La crónica cósmica. ¡Alarma, alarma, contacto físico!

Tres meses que fueron solamente tres intensos instantes: Se acaba el visado y me veo obligado a ir a Katmandú sin tener muy claro cuál podrá ser mi futuro inmediato, pues espero que la inspiración, los deseos o las circunstancias me muestren el camino a seguir (necesitaría una brújula como la de Jack Sparrow). Al no haber sentado mi trasero en ningún vehículo durante todo este tiempo, el simple hecho de tomar un autocar ya parece una aventura que se convierte en realidad en cuanto nos ponemos en marcha por las infernales carreteras nepalesas (a las que denominan como autopistas y además son de pago).

Consigo el mejor asiento, frontal y a la izquierda, que me permitirá gozar de los espectaculares paisajes. El “secretario” del autocar reparte entre las señoras las imprescindibles bolsas de plástico para las vomitonas. Tal como es habitual, el lector compulsivo que llevo en mi interior logra marearme rápidamente al atiborrarme con cuantas paridas llevan escritas los camiones: “Rey de la carretera”, “Wait 4 signal”, “Conducción digital”, “Velocidad controlada”, “Busco una nueva novia”. Casi todos los autocares son (por lo menos supuestamente) de la marca Volvo, y uno de cada dos microbuses hace publicidad gratuita de Adidas.

Desconecto de tan absurda lectura echando una cabezadita de la que salgo precipitadamente al notar una extraña sensación que casi no recordaba: ¡Alarma, alarma, contacto físico! Mi vecina de asiento ronca suave y placenteramente apoyando su cabeza sobre mi hombro, y nuestras piernas se hallan asimismo unidas. A pesar de ser joven (para un yayo…), ella tiene un perfil ratonil al que nadie se atrevería a definir como atractivo, y me apresuro a comprobar si se encuentra por los alrededores alguno de los inevitables paparazzi chinos. ¡Solamente faltaría que me colgasen en la Red! Aunque me aparto (¡Leprosa!) evitando despertarla, su cabeza cae como una plomada en cuanto pierde el punto de apoyo, y ella empieza con el más angustioso de los espectáculos; a pesar de levantar la cabeza como si se despertase, la deja caer inmediatamente de nuevo al ser incapaz de permanecer despierta (seguro que tiene media docena de críos en casa y no ha dormido ocho horas seguidas desde que se casara), y continua así imparablemente hasta que yo, preocupado por su salud, salto por encima de ella para reclinar su asiento desde el corredor (siendo maldecido por la occidental que está sentada detrás); logrado ya mi propósito, y cuando vuelvo a sentarme, ella despierta satisfecha.

El Valle de Katmandú es un culo de saco (como Andorra si no tuviese una salida hacia Francia) y hacemos los últimos cincuenta kilómetros formando parte de un largo gusano multicolor. La duración aproximada del viaje es de seis horas, pero al fin son los accidentes y las averías los encargados de decidirla; en esta ocasión nos detiene una excavadora que limpia una avalancha de tierra mientras cientos de camiones y autobuses se tuestan bajo el sol. Estamos a punto de sufrir un accidente peligroso cuando un camión se desvía para evitar a un cabrito que hace la siesta sobre el asfalto y solamente logra detenerse a un par de metros frente a nuestro autocar. Me instalo en la pensión familiar “Himalaya” cercana a Freak Street. Han subido los precios (con los que pagan los estudios universitarios de la hija en Occidente), y las quinientas rupias (cuatro euros y pico) por una habitación doble me sientan como una patada.

Día movido. Katmandú es una ciudad madrugadora, y a las seis de la mañana ya estoy visitando mis templos predilectos alrededor de la Plaza Durbar junto con cientos de devotos y acompañado del repiqueteo de campanillas y el perfume del incienso. Me muevo entre los puestos de los campesinos que venden flores, frutas y verduras sobre el suelo, los estudiantes de aspecto moderno y occidentalizado, igual que los elegantes ciudadanos que hacen ejercicio, los barrenderos y basureros, las vacas sagradas, y cientos de palomas que compiten con ellas picoteando los frutos secos que la gente les echa. También hay unos jóvenes que juegan al badminton, y, por supuesto, un infinito número de bicicletas, “ricchós”, y motocicletas. Al rato, cuando me dirijo hacia otra parte de la ciudad, cruzo el inmenso Parque Ratna y lo hallo lleno de deportistas; varias compañías de soltados se entrenan en la parte reservada al ejército, y cerca de ellos trotan en formación cincuenta caballos montados por oficiales a los que siguen tres carruajes dignos de la realeza.

Llego a la Oficina de Inmigración antes de que abran, y relleno el papeleo solicitando los dos meses restantes de visado que me corresponden para este año; pero me amargan un poco el día diciéndome que me los darán de uno en uno para que no me empalague, y me rematan cobrándome sesenta dólares: ¡Los materialistas maoístas me sablean dos putos dólares diarios cuando solamente pago tres por la cabaña y la comida! Ahí están las circunstancias de las que hablaba antes, ya que, en vez de quedarme en Sauraha hasta el final del visado, decido que pasaré el último mes en las frescas montañas que hay alrededor de Katmandú.

De compras. Calzoncillos indios “Macho” (muy adecuados) que solamente consigo después de desechar los inevitables productos chinos que me niego filosóficamente a usar. Seis metros de algodón blanco para un “traje” (“Con un traje nuevo, entra en la cafetería, un africano por la Gran Vía”). Té biológico para el señor Tolstoi, quien bebe cada noche varios litros del que se usa para el chai y (sin la leche desintoxicante) es puro veneno. Visito al zapatero remendón que tiene instalado su negocio en el polvoriento suelo de Freak Street, y juego con su hijo mientras recauchuta mis sandalias (es un buen profesional (cosa rara entre los de su gremio) que hace un año le salvó la vida a mi bolsa de viaje). Consigo gratuitamente los libros “Culture Shock! A Guide to Customs and Etiquette of Nepal” de un tal Jon Burbank, y una delicia para los amantes de los perros con la que llego a llorar de tanto reír, “Marley and me (el peor perro del mundo)”, del señor John Grogan. Intento llamar por teléfono a Europa, y abandono asqueado al conseguir en cada ocasión una calidad de sonido digna de hace treinta años.

Delicias ciudadanas

  • Saboreo el mejor flan de Asia en el “Snowman” (gracias amigo riojano), lucho contra la deshidratación tomando docenas de zumos de granada, de piña, y de caña de azúcar, y acompaño las comidas con “parotas” y “rotis” de horno. Me cruzo con la nariz más larga del mundo: un palmo de zanahoria (sin exagerar). La “perrera” de la capital se dedica a cazar a los toros y los búfalos sin dueño que pululan por la carretera de circunvalación. Paso por una calle a la que han declarado libre de los humos del tabaco (como lo es supuestamente toda la ciudad de Vientiane) para evitar que se mezclen con los del gasoil: pura hipocresía política. Veo dos autocares que parecen llevar el mismo destino, el “Barcelona Express” (con el obligado sello del club de fútbol), y el “Shakira Express”.
  • Al cruzarme por las praderas de Sauraha con un copión que iba vestido de blanco, comprobé que, al contrario de lo que pretendía hacerme creer el señor Ego, los paparazzi chinos no me persiguen por mi indiscutible atractivo físico ni por a mi “evidente santidad”, sino debido a la forma como destella el color blanco entre el verde de la jungla.
  • Cuando juego al backgammon siempre me encuentro ante el mismo dilema, ¿tratar de gozar o de ganar?
  • Al leer acerca de las posibles virtudes curativas de los rayos y la electricidad (suponiendo que se sobreviva), pienso que, de ser cierto, la descarga eléctrica que recibiera Shankar hace años (le lanzó a la calle desde un primer piso sin tan siquiera perder el conocimiento) podría comportar que llegase a reviejo como el tatarabuelo de su mujer.
  • Ha muerto el escritor nigeriano Chinua Achebe; tenía ochenta y dos años, y se hizo famoso a los veintiocho con la novela “Todo se Derrumba” que leí en Lanzarote en los años ochenta.
  • Muchos de los sastres nepaleses e indostanos siguen usando planchas calentadas con brasas.
  • Pasa una motocicleta en la que van montados un chico y una chica; a pesar de ser ambos guapos, mis ojos se sienten más atraídos por la máquina, y me pregunto si soy “motosexual” en vez de homosexual, bisexual o heterosexual.
  • El señor Tolstoi me contó la experiencia que tuvo con una quiromántica gitana, la cuál le vació completamente los bolsillos como si le hubiese hipnotizado: “Pon otra monedad”, “Pon otra moneda”, “Pon otra”.
  • Un tipo colérico se me vino encima y, después de detener su puño a unos pocos centímetros de mi cara de conejo (sí, la que veo en el espejo), permanecimos inmóviles por unos largos momentos en los que él se dedicó a hacer el ridículo mientras yo me reía por dentro.
  • Comparto el vecindario con docenas de arañas, familias de dragones, y roedores de la jungla que se empeñan en anidar en el tejado; por encima de éste, y como ya os había contado otras veces, en el tamarindo reside una pareja de Hornbill gigantes. También hay alguien más del que no puedo decir si anda, salta o serpentea; solamente sé que me picó hace tres semanas y la mitad de mi pie izquierdo todavía sigue morada.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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