Nos habíamos propuesto llegar ese mismo día a Ambalavao para poder ir a visitar la mañana siguiente la reserva de Anja y ver por fin lémures de cola anillada. Sin importar que fuese domingo cumplimos con nuestra “obligación”, nos levantamos a las cinco de la mañana y nos dirigimos a la estación de taxi-brousse, donde muy a nuestro pesar todavía no había llegado ningún pasajero que fuese en la misma dirección. Eso significaba, claro está, que nos iba a tocar esperar hasta que se llenase el coche, así que nos metimos en el vehículo con el único consuelo de poder elegir los espaciosos asientos delanteros y nos sentamos a esperar.
Durante la hora entera que estuve allí sentada, mientras Toni se estretenía fotografiando a carniceros, vi desfilar a todo el pueblo de Ambositra con sus mejores galas para asistir a misa. Los hombres vestían holgados trajes que rara vez conseguían llenar con sus carnes y las mujeres se habían puesto estrafalarios atuendos. Las niñas sin embargo, llevaban todas puesto unos vestidos de color nácar de tela muy brillante que a mi me recordaban a los trajes de comunión antiguos, y por sus caras al desfilar cualquiera hubiese dicho que en vez de a una iglesia iban a una fiesta. O les entusiasmaba ir a la iglesia o estaban muy contentas de poderse emperifollar.
A las siete y media partió por fín el taxi-brousse. A un ritmo lento pero constante se habían metido dentro de la furgoneta hasta 23 personas. Suerte que allí delante al menos podíamos estirar las piernas porque el viaje hasta Fianarantsoa duró cinco horas y media. Ya nos habíamos empezado a acostumbrar a los viajes largos en Madagascar, así que a pesar de lo largo del trayecto se nos hizo soportable.
El cambio de automóvil a nuestra llegada a Fianarantsoa fue a una velocidad de vértigo. Cuando llegamos a la estación un grupo de jóvenes se abalanzó sobre la furgoneta todavía en marcha y a través de los cristales nos preguntaron si nos dirigíamos a Ambalavao. Ante nuestra respuesta afirmativa, cuando el taxi-brousse paró los chicos nos sacaron de allí dentro sin darnos tiempo a pensar, cogieron las mochilas y nos llevaron a otro vehículo que estaba a punto de salir.
Aquella furgoneta estaba igual de llena que la anterior y los únicos asientos que quedaban libres eran un par en la última fila. Toni y yo nos miramos con cara de resignación y pensamos para nuestros adentros “es lo que hay”, así que cuando las mochilas estuvieron enganchadas a la baca del coche nos intentamos meter allí dentro. Conseguimos llegar a la parte trasera nos sin antes molestar a la mitad de la gente que ya se había acomodado y a presión metimos en los asientos nuestros dos culos. Las sardinas enlatadas tienen más espacio del que teníamos nosotros allí detrás. Mis largas piernas, que en ese momento parecían kilométricas, no cabían en aquel reducido espacio y echando mano de la imaginación me inventé una postura. Para más inri las bolsas de las cámaras y la cesta de paja que me había comprado no cabían debajo del asiento y las teníamos que llevar encima moviéndose hacia arriba y hacia abajo cada vez que respiraba. Cuando estuvimos sentados mire a mi alrededor dándome cuenta de que no tenía margen de movimiento: estaba literalmente atrapada allí dentro. Una sensación asfixiante me recorrió el cuerpo desde la nuca hasta los pies y antes de dar paso a la fobia y viendo que allí dentro ya no cabía ni mi ataque de pánico intenté relajarme. Mi cara de circunstancias, que terminó agobiando también a Toni, debía reflejar lo contrario.
La hora y media que duró el camino hasta Ambalavao se me hizo más larga que las ocho horas que recorrimos de Morondava a Antsirabe, quedando guardada esta mi memoria como el peor recuerdo que tengo de todos los viajes.
Sin más referencias que un hotel que aparecía en la guía y que no nos convencía, cuando llegamos a Ambalavao pedimos a un par de conductores de pousse-pousse que nos llevasen al centro del pueblo. Éstos, viendo que no teníamos muy claro donde queríamos ir a dormir aprovecharon y nos dejaron donde quisieron ellos, en la puerta de “La residence du Betsileo“. Para alegría de los señores, con pocas ganas de vagar sin rumbo en busca de otro hotel y viendo que aquel para lo bien que estaba no era demasiado caro, decidimos quedarnos, y tras descargar las mochilas nos fuimos a estirar las piernas que falta nos hacía.
Nos dirigimos a una oficina de turismo que habíamos visto nada más llegar y, tras comprobar que no hacía falta contratar nada para el día siguiente pues se podía llegar a la reserva de lémures en taxi y comprar allí mismo la entrada, dimos una vuelta por el pueblo. Quizás el ambiente alegre se debiera a que era domingo por la tarde, pero lo cierto es que las decenas de tiendas de frutos secos y las familias enteras paseando llenaban de vida las calles.
Aun así, tras tantas horas de viaje estábamos algo cansados y hambrientos, así que esa noche cenamos en el hotel y nos fuimos a la cama pronto. Estábamos impacientes por que llegara el día siguiente y visitar la reserva pues, por lo que habíamos leído en la guía, el sitio prometía y bastante…
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