EL SILENCIO – Uttarakhand, India. Érase una vez en que un paisano vino a visitarme en la aldea de la Selva Negra alemana en la que yo vivía. Por la mañana le pregunté si había dormido bien y respondió que, al estar acostumbrado al barullo constante de la ciudad, le había costado conciliar el sueño, debido precisamente al silencio que reinaba en aquel lugar.
A mí me sucedió algo similar cuando mis anfitriones de esta casa en que me hospedo de la Colinas Kumaon, se fueron temporalmente a Delhi; pues también habían llevado su precioso y simpático perro al domicilio de un amigo, y, al estar habituado a oír todas las madrugadas los sonoros ladridos de ese perro, tuve dificultades para dormir.
Ya sea para bien o para mal, qué gran poder de adaptación tenemos los humanos, ¿verdad?
En este lugar me he acostumbrado al estallido de los frutos de maracuyá al caer del emparrado que cubre el jardín, de los que a diario como una buena cantidad simplemente recolectándolos del suelo. En la población tailandesa de Kanchanaburi se daba un caso similar con los mangos que de vez en cuando me sobresaltaban al caer sobre el tejado de zinc de mi cabaña.
Todavía peor fue en cierto lugar de Malasia, donde caían unos ruidosos cocos: ¡BOOM! Ya que menciono las frutas, añadiré que mi dieta en este domicilio, además de los maracuyá, incluye melones, sandías, fresas, mangos, papayas, plátanos y una fruta llamada amla, también conocida como amalaki o grosella espinosa de la India, que se usa en la medicina tradicional ayurvédica.
Al ser yo un adicto a la leche, me felicito al poder beber la que me trae un vecino tras ordeñar a una vaca que se pasa felizmente las jornadas pastando por el campo.
Otro dato que, desde mi punto de vista define mi actual residencia, es el perfume de diferentes flores que flota en el ambiente, sobre todo por la noche, como el de un árbol llamado “Orange Jasmine” cuya fragancia me embelesa.
Nunca dejan de asombrarme las tradiciones indias. Un buen ejemplo de ello está en que la gente, sea cual sea su edad, nunca fuma delante de sus padres, pero tampoco lo hace en presencia de un amigo de ellos.
El hombre de unos cincuenta años que me prepara el chai del desayuno, por el que sigue cobrándome diez rupias desde hace muchos años (euro: 100 rupias indias), todas las mañanas lía un porrito con un bidi, que me invita a compartir; pero ayer, mientras fumábamos, me entregó apresuradamente el bidi al ver venir de lejos a su madre.
Es un tipo guapote, como lo son asimismo su esposa, su hijo y su hija. También es un buen hombre, algo que demuestra al alimentar a una perra callejera que ha parido cuatro cachorros en una chabola abandonada que hay frente a su establecimiento.
A veces, mientras estoy tomando el chai, se marcha con su coche para hacer algunas compras en el comercio de mi amigo Govinda, que se encuentra a un par de kilómetros, descendiendo por la carretera forestal que lleva a los lagos. En tales casos, deja a su perrito atado al tronco de un arbusto que hay junto a un terraplén, que cae abruptamente un par de metros.
En una ocasión, el perrito, que es tonto como todos los que permanecen atados la mayor parte del tiempo, resbaló por la pendiente y se quedó colgando lastimosamente por el cuello. Yo, que estaba de espaldas, no me enteré del peligro que corría hasta que me avisó un chico del vecindario que lo vio desde su casa. Entonces corrí hacia allí y le salvé antes de que terminase muriendo ahorcado.
¡Qué a gusto se queda uno cuando hace buenas obras, ¿verdad?!
Otra tradición hindú. Al lado de esa cafetería donde tomo el chai matinal, vive un taxista que adquirió recientemente un nuevo automóvil. Como habitualmente se hace en tales ocasiones, decoraron el vehículo con flores y cintas de colores. Luego, toda la familia, vistiendo sus mejores galas, se subió al nuevo auto y se dirigió al templo para realizar la pertinente ceremonia religiosa.
Este rincón de las Colinas Kumaon pasará a la historia por haber sido el primer lugar en que los británicos plantaron té tras lograr extraer de la China algunas sus semillas. Sin embargo, al ser esta una zona habitada por brahmanes, casta muy fina que no realizaba tareas manuales, tuvieron que traer también labriegos chinos.
Éstos campesinos advirtieron a los británicos que ni la tierra ni las condiciones atmosféricas de estas colinas eran apropiadas para el té. Tras varios ciclos de fracaso, trasladaron los cultivos de té a Darjeeling. Por estos alrededores, aún viven algunos descendientes de aquellos chinos; así como también hay plantas de té que, tras dejarlas a su aire, se han convertido en sólidos arbustos.
PASO A PASO – Cañón del Colca, Perú, otoño de 1988. Continúa de la crónica anterior. Al despuntar el alba, el británico Simon y un servidor nos dirigimos a la plaza de Cabanaconde para coger el mismo autobús que nos trajera desde Arequipa el día anterior. Nos apeamos después de recorrer los pocos kilómetros que distaba “La Cruz del Cóndor”.
En cuanto hubimos descendido del vehículo y éste desapareció tras la primera curva levantando polvareda, se hizo patente que tanto la soledad como el entorno de aquel lugar eran impresionantes, y el silencio, absoluto. Actualmente hay allí un mirador, con el pertinente aparcamiento para los taxis, pero entonces, en aquellos lejanos tiempos, no había más que la espectacular naturaleza. Simon evitó hacer algún comentario para que yo gozara plenamente de aquellos momentos.
En el punto donde nos encontrábamos tan solo empezaba a clarear, pero los rayos del sol ya caían sobre la cumbre de la montaña Mismi, de casi de seis mil metros altura que teníamos delante.
Sus empinadas laderas descendían en picado los cuatro mil ciento sesenta metros de profundidad que tiene allí el “Cañón del Colca”, considerado entonces el más hondo de la Tierra. Al fondo, junto al río del mismo nombre, se veía alguna casa que, debido a la distancia, no superaba el tamaño de la uña de mi dedo meñique.
Siempre en silencio, y dedicados a una profunda ceremonia de observación por sabernos en un lugar muy especial, Simon y yo esperamos pacientemente la llegada del sol y del espectáculo que ésta comportaría.
Cuando al fin sucedió, y los rayos solares descendieron por el cañón calentando el aire, allá abajo, muy lejos, hizo acto de presencia un pajarito, al que poco después se juntó otro, y otro, y otro, hasta llegar a siete. Eran pájaros que no volaban, sino que, manteniendo simplemente sus alas extendidas en el aire caliente, daban vueltas y más vueltas dejando que la corriente térmica se encargase de una ascensión que, de otra manera, hubiese sido más dificultosa.
Tal como iba amaneciendo, y los lejanos pájaros se elevaban aupados por las térmicas acercándose a los dos humanos, su tamaño también parecía aumentar. Mucho más tarde, “los pajaritos” alcanzaron la cumbre del cañón y la cruz que llevaba su nombre, y frente a nosotros, muy cerca, pasaron siete majestuosos cóndores, dándonos una rápida mirada antes de continuar subiendo para desaparecer después en busca de comida.
De nuevo a solas, ya bajo uno sol achicharrante, pregunté a Simon: “Este es el pájaro más grande del planeta, ¿verdad?”.
El biólogo, apasionado de las aves, me corrigió explicándome: “El cóndor es el pájaro más pesado, pero no el más grande, pues los extremos de sus alas no llegan a medir más que dos metros y ochenta centímetros, mientras que el albatros alcanza los tres metros y medio”.
Mi guía no me había advertido que planeaba pasar todo el día junto a “La Cruz del Cóndor”, ni me había dicho que acarreaba un termo con mate de coca y unos bocadillos. En cuanto los grandes pájaros hubieron desaparecido en las alturas, desayunamos y fumamos unos cigarrillos Premier, dejando que el tiempo transcurriese mientras absorbíamos aquel imponente entorno.
Después de contemplar la profundidad del cañón y maravillarme con la altura de la montaña que lo formaba, le confesé a Simon: “Me encanta el complejo de hormiga que siento cuando me hallo frente a estos impresionantes poderes de la naturaleza. Es como si recibiese una lección de humildad; pero, al mismo tiempo, una lección de sabiduría al obtener el conocimiento comprendido de lo pequeño que soy. Solo un gusano con piernas perdido en un planeta diminuto”.
Cerca del mediodía, aparecieron unos los vencejos que lucían franjas blancas sobre el negro habitual. Volaban a gran velocidad, y parecían jugar a ver cual pasaba lo más cerca posible de nosotros; juego que nos permitía escuchar el sonido que producían al cortar el aire.
De nuevo, Simon tuvo algo interesante que explicar: “Estos pájaros alcanzan hasta los ciento ochenta kilómetros por hora, y quizás hayan ascendido desde Arequipa en busca de comida, adonde regresarán por la tarde. ¿Me creerás si te digo que, tras abandonar el nido materno, los vencejos permanecen los dos siguientes años en el aire sin posarse en una rama o tocar el suelo?”.
¿Nunca dejan de volar?”, le pregunté con incredulidad. “Efectivamente˝, me respondió. ˝Vuelan continuamente. Si han nacido, pongamos por caso, en mi país, al llegar el otoño cruzarán el Canal de la Mancha, Francia y la Península Ibérica para ir a pasar el invierno en África. Y siempre volando, regresarán en primavera. El mismo viaje que harán el año siguiente. Tocarán tierra cuando hayan cumplido los dos años y deseen preparar el nido donde nacerán sus polluelos”.
Mi siguiente pregunta era obligada: “¿Pero…, cómo duermen?”. Y mi amigo me contó: “Duermen volando. Si los observas al atardecer, verás a las bandadas de vencejos tomando altura y más altura hasta perderse de vista. Allí se mantienen toda la noche planeando y durmiendo, sueño del que, a veces, saldrán para ascender de nuevo”.
Sobre la una de la tarde vimos venir un par de taxis, y Simon me explicó: “Ahora llegan los turistas desde Arequipa que han madrugado y pasado un montón de horas dando saltos por estos endemoniados caminos, además de pagar sus buenos intis para, después de esperar una hora, regresar casi siempre sin haber visto a los cóndores”.
“Es el sino del turista”, opiné yo, “la sufrida casta de la que se alimentan muchas alimañas”.
“Los turistas”, dijo Simon, “son como los herbívoros de las sabanas africanas que, gracias a su gran número, sirven de sustento a todos los depredadores”.
Después de permanecer un buen rato esperando inútilmente la aparición de los grandes pájaros, los turistas regresaron hacia Arequipa dejándonos de nuevo a solas, y permanecimos en la “Cruz del Cóndor” hasta que el sol se puso y los cóndores regresaron a sus nidos descendiendo por el profundo cañón.
Entonces llegó el autobús que subía desde Arequipa. Lo tomamos para volver a Cabanaconde llevando en nuestro interior una alegría muy especial y, sobre la piel, unas quemaduras de mucho cuidado.
Mientras cenábamos, Simón comentó: “Los cóndores han vivido allí desde tiempos inmemoriales, pues incluso las crónicas de los incas hablaban de su presencia”. Continuará.
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Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
Arvind says:
Some facts were not known to me about kumaun tea was planted before darjeeling