La crónica cósmica. La esposa de Shankar

Alrededor del parque de Chitwan se encuentran docenas de sitios que son mucho más auténticos que Sauraha. Solamente tienes que andar media docena de kilómetros alejándote del asfalto, los hoteles y los turistas para hallar una atmósfera distinta, que te seduce con su placidez y tranquilidad, y donde la vida incluso resulta más barata. Entonces, ¿a qué se debe que siga en Sauraha si el jardín natural que los rodea es parecido en ambos casos? Muy simple, porque una de las virtudes de Sauraha está en su civilizado vecindario, uno que, en vez de formar continuamente corro a tu alrededor y observarte como si fueses un marciano, te deja en paz después de desearte los buenos días como si fueses un vecino más.

Eran las siete de la mañana y estábamos sentados junto al río. La neblina cubría las praderas que nacían tras la orilla contraría. Una lancha, de unos cinco metros de largo y cincuenta centímetros de ancho, echa con el tronco de un árbol, descendía suavemente por el cauce. Shankar preparaba una pipa cuando llegó una ruidosa docena de jóvenes campesinas. Cada una de ellas llevaba una hoz en la mano. Después de charlar con nosotros bromeando acerca del contenido de la pipa, ellas fueron hasta la orilla, se quitaron los pantalones, se arremangaron las blusas bajo el pecho, y cruzaron al otro lado para dedicar el día a cortar hierba ilegalmente dentro de las praderas del parque. Tras vestirse de nuevo, y en fila india, las vimos desaparecer entre la hierba de elefante que las superaba en altura; por unos momentos creí estar viendo a los porteadores de alguna película como “Las Minas del Rey Salomón”.

La esposa de Shankar llegó un día a casa cargando un montón de kilos de leña sobre sus espaldas, se agachó y libró del peso, luego se echó en la cama, y a continuación parió tranquilamente a su primer hijo. Frecuentemente veo como ella sonríe ante las locuras de su divertida familia, y esta mañana, cuando la niña pequeña armaba un berrinche, ha levantado por un momento la mano dando la impresión de que iba a pegarle una bofetada, pero, tras acercarla a la cara de la niña cada vez más lentamente, ha terminado por acariciarla.

El viejo elefante, en realidad elefanta, regresa lentamente al atardecer después de pasar el día libremente en la jungla; ventajas de ser pensionista. Hoy no va solo, sino que lo acompaña un hermano de la misma quinta. Ambos descansan un buen rato dentro del río remojándose y bebiendo. Luego, tras trepar precavidamente la empinada orilla, se dirigen al mismo grupo de árboles en que buscaran refugio las campesinas la tarde en que apareció el rinoceronte, y, durante un cuarto de hora, se de dedican a la placentera tarea de rascarse. Cada tronco y cada rama tiene la altura y la forma adecuado para el propósito que le dan; aquí el cogote, allá la espalda y acá el trasero. Después siguen su lento camino de regreso al corral. Es una ceremonia cotidiana que yo observo sin dejar de sonreír.

Hay un jinete que me recuerda a ciertos familiares míos. A él lo ves mucho antes que a su elefante. Viene del parque y monta de pie. La primera vez creí que se sujetaba con algún tipo de cuerda; pero no es así, y con las piernas mantiene el equilibrio para nivelar el constante balanceo y los declives. Después, cuando terminan de cruzar el río y ya solo tienen por delante la pradera, ambos, jinete y montura, se dan el gusto de coger unas velocidades que asustan: que nunca te persiga un elefante, me digo. En una ocasión, rizando ya el rizo del espectáculo paquidérmico, aquel par de locos hicieron la carrera acompañados de un jovenzuelo que se lo estaba pasando evidentemente bomba; pues no debemos olvidar que, precisamente cuando son pequeños, los elefantes están casi todo el tiempo inmovilizados. La tarea que más les gusta llevar a cabo a los elefantes es la de cargar sobre sus espaldas el montón de hierba que se comerán: catorce kilos para desayunar.

Cuando los familiares de Shankar me habían contado que un tigre había matado a dos de sus vacas, me extrañó que esto sucediese donde pastan cerca de su casa; y solamente lo comprendí debidamente al enterarme que, con o sin permiso, su ganado cruza el río para ir a las praderas del parque. Si no voy equivocado, siempre la incertidumbre nepalesa, en una primera ocasión y frente al tatarabuelo, un mismo tigre se cargó a dos vacas una después de la otra; a la primera la ahogó en el río y a la otra la estranguló con su boca; fue a ésta a la que se llevó y le dio unas cuantas dentelladas. Antes no le asustó el griterío de unos campesinos que pertenecían a una casta a la que le está permitido comer carne de vaca.

Entre las mujeres nepalesas que, tras ser engañadas con ofertas laborales son vendidas para la prostitución, hay algunas que al fin logran escapar o compran su libertad. Pero entonces, al regresar a casa, cargan con el estigma que la intolerancia reservada para las de su gremio, o sea, una vergonzosa barbaridad. Pero no hemos terminado, pues esa marca sobre la frente comportará distintas penalidades si una mujer ha estado esclavizada en lugares tan finos como el Líbano o Dubai, o en pocilgas como Calcuta o Bombay.

Una de las principales virtudes de mi domicilio es la ausencia de un buen sistema comercial que atraiga clientes, con lo que continua siendo un ajardinado remanso de paz a pesar de que los alrededores se hallen invadidos por la marabunta turística china. Ésta, sin embargo, es bastante silenciosa si se la compara con otras nacionalidades; y sirvan como ejemplo de ello unos turistas a los que se les oía a cien metros de distancia a pesar de que estuviesen charlando normal y tranquilamente; pero es que hablaban en castellano… ¡Ja!

Concierto de colores: un fino sendero de arena que serpentea entre prados cubiertos de flores y hierba tierna, una chica, vestida con una delicada y larga camisa blanca y unos holgados pantalones azul celeste, pedalea en una bicicleta amarilla sujetando con la mano derecha el manillar y con la izquierda el paraguas rojo con que se protege del sol.

Actualmente escribo un relato ambientado en Inglaterra, corrijo uno antiguo que sucede en Laos, leo una novela rusa, resido en el Nepal, tengo el domicilio oficial en la Selva Negra alemana y el pasaporte español expedido en la embajada de Delhi, nací junto al Mediterráneo, y estoy siempre en la Luna.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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