A las cinco de la mañana empezó el ajetreo en Bekopaka. Teníamos que desayunar, coger todo lo necesario para la excursión y antes de las 6 salir con el 4 x 4, el Grand Tsingy nos esperaba.
Salimos puntuales y en uno de los pueblos vecinos que encontramos de camino subió al todoterreno otro guía y Leonard bajó. En esos momentos yo todavía me preguntaba por qué no prefería acompañarnos a quedarse ahí 3 o 4 horas, pero más tarde lo entendí perfectamente. El trayecto no era precisamente corto, tardamos casi una hora en llegar al punto de partida de la caminata-escalada por un terreno bastante peor que el del día anterior, con socavones, subidas y bajadas, y donde Jack tuvo que esforzarse al máximo con las marchas reductoras del 4×4.
Una vez allí y con todos los huesos desencajados se me ocurrió hacer una visita al lavabo, una mezcla de dejadez y mugre. Lástima no llevar encima la cámara de fotos porque el “servicio” era digno de retratar (abrí la puerta y me quede con ella en la mano, así que para entrar la quité y luego la volví a poner). Cuando todos tuvimos puestos los arneses, medida de seguridad obligatoria, empezamos la visita. Solamente teníamos que tener claro cuales eran los faddys (prohibiciones) de aquel lugar: fumar, orinar y señalar con el dedo.
Nada más empezar pudimos ver un poco de la esencia del Tsingy, unas cuantas rocas puntiagudas empezaban a enseñarnos lo que íbamos a encontrar allí arriba. El primer tramo fue bastante sencillo, un poco de jungla con alguna pendiente para ponernos a prueba y alguna que otra raíz mal colocada con la que engancharte el pie y llevarte un susto, pero poco más. Y justo cuando nos empezábamos a confiar pensando que la visita iba a ser coser y cantar aparecieron las rocas. Habíamos bordeado todo el Tsingy y había llegado el momento de adentrarnos en él para alcanzar lo más alto donde los diferentes tonos de verde de la vegetación desaparecían y daban paso a un gris uniforme.
Pronto empezó a complicarse la cosa. Empinadas escaleras obligaban a una a tener que sujetarse con los arneses, pues una caída desde tal altura hubiese sido fatal. Íbamos con cuidado de no molestarnos lo unos a los otros, respetando la distancia de seguridad pero eso sí, parando en cada tramo a hacer fotos y grabar.
Nuestro equipo fotográfico nos molestaba especialmente ese día: la cámara de video colgada en mi espalda junto con el monopié, golpeaban el suelo cada vez que yo tenía que agacharme para llegar a algún sitio y la tapadera del objetivo que perdí infinitas veces terminaba siendo encontrada cada vez por alguno de mis compañeros. Peor situación la de Toni, que cargaba los más de 3 kilos de la Nikon y el teleobjetivo. Ese peso en la mano más unos cuantos más del resto de objetivos y aparatos que llevaba en la mochila de la cámara.
Tras un largo rato escalando la difícil pendiente y sin estar aún al 100% de mis posibilidades llegamos arriba y tras subir un par de escaleras empinadísimas alcanzamos la cima.
La parte alta del Tsingy era tal y como la recordaba de los documentales: una enorme colección de afiladas rocas grises y amenazantes, como si de miles de estalagmitas se tratase. Solamente faltaban unos cuantos lémurs catta danzando allí arriba para que la estampa fuese idéntica a la de mi memoria, pero no tuvimos tanta suerte.
Tras las fotos obligatorias y después de descansar y coger aire empezó el descenso, que aunque no tan duro como la subida sí que empezaba algo complicado. La única forma de salir de allí arriba era cruzando primero un vertiginoso puente colgante.
Superado este tramo nos pusimos manos a la obra con el descenso. Los arneses seguían siendo necesarios, pues la posibilidad de caer de cabeza seguía existiendo y las escaleras eran igual de empinadas. En algunos tramos los pasillos se estrechaban tanto que teníamos que pasar de lado y sin el equipo fotográfico y yo me preguntaba cómo habrían conseguido pasar por allí los señores panzudos del grupo de delante…
Unos minutos más tarde abandonábamos las rocas y volvíamos a rodear el Tsingy acompañados de vegetación. Atrás quedaban empinadas escaleras y un paisaje monótono y por fin volvía a hacer acto de presencia el color verde.
De repente, mientras andábamos relajadamente fruto del reciente estrés, el guía gritó: ¡¡¡Sifaka!!! El grupo entero paró en seco y miró hacia donde apuntaba éste. En lo alto de un árbol, un precioso animalillo nos miraba con ojos atentos, entonces olvidamos por completo el tercero de los faddys y sin poder evitarlo empezamos a señalar todos en la misma dirección. ¡¡¡Tras una semana en Madagascar veíamos el primer lémur sifaka!!!
El esfuerzo había merecido la pena. Mientras nos entreteníamos retratando y filmando al animal apareció el resto de su familia y menuda fue nuestra sorpresa cuando vimos que también había bebés. El entretenimiento estaba asegurado y como si fuésemos el equipo de Nat Geo Wild nos dedicamos a seguir a los sifakas con las cámaras.
El sifaka es unos de los lémurs más bellos que existe y damos fe de ello. Son generalmente diurnos y se reunen en familias de 8 o 10 individuos. Son grandes saltadores y viven encaramados a los árboles.
Tras unas interminables, calurosas y agotadoras horas para subir al Tsingy que bien merecieron la pena, podemos afirmar que sin duda éste es un lugar especial y único; una visita obligada en un viaje a Madagascar.
Nada más terminar el reportaje fotográfico y alegres por el bonito final seguimos la marcha hasta llegar al 4×4 que ya estaba cerca. Era tal el cansancio y las ganas de terminar la caminata que bendecimos la última señalización del trayecto que marcaba los metros recorridos.
La vuelta fue de lo más silenciosa, estábamos exhaustos. Ni siquiera Leonard con su alegre “salama” fue capaz de reanimarnos. Empapados en sudor como estábamos tan solo deseábamos que llegase la hora de la ducha, pero la comida estaba ya preparada para cuando llegamos al campamento, así que nos tuvimos que conformar refrescándonos con el poco viento que llegaba al chiringuito.
La comida estaba deliciosa y mi estómago empezaba a tolerar más alimentos, por fin podía volver a saborear la deliciosa salsa de coco que tanto me gustaba. ¿A quién le quedaban fuerzas para ir a ver el petit Tsingy? Desde luego que a mí no, pues había agotado el último cartucho de energía en el grande. Una ducha en compañía de toda la fauna y un refresco muy fresco tumbada delante de la tienda de campaña era algo que me apetecía muchísimo más. A eso mi cuerpo no podía decir que no.
Y así pasamos la tarde holgazaneando mientras Selva nadaba en la piscina de un hotel cercano. Al rato llegaron Florence y Françoise para contarnos todo lo que nos habíamos perdido en el petit Tsingy.
Como el día siguiente no teníamos que hacer nada que requiriese esfuerzo esa noche la cena se alargó todo lo que quisimos con algunas cervezas y algún ron. Yo sin embargo, debido a mi guerra con mi estómago, seguía conformándome con mi “eau vive”, aunque ya no por mucho más tiempo…
Hola! Me gustaría saber si la caminata por los Tsingy es tan dura como parece, ya que yo nunca he hecho ninguna subida con arnés, y sinceramente me da bastante respeto, por no llamarlo miedo directamente, el hacerla.
Me encanta leer vuestras experiencias por el mundo! Gracias!