Desperté con una extraña sensación de comodidad que hacía días que no sentía pues debajo de mi cuerpo había un colchón y no solo piedras y arena. Cuando abrí los ojos y me di cuenta de que ya no estaba durmiendo en la tienda de campaña suspiré aliviada, la semana de tour había sido lo suficientemente intensa como para quedar más que satisfecha. Ahora estábamos en Morondava, en la costa oeste de Madagascar y anhelábamos unos días de tranquilidad en los que recuperar energía y reorganizar nuestro viaje, cuya ruta había quedado en el aire tras saber que el acceso por tierra a Tulear era casi una misión imposible.
Nuestro siguiente objetivo era encontrar un hostal barato y cerca de la playa en el que pasar los próximos días, así que tras el buen sabor de boca de la cena del día anterior, fuimos con Selva directos al hotel Oasis. Lástima que solo quedara un bungalow libre, pues nos apetecía mucho estar allí, así que nos tuvimos que conformar con tomar el desayuno en el jardín.
Con el estómago lleno seguimos la búsqueda por la zona de la playa de Nosy Kely, una avenida larga en la que había decenas de hostales preciosos con vistas al mar, algunos de ellos muy estilosos, pero no había manera de encontrar una habitación libre y barata. Estuvimos casi 40 minutos andando y preguntando mientras poco a poco el sol nos iba chupando la energía del desayuno y el calor aletargaba nuestros reflejos.
Finalmente encontramos “La Chaise de bambu”, una casa de madera enorme con muchas habitaciones para alquilar. Tras preguntar a la mujer de la recepción y echar un vistazo al interior decidimos alquilar allí mismo un par de habitaciones, pues aunque la casa no era tan espectacular como alguna de sus vecinas, tenía buenas vistas al mar y estaba bien situada.
Una vez cumplido el objetivo salimos a dar una vuelta por la zona, no sin antes conectarnos un rato a internet y dar señales de vida a nuestra familia. Siete días de tour sin poder mandar ni un mensaje era bastante como para intuir que mi madre estaría deseando saber cómo y dónde estaba en ese momento.
Decidimos ir a pasear por la playa y me sorprendió no ver a nadie. Tras comprobar la ocupación hotelera había imaginado una playa abarrotada de gente como las de la costa de Valencia y en vez de eso me encontré con una playa preciosa pero sin gente. Tan solo alguna joven vendiendo telas y algún que otro propietario de piragua buscando algún turista para llevarlo a la zona sur. Ese era el caso de Fara, un joven que se acercó para vendernos una piragua de madera en miniatura y cuando se dio cuenta de nuestro poco interés cambió de estrategia y se ofreció a llevarnos el día siguiente a la playa de Betania. Esa idea nos convenció más así que quedamos para la mañana siguiente con él en la puerta de nuestra guesthouse.
El tremendo calor que hacía en Morondava hacía que todo en este costero pueblo funcionara muy lento, incluso la gente parecía que caminaba despacio por la calle intentando no malgastar sus fuerzas. Tal era nuestro cansancio a mediodía que decidimos volver a la casa a hacer una siestecilla, y cuando llegamos al jardín nos encontramos con toda la ropa que le habíamos dado a la recepcionista par lavar colgada por donde le había parecido bien a la mujer, y mi coloreada ropa interior se encontraba ahora decorando la palmera de la entrada.
Mientras Toni aprovechó para hacer alarde de su poco equilibrio haciendo el pino en la arena. La arena blanca junto a las palmeras le animó a jugar como un niño pero no, definitivamente comprobamos que lo suyo no era el circo.
El terrible bochorno terminó dejándome k.o y la canción que había aprendido el día anterior no desaparecía de mi cabeza “mafana be a Morondava” (hace mucho calor en Morondava), así que sin muchos más planes, la idea de la siesta se hizo realidad y me fui a dormir a nuestra nueva habitación desde la que podía sentir la brisa del mar.
Un rato más tarde me despertaron Toni y Selva hablando con una pareja en catalán. Eran Edgar y Raquel, acompañados por Bobby (como se hacía llamar su compañero chino), que acababan de llegar de hacer el mismo tour que nosotros pero la fiebre y un guía demasiado espabilado les habían impedido disfrutar de éste. Habían alquilado un par de habitaciones en nuestra nueva vivienda así que ahora éramos oficialmente compañeros de casa. Para celebrarlo, como no podía ser de otra manera, nos fuimos juntos a tomar algo al Oasis Restaurant, donde contando batallas del tour se nos hizo de noche y terminamos cenando al son del reggae del grupo de Jean.
Ya de vuelta a la casa nos encontramos otra vez con Fara, quién deseoso de sacar más provecho de su negocio nos propuso prepararnos también la comida del día siguiente en la playa. Sin pensarlo dos veces dijimos que sí, pues así dispondríamos de más tiempo y podríamos hacer la visita sin prisas, y cuando tuvimos todo claro, la hora, el menú y el número de personas, seguimos andando por la oscura avenida hasta nuestra acogedora casita de madera en la playa.
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