La crónica cósmica. Hacia las llanuras infinitas del «terai»

Estoy leyendo el libro “En el Gallo de Hierro” que escribió Paul Theroux viajando incansablemente en los trenes de la China. Sorprende comprobar que el autor muestra más interés por Mao que los mismos chinos, quienes están hasta el gorro del viejo del gorro, y no tienen buena opinión de aquel puto dictador que, como todos los de su gremio, usó a su pueblo como si fuesen títeres.

He pasado casi una semana en Katmandú esperando “aterrizar completamente”. Se celebra una popular carrera de culíes a la que evito asistir. No ha dejado de llover, las inundaciones se han multiplicado, y los muertos también. Un avión de la compañía Buddha se pega la gran hostia: el piloto se perdió entre las nubes como si no usase la pantalla de radar. La humedad comporta que la ropa no llegue a secarse. En cualquier momento te puede caer encima una gota, gorda como un buen gargajo, que te advierte de que tienes el tiempo justo de ponerte a salvo antes no caigan toneladas de agua.

Decido cambiar de sitio cuando me entero que se acercan las festividades de Dashera que están dedicadas a la diosa Durga. Me impelen a ello dos razones muy distintas; la práctica es que los nepaleses irán a pasarla en casa y será casi imposible conseguir un pasaje; la filosófica tiene que ver con los miles de búfalos que se sacrificarán en la capital hasta cubrirla de sangre.

El autobús “súper deluxe” parte a las siete de la mañana y va abarrotado. Mi asiento es el último: a saltar tocan. Tardamos una hora larga en abandonar el tráfico caótico del valle de Katmandú. Empezamos a descender en picado por la polvorienta carretera que comunica con el resto del país. El “secretario” del autobús reparte bolsas de plástico entre las mujeres; sabe lo que se hace, pues todos los vehículos públicos de la India y el Nepal acaban sus trayectos con los laterales cubiertos de vómitos; llega justo a tiempo para entregárselas a las dos chicas, monas, finas y “modelnas” que tengo delante; las cuáles, como si lo hubiesen hecho a propósito, primero se han hartado de chips y otras porquerías, o sea el mejor desayuno, luego se han acostado la una encima de la otra buscando la posición horizontal, y ahora, claro, empiezan a vomitar. Pero no hemos terminado, y tras enjuagarse la boca con un poco de agua, repiten exactamente la misma operación consiguiendo idénticos resultados.

Las empresas turísticas indias de lujo se han agenciado en los últimos años algún que otro autocar de la casa Volvo, y yo no puedo evitar reírme a gusto al ver pasar un desvencijado autobús al que le han pintado sobre la ventanilla posterior, y con letras inmensas, Volvo.

Los paisajes no tienen desperdicio, y me resulta imposible cerrar los ojos ya sea para observar a la gente que desespera junto a la calzada esperando algún tipo de transporte, las casas simples y feas que en muchos casos no pasan de ser barracas, las avalanchas que acaban de ser abiertas con excavadoras, el verdor absoluto, el bambú grueso como los troncos de algunos árboles, la maría, las bananeras y las flores silvestres, y los arrozales que se hallan en su apogeo.

Después de mil curvas, frenazos, bocinazos y baches, hemos descendido desde los mil quinientos metros de altitud de Katmandú a los quinientos que nos juntan con el cauce de un río al que solo conocía en su plácida versión de la estación seca. Ahora es una bestia que arrastra con partes del cañón que el mismo creó a través de millones de años. Lo mejor de viajar por tal tipo de países está en que nunca dejan de sorprenderte. Ahora me quedo boquiabierto al ver a unos tipos que se meten en la peligrosa corriente de agua cargando con unos grandes cestos que llenan con arena del fondo y después regresan a la orilla para echar la carga en un camión.

Aparte de las dos chicas vomitonas, en la penúltima fila va un matrimonio con una cría de un año y medio. Al contrario de lo que sucedería en Occidente, la pequeña no suelta un solo llanto o queja durante las siete interminables horas que dura el viaje. Tal milagro no se debe a su tranquilidad, sino a que sus padres y cuantos se hallan sentados alrededor no dejan de jugar y reír gustosamente con ella sin darle opción a que se aburra un solo momento. No se lo podrían pasar mejor de estar en un cine viendo su película favorita; y es que a esas gentes les gustan tanto los niños como para que les resulte incomprensible que alguien escoja no tener ninguno.

El trayecto termina a cincuenta metros de altitud sobre el nivel del mar. El calor es tórrido y de los monzones no queda ni rastro. Estamos en las llanuras infinitas del “terai” y en su especial microclima tropical; estamos en Chitwan, el mayor parque nacional del Nepal.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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