Mis recuerdos me trajeron imágenes de la visita que, en Belem, habíamos hecho a una residencia femenina para estudiantes de todas las edades. Sucedió que al cruzar ante el portal escuchamos música y entramos sin que nadie nos invitase. Ya en el interior, nos encontramos metidos en una fiesta rodeados por docenas de sonrientes muchachas. Encantados de la vida, empezamos a bailar provocando la alegría de la concurrencia.
Otro recuerdo me trajo a la amable Ramona. Entre otras virtudes, esa mujer tuvo la de saber mostrarme cómo era yo externamente: mis tics, manías y costumbres. Un bicho raro como yo, lo apreció. A la joven bávara le había encantado el rollo que yo mantenía con los animales, y me explicó: “No es simplemente que te gusten, que les des cariño y juegues con ellos; es que, de alguna manera, los tratas exactamente igual que a las personas, de tú a tú; y ellos, al notarlo y apreciarlo, se relacionan contigo de una forma especial”.

Durante el trayecto de vuelta a Santarem desde Alter do Châo, y gracias a hallarme sentado en la parte frontal del “ônibus”, pude pedir al conductor que detuviese el vehículo cuando, en medio de uno de los puentes de madera que cruzamos sobre uno de tantos ríos, vi una pequeña tortuga. El animalito de hermosos colores parecía inocente y desorientado, pero al disponerme a cogerlo entre mis manos, el brasileño que aguardaba tras el volante me advirtió: “Al loro con ella, porque estas tortugas muerden como demonios. Mejor que, con cuidado, la devuelvas a su hogar en el río”. Pensé que, quizás debido a la dura competición para sobrevivir en aquellas tierras, todo bicho viviente parecía tener unos dientes muy afilados.

Mi paso por Santarem fue meteórico. Al anochecer ya estaba instalando mi hamaca en el barco Ayapuá que partiría aquella noche hacia Manaus. Tal como era habitual, fui el primer pasajero en embarcar y pude escoger un lugar confortable. Al llegar la hora de zarpar, el barco estaba totalmente abarrotado. Al ver que las hamacas se colgaban en diferentes niveles unas sobre las otras, empecé a comprender y aceptar que el abarrotamiento era la forma usual de viajar por el Amazonas.

Tal multitud lograba que el bochorno diurno lo pareciese más y que se recibiesen con agradecimiento las corrientes de aire que, cuánto más nos adentrábamos en la selva, más raramente llegaban. El elevado número de pasajeros también comportaba que hubiese mucha actividad a la hora de servir las comidas: aparte de las colas, se debían apartar equipajes, paquetes y hamacas. Pero tales rutinas, los brasileños las realizaban sin perder jamás la calma, de manera que el buen humor reinaba perennemente a bordo.

Quizás habría podido hartarme la falta de intimidad de no haber tenido la oportunidad de recogerme en cualquier momento dentro de mi hamaca, como un insecto se encierra en su capullo, para olvidarme automáticamente del resto del personal: era un conocimiento que me animaba y preparaba para la parte más larga de aquellos viajes acuáticos que todavía tenía que llegar.

El placer del lento navegar se completaba con las horas que permanecía apoyado en la barandilla del barco observando y absorbiendo el infinito mundo verde, la selva que pasaba ininterrumpidamente frente a mis ojos, y el río, siempre el río, con cientos de golondrinas atracándose de insectos; aunque pocas veces con mariposas, pues aquellas artistas del vuelo lograban evitar la mortal envestida desviándose siempre en el último instante.

Pero el espectáculo no se limitaba al exterior, porque en el mismo barco se daban continuamente los más diversos entretenimientos; como los rápidos murciélagos que conseguían volar sin problemas entre las personas persiguiendo los insectos nocturnos, o un papagayo, quizás pasajero perpetuo de aquel navío, que soltaba chillidos subido a una viga. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – El qué y el cómo: qué distinto es dejar un vicio (beber, fumar, comer porquería, apostar, criticar, juzgar, difamar, mentir, malpensar, etc.) porque te lo ordena tu médico, tu padre o tu pareja, o porque lo decides tú; aunque todavía será más efectivo y determinante si lo haces porque estás simplemente harto del rutinario y enfermizo círculo vicioso en que te hallas.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

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