El sol brillaba con fuerza la mañana de aquel 14 de Abril, nuestra guesthouse aún estaba especialmente tranquila a aquellas horas y Pai parecía todavía dormido. Hacía un día maravilloso para quedarse allí a seguir festejando el Songkran, pero habíamos decidido que no. Al otro lado del río la culpable de nuestras próximas desgracias, una scooter Sukuki de 125cc, nos esperaba mientras íbamos al 7/11 a comer un triste sandwich y nos despedíamos de Lars. Nuestra idea era llegar en moto aquel mismo día a Mae Hong Son y volver el día siguiente sanos y salvos, pero cuan largas iban a hacerse las próximas 36 horas…
Sin más dilación subimos a la moto y partimos alegres creyendo estar embarcando en una bonita excursión por la provincia de Mae Hong Son. La primera jornada al menos, así lo fue. La mañana fue una sucesión de paradas en diferentes miradores y descansos para beber algo en algún que otro bar de los pueblos que atravesaba la carretera 1095.
El agua de los cubos y de las pistolas de los niños que se atrincheraban detrás de cada curva se agradecía y nos refrescaba cuando el sol apretaba, pero pronto nos empezó a cansar ir todo el rato empapados y el tranquilo paseo se convirtió en una carrera cuyos obstáculos eran decenas de diablillos de apenas un metro que cargaban desde el sitio más insospechado. Suerte que, previsores, habíamos metido nuestro equipaje dentro de bolsas de plástico para evitar males mayores.
Pero la mayor batalla se libraba en Mae Hong Son cuando, cinco horas y pico más tarde y con el culo empezando a resentirse de tanta horas de sillín, llegábamos a nuestro destino.
Recorrer la avenida principal atestada de gente armada hasta los dientes sin recibir una gota de agua era imposible. Mojados de arriba a abajo paramos en Friend House, nuestro alojamiento en la ciudad, nos dimos una buena ducha y nos pusimos una muda seca.
A pesar de su extendida fama, visitar los poblado kayan de las mujeres jirafa no entraba dentro de nuestros planes, así que tras una buena comida en “La tasca” y con toda la tarde por delante preferimos quedarnos en el pueblo paseando y disfrutando del ambiente festivo que se respiraba alrededor de la zona del lago. Dentro del agua se celebraban competiciones de natación y fuera habían montado un escenario al que empezaba a acercarse gente tras empezar a sonar una música ensordecedora. Aprovechamos también la cercanía de un par de templos para ir a visitarlos.
Aquella noche mientras cenábamos en Fern Restaurant, un enorme local digno de celebrar cualquier banquete, debatíamos sobre la ruta de vuelta a Pai. Teníamos dos opciones: la primera era simplemente volver por el mismo camino, deshacer lo hecho y llegaríamos sin más complicaciones. La segunda consistía en atravesar las montañas que separaban Mae Hong Son de Pai en vez de bordearlas como hacía la carretera por la que habíamos llegado. Esta ruta evidentemente constaba de menos kilómetros, el problema era que nadie nos garantizaba el estado de las carreteras y la moto que llevábamos no era la más adecuada para ir jugando a ser pilotos de cross, no sabíamos lo que aguantaría. Todavía no se como pero Toni me convenció y elegimos la segunda opción.
Tuvimos toda la noche para arrepentirnos y cambiar de opinión, pero no lo hicimos. Quizás si nos hubiésemos podido imaginar un pequeño tramo de aquellos caminos lo hubiésemos hecho, pero no fue así.
La mañana siguiente salimos tan pronto como estuvo todo recogido, no teníamos ni idea de lo que podíamos tardar en llegar y queríamos aprovechar las horas de sol, por lo que que compramos un par de shakes en un mercado cercano y nos pusimos otra vez en marcha.
La primera hora fue la más tranquila, con asfalto y sin muchos altibajos. Subimos un puerto de montaña por donde no transitaba prácticamente nadie, pero fue meternos de lleno en la montaña y empezar la odisea. Los caminos no estaban siempre asfaltados, cosa que cuando estaban muy empinados complicaba muchísimo la ascensión de la moto con los dos encima, así que la mayoría de veces terminaba subiéndolos yo andando.
En algunas ocasiones había desprendimientos de rocas y era verdaderamente complicado atravesarlos con la moto, al menos no sin sufrir mirando la ruedas y cruzando los dedos para no pinchar. En los tramos más inclinados la moto rugía tan fuerte que parecía suplicar que desistiéramos en el intento, que ella no podía, pero al final siempre lo conseguía pese a la poca fe que yo mostraba en ella. Tanto fue su sufrimiento que un par de horas más tarde o tres (yo perdí totalmente la noción del tiempo en aquella gincana en la que se había convertido la vuelta a Pai) el freno de delante dejó de funcionar y el de detrás amenazó con no tardar en hacerlo. Con la esperanza de que al enfriarse volverían a funcionar decidimos parar un rato a descansar en medio del camino, pero no fue hasta que encontramos de nuevo una carretera medio decente y asfaltada cuando estos abandonaron la huelga y se pusieron en marcha otra vez.
Llevaba yo resoplando el tiempo suficinte como para poner nervioso a Toni cuando milagrosamente y a punto de perder la esperanza encontramos un poblado. Aquello era poco más que un camino de tierra principal y algunos caminitos, pero había incluso un colegio y un local que hacía las veces de “centro de salud”, aunque no hubiese nadie por los alrededores. Era como una aldea fantasma y nosotros parecíamos dos náufragos recién llegados a una isla desesperados por encontrar algún sitio en el que beber algo y comer un poco. Pero allí parecía no haber un miserable restaurante.
Decidimos bajar de la moto cuando vimos a un hombre mayor que nos miraba curioso desde el camino y que evidentemente no tenía ni idea de inglés. Con gestos le dijimos que estábamos hambrientos y en el mismo idioma él nos contestó que nos acercáramos a una de las casas que había allí cerca. Empezábamos a dudar que nos hubiese entendido tras ver que llamó a su mujer y salió a vernos, pero de repente se dirigieron a una puerta y cuando la abrieron nos llevamos una alegre sorpresa: allí dentro había una tienda llena de comida. Vimos paquetes de fideos deshidratados y nos pareció entender que nos los podría preparar él mismo, así que compramos un par, un refresco y salimos otra vez fuera. Inmediatamente nos invitaron a sentarnos en una mesa que había en el porche y el hombre sacó una tetera con agua hirviendo, vació los paquetes de fideos en 2 bols y los llenó de agua. En unos instantes aquello empezó a coger forma, color y olor… ¡cómo olían! Y sobretodo ¡cómo sabían!
Mientras comíamos, los señores se habían sentado a escasos 2 metros de nosotros junto a otra mujer que se había unido a la reunión y observaban todos nuestro movimientos. Sin decir nada. Tan solo nos miraban con una sonrisa en la boca pese a la mala leche que emanaba de cada poro de mi piel…
Cuando terminamos de comer, y sin abandonar el idioma universal de los gestos, preguntamos si era posible conseguir gasolina para la moto y en 10 minutos apareció el hombre con una botella de fanta repleta de combustible con la que llenó el depósito. Llenos todos de energía otra vez, aunque la mía fuese completamente negativa, nos despedimos de aquellas personas tan agradables y curiosas, les pagamos todo y salimos de aquel poblado en dirección de nuevo al infierno que eran aquellas carreteras.
Después del mediodía se repitió la misma historia de la mañana, senderos imposibles llenos de piedras y caminos de tierra que atravesaban pequeños poblados karen, el culo y la espalda hechos polvo y la moto haciendo de las suyas pero aguantando el tirón. A todo esto había que añadir la falta de señales y la escasez de gente a la que preguntar la dirección en las bifurcaciones, lo que hizo que en un par de ocasiones tuviéramos que retroceder para incorporarnos al camino correcto. Solo vimos, y nos hizo mucha gracia, a tres occidentales con tres motos de cross muy bien equipados que se quedaron de piedra cuando nos vieron aparecer con la scooter. ¿Venís desde Mae Hong Son con esa moto? Vosotros sí que sois aventureros… Nos deseamos suerte mutua y nos largamos.
No fue hasta la tarde, al llegar a un camino de tierra roja, cuando la moto dijo basta. La pendiente era demasiada para subir con los dos encima. Me tocaba otra vez subir andando y encima ahora nos teníamos que tragar la tierra de los vehículos que por aquella zona eran más fáciles de ver. Así no íbamos a llegar nunca, así que se nos ocurrió preguntar a un coche que pasó lleno de gente de etnia karen si les importaba llevarme a mí un tramo para que Toni pudiese llegar con la moto hasta donde el camino fuese más practicable. Cargué la mochila conmigo y me senté como pude en el maletero junto a otras 5 personas. Los saltos allí arriba eran inevitables, y tenia que andar evitando clavarme en las piernas las herramientas que tenían por allí sueltas, entre ellas martillos y llaves, pero al menos aquello tiraba…
Los 2 primeros minutos pude ver como Toni nos seguía, pero pronto las nubes de tierra y de polvo hicieron que le perdiera de vista y al pasar por un par de bifurcaciones fue cuando me empecé a preocupar. ¿Llegaríamos los 2 al mismo lugar? Yo llevaba la mochila con la ropa, pero en la moto se habían quedado el teléfono y el dinero… Saqué todo el optimismo que supe de dentro de mí y pensé: me encontrará. Suerte que decidí pensar en positivo, porque 15 minutos más tarde pararon el coche en medio de la nada y el conductor me hizo un gesto para avisarme que habíamos llegado al lugar acordado… Tragué saliva, le di las gracias, salté del coche y me senté debajo de una señal. Toni tenía que llegar… Y milagrosamente, mucho antes de lo que hubiese predicho escuché la moto y vi llegar a Toni en medio de otra nube de polvo.
Pocos minutos después, y tras volver atrás en dos ocasiones al liarnos con los caminos, llegábamos a la ansiada carretera en buen estado. ¡Qué alegría ver asfalto! Llegar hasta Pai nos llevó otra hora más, pero el trayecto ya fue un paseo en lancha. Comparado con todo lo vivido horas antes aquella carretera parecía gloria. Menudo viajecito nos había pegado…
En los pueblos eran ya pocos los niños que seguían con los cubos de agua, pero todavía nos llevamos algún que otro chapuzón a unas horas en las que el sol ya se despedía y me empecé a congelar. Y fue así como, empapados, doloridos y cansados llegamos 7 horas después de nuestra salida de Mae Hong Son de nuevo a Pai. Todo el cabreo y la mala leche se me pasaron nada más entrar en sus calles, que tal y como lo habían hecho la primera vez, nos recibían alegres y coloridas. Dejamos la moto en su sitio y fuimos corriendo a la guesthouse a ducharnos y descansar un rato antes de salir a cenar. La odisea entre las montañas había terminado; ¡menudo alivio!
Por la noche nos despedimos de aquel precioso lugar y también de Lars, que se dirigía ya hacia Laos. A nosotros en cambio, después de quince días de viaje, nos empezaba a apetecer ir hacia el sur a ver playas, así que el día siguiente marcharíamos hacia Bangkok y de allí buscaríamos la manera de llegar a Koh Phangan. Si Pai nos había sorprendido muchísimo, esta isla todavía iba a hacerlo mucho más. Estábamos a punto de descubrir otro gran paraíso de Tailandia.
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