La crónica cósmica. Amigo, hoy vamos a hacer algo único

PASO A PASO – Calcuta, Bengala, India. Otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. “Los domingos son los días más aburridos para estar en una ciudad”, pensé mientras transcurría lentamente aquella mañana festiva en la que Calcuta parecía dormida debido a que la mayoría de sus comercios permanecían cerrados y el personal se había quedado más rato en la cama.

Quien seguía en su puesto en espera de algún cliente era al canoso Akeyo, el hombre caballo que conocí cuando llegué a Calcuta, a quien, aparte de invitarle a beber algún chai, por el momento no le había dado negocio alguno.

“Namasté, Nando Baba, qué haces?”. “No sé…”, empecé a decir, y cuando de pronto lo tuve claro le propuse: “¿Qué te parecería llevarme a dar una vuelta en tu ricchó por esas calles desiertas?”. “Eso está hecho”. “¿Cuánto me cobrarás?”. “Eso dependerá del tiempo”. “¿Media hora?”. “Sahib, tú pondrás el precio”, concluyó Akeyo sabiendo que generalmente los occidentales éramos más generosos que sus compatriotas.

En cuanto me senté y Akeyo levantó los finos y largos brazos de madera de aquel primitivo vehículo, comprobé que era realmente confortable y totalmente opuesto a los incómodos asientos de los ciclo-ricchó. Junto a las manos del hombre caballo colgaban unos grandes cascabeles que él, mientras trotaba, usaba para avisar de su paso a los pocos transeúntes.

Después de un rato recorriendo solitarias callejuelas del barrio, le pedí a Akeyo que hiciésemos una parada: “Donde tú sepas que preparan buenos chai”.

Sentados sobre unas cajas el uno al lado del otro con el tazón de arcilla en una mano y un bidi en la otra, le pregunté a Akeyo si había nacido en Calcuta. “No, no, yo vengo del campo, de una aldea del sur, cerca de Orissa», me respondió.

“Pero un año, cuando era pequeño, los monzones no llegaron, y al siguiente lo hicieron trayendo ciclones que se llevaron por delante lo poco que mis padres tenían, incluida la vivienda. Sin casa ni nada que comer, y endeudados con cada pariente, vinimos a Calcuta esperando, por lo menos, poder sobrevivir. Empezamos viviendo en una chabola de diez metros cuadrados que construimos con latas y cañas en un terreno cercano al basurero, por el que teníamos que pagar un buen alquiler al cacique local, personaje de quien hoy sigo dependiendo, treinta años más tarde, porque a él pertenece este ricchó”.

“¡¿Me estás diciendo que el ricchó no es tuyo?!”, exclamé asombrado, y Akeyo comentó riendo: “Los extranjeros no sabéis nada de la India ni de cuan difícil es la vida de los pobres. Nunca, o muy pocas veces, os encontráis con el propietario de la tienda, el hotel, el restaurante o el taxi que tomáis, porque los amos son demasiado ricos para trabajar en una sociedad repleta de pobres dispuestos a cumplir con cualquier tarea a cambio de un chapati”.

“Entonces, ¿tú has de pagar un alquiler mensual al propietario del ricchó?”. “Por supuesto, pero no mensualmente, sino a diario, y le entrego a su capataz la cantidad acordada cuando devuelvo el ricchó al almacén donde guardan cientos de ellos que enriquecen al amo más y más cada día”.

“Mientras los pobres que tiráis de ellos os hundís cada día un poco más en la miseria, ¿verdad?”. “No, eso no, porque cuando no se tiene absolutamente nada no es posible empobrecerse más. Por lo menos será así mientras tenga salud para seguir tirando del puto ricchó, pues vivo al día, y cuando por la noche me acuesto difícilmente habré logrado salvar una sola rupia para el día siguiente”.

“¿Qué sucedería si cayeras enfermo o te rompieses una pierna?”, le pregunté. “Supongo que me vería obligado a vender a mis otras dos hijas a algún prostíbulo, como ya hice con la segunda con el fin de pagar unas deudas y conseguir la dote para casar a la primera”, respondió tranquilamente Akeyo dejándome boquiabierto.

“¡¿Cómo?! ¡¿Que vendiste a una de tus hijas?!”. “Sí, pero no fue por mi voluntad. Mi mujer había estado enferma y yo tuve que pedir un préstamo a mi jefe para adquirir las medicinas. Pero como los males nunca vienen solos, poco después, al golpearme el pie derecho con un adoquín, me rompí un dedo y tardé un par de días en volver a jalar del ricchó cojeando. De esa manera mi deuda con el amo aumentó, pues tenía que seguir pagando por el ricchó si quería evitar que se lo pasasen a cualquiera de los muchos que esperaban para conseguir uno.

Teniendo claro que sería incapaz de cancelar mis deudas me limité a esperar la llegada de lo irremediable, y un día el gran señor, a quien pocas veces veía personalmente, me llamó a su presencia, ordenó al capataz que nos dejase a solas, y a continuación, sin preámbulos, habló de mi deuda mientras yo me limitaba a estar de pie juntando las palmas de las manos frente a mí en señal de respeto, y respondiendo, “Sí, señor”, “No señor”, “Absolutamente de acuerdo, señor”, “Cómo desee, señor, usted manda y yo obedezco”.

Aquella misma tarde dejé a mi esposa llorando cuando me llevé a mi hija Mina de nuestro hogar. Tomamos un autobús hasta la dirección que me habían dado en los barrios cercanos al puerto, llamé a una puerta en la que apareció una mujer que ya me esperaba, le entregué a la niña, que acababa de cumplir los diez años, y partí sin despedirme para evitar ponerme a berrear”.

“¿Qué habría ocurrido si te hubieses negado a cumplir las órdenes de tu jefe?”. “Para empezar, deja que te aclare que, si uno quiere seguir vivo, no discute o cuestiona al amo, ya que por mucho menos ha hecho desaparecer a otros pobres incautos que no han sabido comportarse debidamente. La única posibilidad habría sido que, aun diciendo que sí a cuanto ordenó, hubiera tratado de huir con toda mi familia.

¿Pero adónde ir, y cómo hacerlo sin una sola rupia en los bolsillos? Además, de aquella forma, después de saldar mis deudas, todavía me quedaría la cantidad que pedía un camarada para casarse con la mayor de mis hijas”.

“Si la segunda tenía diez años, la mayor no le llevaría mucho, ¿verdad?”. “Sí, tenía doce años, y la seguía Rajiv con once”.

“¿Y con doce años ya la casaste?”. “Bueno, en realidad la boda se celebró dos años más tarde, pero en aquel momento firmamos los contratos y yo pagué la dote”.

¿Y tu colega qué edad tenía?”“Era joven, quizás habría cumplido los veinticinco años”.

“¿Y tú, Akeyo, cuántos años tienes?”, le pregunté fijándome en sus cabellos plateados. “Creo que treinta y pocos. Sin embargo los hombres caballo envejecemos deprisa y morimos pronto. Solamente he conocido a uno que hubiese alcanzado los cincuenta años”.

La India me estaba aportando otra experiencia increíble, me dije atónito mientras observaba al sonriente Akeyo. Sus amables ojos estaban enrojecidos como su boca, que en ésta se debía al betel: el narcótico encargado de mantenerle en marcha aunque se alimentara con muy pocas proteínas; lo que acabaría acortándole la vida.

Por lo que parecía, Akeyo jamás pensó en ponerse uno de los condones que el gobierno repartía gratuitamente, y pensé cínicamente: “Total, en caso de necesidad, siempre puede vender a un burdel el fruto de sus polvos”.

Entonces tuve una idea para completar mi comprensión de aquella increíble historia y, después de pagar por el chai, detuve a Akeyo cuando iba a ponerse frente al ricchó, y le propuse: “Amigo, hoy vamos a hacer algo único que ambos recordaremos para siempre; yo, el rico cliente occidental, trotaré frente a ti tirando del ricchó mientras tú, cómo un señor, irás cómodamente sentado fumándote un cigarrillo rubio”.

“No, no, no es posible…”, se resistió un poco el bengalí sin poder ocultar que le encantaría montar aquella payasada para poder contársela a sus nietos.

En cuanto Akeyo tomó asiento ocupando el lugar del cliente y yo levanté los brazos de aquel vehículo de aspecto ligero, entendí inmediatamente porqué los hombres caballo vivían pocos años, pues descubrí que el ricchó pesaba una barbaridad, peso que pareció aumentar al empezar a tirar de él. Pero si arrancar ya era duro, frenar representaba un esfuerzo más que doloroso.

“Deberías instalarle unos frenos como los de las bicicletas”, grité mientras trotaba calle abajo haciendo repicar los cascabeles y convirtiéndome en la atracción de las pocas personas presentes, quienes se desternillaban de forma parecida a como lo hacía Akeyo a mis espaldas. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba

Dejar una Respuesta

Start Typing

Preferencias de privacidad

Cuando visitas nuestro sitio web, éste puede almacenar información a través de tu navegador de servicios específicos, generalmente en forma de cookies. Aquí puedes cambiar tus preferencias de privacidad. Vale la pena señalar que el bloqueo de algunos tipos de cookies puede afectar tu experiencia en nuestro sitio web y los servicios que podemos ofrecer.

Por razones de rendimiento y seguridad usamos Cloudflare.
required





Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y mostrarte publicidad relacionada con tus preferencias mediante el análisis de tus hábitos de navegación. Si continuas navegando, consideramos que aceptas su uso. Puedes cambiar la configuración u obtener más información aquí