YO ME ASOMBRO, TÚ TE ASOMBRAS, ÉL Y ELLA SE ASOMBRAN – Kanchanaburi, Tailandia. La expresión, “había visto de todo”, da a entender que determinada persona ya no se asombra por nada. En mi caso, gracias a los kilómetros recorridos durante el montón de años que he vivido (¡viejo, reviejo!), he visto de todo; pero espero seguir hallando razones para asombrarme hasta el mismo día de mi muerte.
En mi pueblo dicen que nunca te acostarás sin aprender algo más. Mi amigo ruso Yan asegura que nunca te acostarás sin cagarla una vez más. Yo lo completo añadiendo que, con suerte y dedicación, nunca te acostarás sin asombrarte una vez más.
Valga aclarar que no me estoy refiriendo a unos asombros mayúsculos, como encontrar un banquero altruista o un político de extrema derecha que sea tolerante, sino a los pequeños asombros. Aquí van unos ejemplos de diferentes hechos que me asombraron.
Tomé un tuk-tuk (triciclo taxi tailandés) y el conductor, no solamente demostró ser un kamikaze pasándose varios semáforos en rojo, sino que también cruzó las vías del tren cuando las barreras estaban bajadas.
Fumo la maría local llamada “thai sticks” porque es natural y barata: 50 bahts el gramo, mientras que la más cara puede llegar a costar 900 bahts (euro: 35 bahts). Además es floja y sólo me entero de que voy colocado cuando salgo a la calle.
Siento compasión por los empleados de los mercados 7-Eleven que han de oír continuamente la estúpida musiquita que suena cada vez que se abre o cierra la puerta. Ayer estuve en uno en que sus sádicos directivos han multiplicado ese martirio añadiéndole a esa musiquita la voz de una chica gritando: “¡Hola, sed bienvenidos!”.
En otra crónica os mencionaba los tres pequeños restaurantes en los que como aquí en Kanchanaburi. El día de mi llegada descubrí que, en todos ellos, practican una silenciosa ceremonia de bienvenida sirviéndome una ración mucho más copiosa de lo habitual.
En un comercio había un cartel en el que constaba: “Aquí se vende tabaco dañino y adictivo”.
Adiviné que eran unos turistas indios porque la mujer cargaba con todo el pesado equipaje mientras su marido se rascaba la barriga.
Supuse que una joven pareja europea eran trotamundos porque se hospedaron varias semanas en la pensión Sugar Cane y sus actividades fueron parecidas a las mías: escribir, leer y contemplar la puesta de sol sin llevar a cabo lo que denomino actividades turísticas.
En esta misma pensión, Sugar Cane, en la primavera del año anterior tuve una buena sorpresa al encontrarme con un paisano mío al que no había visto desde hacía treinta años cuando me dio cobijo en su casa de Formentera, isla de la que es hijo adoptivo.
Al cruzar todas las mañanas el puente sobre el río Kwai, veo muchos pájaros de distintas razas que, aposentados en los cables telefónicos, se calientan con los primeros rayos del sol. Estos días, entre ellos, hay docenas de golondrinas que, a pesar de tener espacio de sobra, se apretujan unas contra otras. Lo más gracioso es que habrá un grupo de ellas que estén mirando al sol, mientras que otros permanecen de espalda, pero manteniendo las distancias con los anteriores.
Y ya que hablo de pájaros, en el lago de Mae Hong Son, todos los días aparecía un motociclista acarreando dos grandes pájaros enjaulados, a los que dejaba volar un rato libremente. Después los llamaba haciendo sonar un pito y las dos aves regresaban obedientemente.
También en Mae Hong Son, y durante uno de mis paseos por el bosque, descubrí dos camiones y una motocicleta vintage de los bomberos que estaban abandonados y cubiertos de hojarasca a pesar de que hubiesen sido dignos de un museo.
También me asombra la miserable memoria que tengo para las caras de las personas, mientras que, por el contrario, recuerdo perfectamente los lugares, las calles y demás emplazamientos de poblaciones como Mae Hong Son, donde sólo había estado muchos años antes.
De la misma forma que me asquean los perfumes “modelnos” que usa la gente, me encanta la agradable fragancia de la tierra cuando riegan el jardín de la Sugar Cane al atardecer.
Me alegra observar a los tailandeses cuando ríen, pues lo hacen con una naturalidad infantil. Los ojos asiáticos parecen estar diseñados para sonreír, mientras que los rostros, sobre todo en el Sudeste Asiático, son parecidos a la luna y no tienen prácticamente perfil. Recuerdo que el tercero de mis hermanos tuvo una novia a la que apodaba precisamente cara de luna. ¡Qué sadismo demostramos, sobre todo en la juventud, al dar apodos crueles a las personas que nos rodean!
Normalmente me desagrada la decoración de los lugares públicos; pero en Mae Hong Son cenaba en un restaurante muy bonito, frente al lago, llamado simplemente “Coffee Bar”. Había sido construido con madera y mucho amor. Allí vivían dos gatos, uno blanco y el otro, negro. A pesar de compartir la residencia, sus vidas no podrían ser más distintas, pues al blanco, que sería de raza fina, lo mantenían atado a una correa de un par de metros, mientras que el negro tenía libertad de movimientos y recorrería diariamente todo el barrio.
Alta seguridad: el guarda que controlaba supuestamente los equipajes que pasaban por la máquina de rayos X en el aeropuerto de Katmandú, cumplía, o mejor dicho, incumplía sus obligaciones laborales manteniendo la mirada atenta a su móvil.
Cerraré esta asombrosa sección dedicada al asombro preguntando si la IA y los robots tienen la habilidad de asombrarse.
PASO A PASO – Manaus, Río Negro, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Por la mañana, cargando el mínimo equipaje después de dejar el resto en la Pensâo Sulista, descendí hasta el puerto y embarqué en una lancha, pilotada por un chico llamado Aguinaldo, con la que, durante aquel día, viajaría acompañado de una joven pareja alemana.
Como primer destino de aquella jornada puramente turística, descendimos por el Río Negro hasta su confluencia con el Amazonas para ver el famoso “Encontro do Aguas”: lugar donde las oscuras aguas de aquél se juntaban con las de color canela de éste, pero no se mezclaban, y marchaban durante un buen trecho las unas al lado de las otras.
Después la lancha, en su ruta hacia la selva, rehizo el camino de venida para sobrepasar Manaus. Fue un trayecto largo y casi aburrido, que Aguinaldo intentó animar preparando unas caipirinhas mañaneras.
Deseando apartarme de la joven pareja alemana, de sus poses amaneradas y sus conversaciones superficiales, me ofrecí a tomar el sitio del timonel, y el brasileño aceptó encantado después de señalarme la ruta a seguir. Alegremente colocado por el porro que había fumado y las copas que Aguinaldo me iba trayendo, pasé las siguientes horas sintiéndome como un auténtico marinero de agua dulce, y me negué a soltar el timón de la lancha mientras nos alejábamos de Manaus ascendiendo por el poderoso Río Negro.
Cuando navegábamos por una parte en que la anchura del cauce no mediría más de dos kilómetros, Aguinaldo me explicó: “Siempre había oído que aquí el río tenía una profundidad exagerada. Un día, decidido a comprobarlo, vine con una plomada y empecé a soltar hilo. Al acabar con los primeros cien metros le añadí otros cincuenta, pero éstos también se terminaron sin que hubiese alcanzado el fondo”.
Por la tarde, después de que yo fuese relevado de mi improvisada tarea, la lancha dejó la corriente principal del río y nos adentramos literalmente en la selva. Entonces entendí mejor la orografía de aquel mundo acuático en el que las aguas cubrían grandes extensiones de bosque, por las que la pequeña embarcación se movía entre unos árboles que solamente mostraban las copas.
Nuestro destino era un vetusto hotel flotante de madera, de unos doce metros de manga y unos treinta de eslora, que estaba fondeado en una tranquila y solitaria ensenada rodeada por el “mato”. En cada una de sus dos plantas tenía siete cabinas a cada lado, que se comunicaban por un amplio y tétrico corredor central. En un extremo se encontraba el comedor junto a la cocina, y en el otro, un porche con hamacas y mesas. Los restos de las instalaciones eléctricas y de aire acondicionado inutilizadas hablaban de tiempos mejores.
Esa atmósfera decadente fue de mi agrado. Además estuve encantado al instalarme en una cabina que se caía a pedazos y descubrir que disponía de una puerta exterior, que daba a la pasarela y a la laguna. Al comprobar que el baño también estaba inutilizado, pensé que sería perfecto para darme un remojón al salir de la cama.
Ni tan solo cambiaría de idea cuando, al reunirme en el porche posterior con la pareja alemana y Aguinaldo, éste, mostrándonos la piel de una anaconda de seis metros que colgaba del muro, nos contó: “Esta serpiente subió una noche a bordo dispuesta a comerse a estos dos papagayos”. Los grandes pájaros, sentados sobre una viga, uno azul y el otro rojo, soltaron unos graznidos como si quisiesen corroborar la historia. “Afortunadamente llegamos a tiempo y entre el cocinero y yo acabamos con ella”.
“¿O sea que en estas aguas viven serpientes?”, le preguntó la chica alemana excitada. “Serpientes, pirañas y cincuenta depredadores más”.
“¿Pirañas?”.
“Sí, y a éstas podríamos ir a darles un toque con las cañas a ver si pescamos alguna”.
Poco después embarcamos en una piragua, y Aguinaldo, tomando el remo, nos llevó hasta otra laguna vecina, donde nos mostró la caña que usaríamos para pescar: “Como podéis ver, es de lo más normal, pero no el hilo, el cual es metálico para evitar que las pirañas lo corten con sus afilados dientes. Generalmente, si uno va de pesca, guarda silencio y echa el anzuelo intentando armar poco barullo; sin embargo con las tragonas pirañas el sistema a seguir es totalmente distinto”.
Entonces Aguinaldo empezó a golpear el agua con la caña y solamente arrojó el anzuelo después de anunciar su presencia a todo bicho viviente. “Ahora mismo, las pirañas que haya por los alrededores ya andarán buscando a la víctima que suponen habrá caído al agua”.
Unos momentos más tarde picaba la primera. El experimentado Aguinaldo la extrajo del agua, y a continuación, con mucho cuidado, sin soltar el anzuelo y mientras el pez daba coletazos, dejó que cayera bajo un doble fondo que la piragua tenía para tal propósito. Diez minutos después apartó la tabla que cubría a la piraña y la remató machacándole la cabeza con el mango del machete que llevaba colgado del cinto.
Seguidamente, siempre con muchas precauciones, sacó el anzuelo y nos mostró la presa. Era un pez de formas redondas, de un palmo y medio de diámetro, en el que destacaba el tamaño de su boca.
Aguinaldo nos aportó un poco más de información: “Hay varios tipos de pirañas, y éste quizás sea el de mayor tamaño. En cuanto a su mala fama, en muchas ocasiones es infundada, pues solamente se vuelven realmente peligrosas durante la temporada en que el río está bajo y su espacio de caza es menor. De todas maneras, si tuvieseis una herida abierta o la regla, no os aconsejaría tomar un baño por aquí, porque el olor de la sangre las vuelve completamente locas”.
La lección sobre las pirañas terminó con una demostración práctica que nos dejó atónitos. El pez, que parecía evidentemente muerto, en el momento en que Aguinaldo metió el alambre del anzuelo entre sus fauces abiertas, pegó una dentellada que logró cortarlo en dos. “Como podéis ver son unos angelitos que siguen resultando peligrosos incluso después de muertos”. Completando la sesión de pesca, cada uno de nosotros se encargó de conseguir su propia piraña para la cena. Una vez cocinado descubrí que aquel peligroso pez era de los más sabrosos que hubiese probado.
Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – Somos demasiados, consumimos demasiado, somos demasiado ambiciosos, demasiado temerosos y necesitamos demasiado de todo.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.