La crónica cósmica. Valía la pena haber cruzado medio mundo

Sawasdee khrap (hola en tailandés) – Kanchanaburi, Tailandia. Mi habilidad para adaptarme no es óbice para que, cuando regreso a un sitio de mi gusto, prefiera que no haya cambiado nada.

Debido a mi limitado presupuesto y a que sigo sobreviviendo con la misma pequeña cantidad de dinero desde hace doce años, aprecio sobre todo que no hayan cambiado los precios, como así me sucede en esta pensión de Kanchanaburi en la que, cada vez que llego, me dan la bienvenida como a uno más de la casa y, tras preguntarme cuánto había pagado en la última ocasión, me cobran exactamente lo mismo: Kop khun krap (gracias).

En realidad, mis repetidas visitas a esta población tienen mucho que ver con los precios, que son más baratos que en las islas del sur u otros centros turísticos del país. El trato familiar que recibo en esta pensión incluye que me guarden y me entreguen inmediatamente el termo que me regaló el amigo valenciano (creo que en 2016) con el que puedo prepararme té en la cabaña. Han tenido conmigo todos estos detalles incluso ahora, cuando, debido al COVID, no había aparecido por aquí desde hacía casi cuatro años.

Kanchanaburi se halla a ciento veintitrés kilómetros al oeste de Bangkok y se encuentra donde los ríos Kwai Noi y Kwai Yai convergen en el río Mae Klong. El río Kwai también permanece prácticamente inalterable; aunque han edificado un par de hoteles en la orilla contraria, sigue primando en ella el lujuriante color verde tropical y por encima de los edificios se continúan levantando las copas de unos árboles espectaculares.

Lo que tampoco cambia es el bochorno: según me han dicho, Kanchanaburi es uno de los sitios más calurosos de Tailandia, por lo que no es de extrañar que algunas mujeres usen el paraguas como parasol. Yo sobrevivo a base de duchas y tengo el ventilador de la cabaña siempre en marcha; mientras que, pongamos por caso en la ciudad malaya de Malacca, me vería obligado a usar el a/c para evitar morir de calor porque el ventilador no daría suficiente de sí.

Una australiana que tiempo atrás conocí esta pensión me contó su excitante vida, inspirándome con ella el personaje central de mi novela Final feliz. Me comentó que no le gustaban los jóvenes tailandeses porque eran demasiado femeninos. Ayer pensé en ella al ver un anuncio publicitario de cosméticos para hombre de la compañía L’Oreal en el que aparecía un veinteañero que se emperifollaba frente al espejo: aquí un poco de colorete, acá un toque de pintalabios y, por supuesto, el imprescindible rímel. Llevaba el pelo teñido de rubio y no podría haber sido más femenino.

A este “mal” (lo digo en broma porque me parece de maravilla lo que hagan los demás, mientras no me pisen…); a este “mal”, digo, se le añade que todos los tailandeses jóvenes de ambos sexos sean por lo general muy guapos y, en ciudades como Bangkok, a veces tenga la sensación de estar en un desfile de modelos.

De hallarme en una época distinta en la que primase más la libertad, por ejemplo en los años setenta del pasado siglo, añadiría que también es así en el caso los niños y las niñas; pero me callaré para evitar que me tilden de pedófilo (“Pedófilo, pero heterosexual”, como se confesaba el personaje central de la genial novela La flaqueza del bolchevique de Lorenzo Silva cuando se enamoraba de una chica de quince años).

Frecuentemente los críos tailandeses van sentados con cara alucinada en la parte delantera de las motocicletas que pilotan sus madres. Me parecen muy graciosos, y es inevitable que, al verlos, me ría igual que cuando el pasajero es un perro o, como vi una vez en Pinang, un macaco grandote que observaba el tráfico con mucha seriedad.

¿VAMOS DE PASEO? – Salto de la cama cuando son las siete de la mañana: debería haberlo hecho antes porque el sol ya ha aparecido en escena y calienta de valiente. Mientras tomo la primera ducha del día (a la que seguirán como mínimo una docena más: ventajas de residir en un sitio que va sobrado de agua) escucho el claxon lejano del tren que cruza lentamente el famoso puente sobre el río Kwai, porque siempre está abarrotado de peatones.

Salgo de mi cabaña y levanto la mirada hacia el cielo soñando con ver unas nubes protectoras: pero nada de nada. Frente a la entrada de esta pensión termina un cul de sac que tiene la anchura justa para un automóvil; pero, por lo general, no hay la mínima circulación rodada y sirve como patio de juegos a los niños. Las gatas han parido a gusto este año y, de un lado a otro, también corren una veintena de gatitos.

Espatarrada en medio de la calzada está una vieja perra gordinflona que me reconoce y mueve la cola esperando que le masajee el cogote como hago siempre. Las viviendas del callejón son de una sola planta y tienen unas feas puertas metálicas, que se pliegan a los lados como un acordeón.

Después de andar cien metros llego a la calle Don Rak, la principal de este barrio turístico. En ella se encuentran los bares, los restaurantes, los centros de masaje y, desde que han legalizado la maría, las lujosas tiendas de cannabis que la venden a unos precios excesivos. Una de las tiendas ostenta el curioso nombre de Overdose: Sobredosis.

A esta temprana hora la calle tiene el aspecto de una ciudad fantasma y es poco parecida a su faceta nocturna, que incluye luces, música, “señoras de compañía” mostrando sus encantos sentadas en taburetes de bar instalados sobre las aceras y docenas de occidentales bebiendo cerveza. Ahora, de buena mañana, los más persistentes de éstos ya están desayunando con ella.

Giro a la izquierda y me dirijo hacia el norte. Acaricio a Tiger, el perro que está siempre de guardia frente al Bell’s, la pizzería de un suizo que es residente permanente de Kanchanaburi desde que se casó con una chica del vecindario, con la que ha tenido tres hijos.

Deseo los buenos días a los dos jóvenes que fríen y venden churros para el desayuno a primera hora, y cerrarán el negocio en cuanto el calor apriete un poco más. Caso parecido al de un carnicero ambulante que exhibe sus productos sobre un sidecar adaptado para tal propósito. El siguiente en saludarme es un viejo taxista-motorista.

Tras recorrer medio quilómetro, tomo una calle que parte hacia la izquierda y, poco después, ya estoy cruzando el puente Sutchai sobre el río Kwai (Khwae Yai River), que no es el famoso puente por el que circula el tren y atrae anualmente a miles de turistas. Los lotos han formado una isla flotante en el centro del cauce, que en esta época del año está salteada de sus erectas y rosadas grandes flores.

Emociones contradictorias: me alegro por un pescador de caña que, desde el puente, ha conseguido un pez; pero me entristezco por éste mientras pega coletazos. Junto al pescador hay un tipo que empuña una especie de ballesta que dispone de una culata parecida a la de los rifles y tiene un cable atado a la flecha con que trata de cazar uno de los esbeltos lagartos monitor (varanus salvator) que viven en el río: me complace comprobar que falla el tiro.

Pájaros de distintas razas observan a los dos humanos desde los cables telefónicos que cruzan por encima del puente. Me rio al ver a los que permanecen pegados unos junto a otros, como si faltase espacio, y a los solitarios. Todos salen volando cuando llega una ardilla que galopa por los cables como si fuese la mejor de las carreteras.

Aunque el aspecto de Kanchanaburi ya varía mucho entre su parte moderna y la turística (que es más tranquila y tiene menos tráfico rodado), en la orilla contraria del río se transforma en un plácido lugar escasamente habitado en el que prima el color verde de los matorrales y de los árboles.

De todos modos, aquí sí que se ha dado un gran cambio, y no precisamente para mal, pues, aunque han limpiado la jungla, la han dejado convertida en un precioso jardín aderezado con mi perfume predilecto, el de las flores blancas del árbol de champa, e igual han hecho transformando unos pantanales en hermosos lagos.

MIRA LO QUE COMO – Estos son algunos de mis platos predilectos de la cocina tailandesa; no hará falta mencionar que son invariablemente picantes.

  • Som tum: ensalada de papaya verde con tomates y cacahuetes acompañada con arroz aglutinado, khao nioow.
  • Tom ka kai: sopa de leche de coco con pollo, setas y verdura.
  • Yum woon sen: ensalada de fideos de cristal con tocino.
  • Khao pad: arroz frito que puede llevar tocino o, como yo prefiero, gambas.
  • Kang keaw whan kai: curri verde con pollo.
  • Y pad thai moo: tocino con pasta aplastada.

PASO A PASO – Ladakh, norte de la India, verano de 1987. Continúa de la crónica anterior. Llegó el día de la partida. Cargando el limitado equipaje, y después de despedirnos de la simpática Satán y del resto de su familia, Neil y yo fuimos hasta el polvoriento descampado donde aparcaban los camiones para seleccionar uno que estuviese en buenas condiciones y perteneciese a un sij.

En esta ocasión el camionero, aunque era amable y serio como todos sus compatriotas punjabíes, no resultó ser tan aseado y buen cocinero como el anterior, el que me había traído desde Cachemira.

Durante el recorrido observé de nuevo que sobre aquella desolada carretera, que cruzaba el más inhóspito de los desiertos, había continuamente parejas de palomas dedicadas a picotear sobre el suelo. La pregunta sin respuesta era inevitable: ¿de qué vivían aquellos pájaros que, por otro lado, tenían un aspecto sano?

Nos detuvimos a pasar la noche en medio de la nada. Después de fumar con Neil la última piedra de charas (costo) que tenía, le cedí a éste la litera de la cabina y, con el saco de dormir a cuestas, trepé hasta la caja descubierta que había encima, dispuesto a gozar del mayor espectáculo del mundo.

Acuciado por lo que sucedía en el cielo, desperté varias veces durante la noche para comprobar el movimiento que había hecho la cúpula estelar en la que me encontraba inmerso. “Valdría la pena haber cruzado medio mundo solamente para ser testigo de una noche así”, me dije al despertar de madrugada.

¡Ja, a pesar de que aún no había amanecido, el camionero puso el vehículo en marcha sin avisarme y pasé la siguiente hora tiritando y riendo hasta que paramos para tomar el primer chai!

Este viaje de regreso a Cachemira no fue de una sola tirada, sino que nos detuvimos en el monasterio budista de Lama Yuru, el más antiguo del Ladakh, para descansar y dormir en el dormitorio que los lamas destinaban a los peregrinos.

Allí, aparte de visitar unas cuevas y una aldea cercana, y pasear por los alrededores dando un vistazo a los habituales precipicios y altas montañas, conocimos a una pareja de excursionistas holandeses. Se llamaban Jan y Connie, y fueron los primeros excursionistas con los que mantuve una buena relación porque, como si se tratase de castas antagónicas, hasta entonces había sentido una profunda antipatía por todos los occidentales aficionados al senderismo con quienes me había cruzado, pues eran generalmente turistas ricos que no tenían el mínimo interés por la cultura local.

Alejándonos del monasterio y buscando un lugar con buenas vistas, Neil, Jan, Connie y yo fumamos unos chíloms (pipas) y nos dedicamos al fino arte de la tertulia.

Jan, después de explicarnos que ellos dos vivían en una pequeña aldea cerca del mar del Norte y se ganaban la vida vendiendo, en Alemania, el costo que en Holanda era legal, nos contó: “Normalmente las excursiones por el desierto que organizan los ladakhis son una tomadura de pelo por la que los turistas ricos pagan montones de dinero a unos estafadores que, en la mayoría de ocasiones, ni tan siquiera son guías ni conocen el terreno y acaban perdiéndose o abandonando al grupo de occidentales.

Nosotros íbamos por nuestra cuenta gracias a unos buenos mapas que habíamos conseguido y, un día, nos encontramos con un supuesto guía ladakhi que nos preguntó por el camino que debería seguir. Poco después de orientarle y continuar con nuestra ruta, hallamos a un asustado grupo de turistas que nos preguntaron si habíamos visto a su guía, quien les había dejado solos varias horas antes.

La tomadura de pelo más corriente es que les cobren por adelantado una buena pasta por cada día que pasarán haciendo supuestamente senderismo, y después les mantengan detenidos la mitad del tiempo; para esto tienen docenas de excusas, por ejemplo que más arriba hace mal tiempo y deberán esperar, o que ha helado y no encontrarán comida para los caballos con los que transportan el equipaje. Son patrañas que los tontos turistas se tragan encantados”.

Me fijé en que aquel holandés tenía un montón de similitudes con un buen amigo mío de Barcelona: el rostro, aún sin ser idéntico, era del mismo estilo; también compartían la frente ancha, y el pelo rubio y ralo, igual que la mímica y los ojos, que parecían querer saltar de sus órbitas cuando afirmaba algo.

Tales coincidencias ya subieron de tono al escuchar a Connie, su compañera, contar que Jan, en mitad de la noche, podría salir de una pesadilla chillando y brincando de la cama, exactamente como le sucedía al barcelonés.

Al no encontrar otra razón posible, pensé en la astrológica, y le pregunté a Jan si había nacido en el mes de junio como mi amigo. Y cuando él, más que sorprendido, respondió afirmativamente, añadí si había sido exactamente en día 14 de ese mes, igual asimismo que el barcelonés. No, no había nacido el catorce, pero sí el once, y diez años más tarde que mi amigo. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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