La crónica cósmica. Ya puedo contaros cuanto sucedió

¡PERO QUÉ LOCURA! – Primera parte. Mi primo Enrique, el que está en Santander, opina que solamente se debería considerar locas a las personas que no son conscientes de las locuras que hacen; pero no así quienes, después de reflexionar acerca de ello, deciden hacer una locura, simplemente porque lo desean y se dicen: “Vamos a ver que pasa” o “A tomar por el culo”.

Yo lo hice muchas veces en el pasado, pues es una forma de mantener vivo al niño que llevo dentro, y cuando me hallaba en Varanasi las circunstancias se confabularon para que volviese a practicar tan excitante juego.

Estaban a punto de cumplirse los tres meses desde mi llegada a la India y, debido a una absurda cláusula en mi visado de cinco años, debía salir del país aunque solamente fuese parar fumarme un bidi. Podría escoger entre distintos destinos de mi gusto, como la población tailandesa de Kanchanaburi o las junglas malayas de Taman Negara; pero al fin me incliné por Sauraha, localidad ubicada en el Distrito de Chitwán, en Nepal, situada junto al río Rapti y el Parque Nacional de Chitwán, donde he pasado más tiempo durante la última década.

Llegados aquí os aclararé que, a través de los años, y tras recorrer miles de kilómetros en “local bus”, me había prometido viajar de manera más cómoda, que estuviese más acorde con el vetusto cuerpo de un septuagenario como yo. Así que pensé en volar de Varanasi a Katmandú y, desde allí, descender a Chitwán en un pequeño avión de hélices que hace el recorrido de ciento sesenta y dos kilómetros en menos de treinta minutos, lo que en un autocar turístico dura unas siete horas (en Google dicen que son sólo cuatro horas, pero, a menos que recientemente hayan cambiado mucho las cosas, ni, ni, ni, ni).

Sin embargo, al echar un vistazo a las compañías aéreas que conectaban Varanasi con Katmandú descubrí que, en vez de ir directamente a la capital nepalesa en cuarenta y cinco minutos como sucedía antes, todas realizaban una escala (supongo que en Delhi) y la movida se alargaba hasta las siete horas. A ello se le sumaba que debería pernoctar en Katmandú y, al día siguiente, pasar varias horas más en su impresentable aeropuerto.

Al considerar tanta complicación pensé hacer aquel trayecto por tierra.

Al saber por experiencia lo que me proponía, opiné que el calificativo de locura era totalmente acertado; pero también me dije que, debido a mi edad, quizás fuera la última vez que me metiese en un berenjenal como ese y que valdría la pena comprobar cómo lo resistía. Y ahora, después de esta típica parrafada parecida a un prólogo, ya puedo contaros cuanto sucedió.

EL VIAJE – Me dirigí a la estación de autobuses de Varanasi en un ricchó, porque habitualmente prefiero usar ese plácido y silencioso medio de transporte que no poluciona el aire. También es de mi gusto ayudar económicamente a esos sufridos hombres a los que el hampón de turno alquila el ciclo-taxi con el que se ganan las rupias para poder sobrevivir un día más; y colaboré en el juego aceptando el exagerado precio de trescientas rupias que me pidió el esmirriado “ricchó-wala” que me llevó.

En las estaciones de autobuses de la India (y del Nepal o de Turquía por poner unos casos) hay un servicio de información que no existe en occidente: cuando llegas a ellas y, por supuesto, vas perdido entre docenas de vehículos y mogollón de gente, se plantan frente a ti unos hombres que te preguntan adónde deseas ir y te indican cuál es tu autobús.

Quizás sean chóferes, mecánicos o revisores que están tomando un chai en sus momentos de descanso, pero te ayudan voluntariamente sin que haya en ello el menor interés económico. Otra peculiaridad de esas estaciones de autobuses orientales es que, prácticamente siempre, la información incluye la advertencia: “¡Pero apresúrese porque su autobús ya está a punto de partir!”.

¡Ja, cuántas veces habré subido en un autobús que ya se estaba poniendo en marcha! En este caso también sucedió así y el mío arrancó en cuanto hube tomado el mejor asiento: al frente y junto al chófer.

Mi primer destino de camino a la frontera del Nepal era la ciudad de Gorahkpur, que se hallaba a doscientos veinticuatro kilómetros. Se suponía que tardaríamos cinco horas en llegar, pero al fin fueron ocho porque, aparte de detenernos continuamente para recoger pasajeros, el autobús tuvo una avería y me vi obligado a buscarme la vida en medio de la carretera, con el equipaje al hombro.

El autobús que me recogió luego no parecía tener amortiguadores y, confabulándose con el mal estado del asfalto, tuve todo el rato la sensación de encontrarme en una batidora. En la ruta hubo algunos ratos guapos, pues pasamos por auténticos túneles verdes a los que habían dado forma los vehículos.

Locuras indias: circulamos un rato por una autopista en dirección contraria, y también lo hicimos de la misma forma por la avenida de una ciudad que cruzamos. Para que no faltase nada, al atardecer nos vimos metidos en un atasco que duró una eternidad.

Al ver el retraso que llevábamos decidí pasar la noche en Gorakhpur y continuar mi peregrinación al día siguiente. Hice la genialidad de hospedarme en una pensión (que casualmente se llamaba Sun Rise como la de Varanasi) que estaba frente a la parada de los buses, pero también de la ajetreada estación de los ferrocarriles.

Ya en la cama, me reí de la increíble cacofonía que acompañaría mis sueños, en la que los cláxones de los autobuses, los coches y las motocicletas competían con los de los trenes, largos y sonoros.

Una prueba de mi control mental es que conseguí hacer abstracción de aquel barullo y dormí plácidamente hasta que, de madrugada, desperté extrañado porque no se oía el menor ruido.

De mañanita tomé un autobús hacia mi siguiente destino, la ciudad de Sonauli que se halla partida por la frontera, con una parte de ella en la India y la otra en el Nepal. La distancia era de cien kilómetros, y cumplimos con el pronóstico al recorrerlos en tres horas a pesar del tiempo que el revisor dedicó a introducir nuevos pasajeros cuando ya habrías apostado que sería imposible: es un a práctica habitual y se logra obligando a quienes están apretujados de pie a moverse un palmo hacia aquí y un poco más hacia allá como si se encajase un rompecabezas.

Yo, felizmente sentado junto a una ventanilla, compadecía a todo aquel personal y admiraba su resistencia, la resistencia que tienen todos los habitantes del Tercer Mundo. Umm, yo también me puedo felicitar por mi resistencia, porque esas correrías son realmente agotadoras.

¡Ay, ay, ay, pero con qué palique me he levantado hoy! Y como al relato de este viaje aún le queda cuerda para rato, si os parece bien (y si no también) dejaré el resto para la próxima crónica.

PASO A PASO – Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, primavera de 1987. Continúa de la crónica anterior. Érase una vez en que yo intentaba inútilmente conciliar el sueño en la Casa de Huéspedes Cruz Verde de Santa Cruz. En el reloj de una parroquia cercana habían dado las dos y media de la noche.

A través del cristal roto de la ventana entraban en mi habitación las risas y comentarios de quienes jugaban a cartas en el vestíbulo de la que seguramente sería la pensión más barata y vieja del barrio antiguo. Era una casa de estilo colonial, con los suelos, los techos, las escaleras y los balcones de madera de color verde, situada en una callejuela muy tranquila.

Me había parecido de maravilla que el propietario tuviese instalada una barbería en el vestíbulo. No me había preocupado que la única ventana de mi habitación fuese interior y diese al hueco de una escalera que, con el paso de cada huésped, soltaba docenas de chirridos. Tampoco me había quejado por las deterioradas condiciones del colchón y el somier de la cama.

No obstante, todo tenía un límite, y la sonora timba que el propietario y sus amigos jugaban abajo terminó por sacarme suficientemente de quicio como para que, al fin, me levantara y, tras asomarme por la barandilla que daba al vestíbulo, preguntara a un grupo de viejos si la fiesta duraría todavía mucho rato. Tras sorprenderse de mi poca tolerancia, continuaron con la partida como si nada, mientras el barbero se limitaba a comentar: “Cristiano, si se fuma usted un porro dormirá como los angelitos”.

Aquella tarde había estado tomando unas cervezas en el bar Espacio 4 y, de paso, había ligado un buen polen de Ketama. Después de pensarlo un momento decidí seguir el consejo del viejo chicharrero y lie un porro que fumé en la azotea.

Hacía ya tres días que corría por Santa Cruz y me sentaba de maravilla gozar de la plácida atmósfera de esa ciudad, de sus encantos y diversiones y, por supuesto, de la comida. También estaba hambriento de cultura y había visto dos películas de cinco estrellas, Hanna y sus Hermanas e Hijos de un Dios Menor. Además, había comprado y empezado la novela Mujeres Enamoradas de uno de mis escritores predilectos, el señor D. H. Lawrence.

Dejé vagar la mirada por los tejados del barrio y pensé en el tiempo que acababa de pasar en Gambia. La oscura y encapotada noche me permitió visualizar en el espacio, como una película, aquella aldea llamada Kerr Seringg que había sido mi hogar durante los últimos meses. Vi a sus amables habitantes, limpios, suaves y educados, a las vacas, los asnos y las cabras y a los pájaros de exóticos colores, pero también a las moscas, y casi pude sentir el tórrido calor. Sonreí al recordar a Jah asegurando: “Dios es el mejor”.

También visualicé a Jadi acariciándose las tetas bajo su vestido al mismo tiempo que observaba mis extrañas orejas de elfo y comentaba: “En tu tribu os cortan las orejas de una forma muy atractiva”.

Pensando en regresar a la cama, eché una última mirada a los tejados de Santa Cruz y filosofé diciéndome: “Doy gracias a quién corresponda porque la experiencia de Kerr Seringg ha sido maravillosa. No obstante, está claro que, de haberme visto obligado a permanecer allí, habría enloquecido”.

Me dormí recordando los nombres de mis amigos de Gambia: Sajo, Ismaíla, Kaddy, Lamín, Aji, Saligu, Mariamma, Ton, Kebra, Jalisela, Kansu, Fatou, Ebrima, Sukai, Alhajie, Adam, Pa, Sorrie, Haddy, Ousarán, Rohen, Saihou, Ida, Jususpha, Kanjo, Bakary, Dodou, Jarría, Madi, Nyoritta, Sunkary, Mosses, Tumnouhu, Mame, Daoda, Beneit, Nata, Ensa. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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