La crónica cósmica. Así funcionan las cosas en India

TRAZOS – Colinas Kumaon, Uttarakhand, norte de la India. Frente a la granja donde me hospedo pasa una carreterita que tiene la anchura de un solo coche; si se encuentran dos de cara los conductores tienen que realizar intrincadas maniobras. Cuando en 1991 llegué aquí por primera vez, esta carreterita todavía era un sendero encantador por el que yo paseaba a la sombra de los árboles que lo cubrían.

Más tarde ensancharon el sendero dándole ya la forma de una pista por la que circulaban los primeros vehículos. Unos años después cubrieron la tierra con una capa de cemento y convirtieron la pista en una calle. Calle que mi amigo el Señor Chacal bautizó con el nombre de Chill Street porque, al estar encarada al norte, en invierno hace mucho frío. Incluso pintó y colgó los pertinentes carteles.

Posteriormente la calle se transformó en una carreterita que desciende hasta el bazar del pueblo, que se halla más o menos a unos tres kilómetros, y ahora, al pasear por ella, tengo que apartarme de vez en cuando para dejar pasar a diferentes vehículos.

No obstante, como prueba de mi habilidad para adaptarme, esa paulatina transformación del sendero hasta convertirse en carretera, no me ha provocado enfado o alterado mi paz mental: es la misma imperturbable reacción que he tenido a través de las últimas décadas acerca de la India mientras se modernizaba.

Valdrá aclarar que la susodicha carreterita, que recorre la ladera de una empinada colina, continúa estando cubierta de árboles y que por debajo de ella sigue habiendo zonas de cultivo. La mayoría de vehículos que circulan por ella son las motocicletas de estudiantes que se dirigen a la cercana universidad. Un centro que edificaron recientemente en medio del campo y da a este sitio la simpática atmósfera que tienen todas las poblaciones estudiantiles.

Los bosques que se ven desde esta carreterita en la vertiente contraria del valle esconden nuevas viviendas de las que, en muchos casos, sólo descubro su presencia de noche, al ver sus luches cuando regreso a casa tras pasar un rato con el señor Lobo, el señor Jabalí y el señor Chacal, con quienes suelo jugar al backgammon mientras filosofamos, fumamos porritos y tomamos unas copas de ron.

Son viejos amigos con los que he mantenido una buena relación desde que llegaron a este valle poco después de que lo hiciese yo y, tras ser seducidos por estos bosques y estos lagos, pero también por el aire limpio y el silencio, decidieran quedarse permanentemente aquí y edificaran sus aisladas viviendas.

En nuestras conversaciones hablamos a veces de los amigos que pasaron a mejor vida (vaya expresión para referirte a alguien que la ha palmado). A algunos se los llevó el maldito COVID-19 (los indios prefieren llamarlo Corona). Para evitar en lo posible los contagios de ese virus, qué oportuna resulta la forma india de saludar de lejos juntando las palmas de las manos frente a ti: “Namasté”.

En estos cuatro años en que estuve ausente, hubo asimismo diferentes defunciones debidas a otras enfermedades, como la abuela de la familia con la que vivo, que falleció de pronto a los setenta años y no se llegó a saber cuál era la causa: así funcionan las cosas en la India. En nuestras charlas también mencionamos al difunto amigo occitano, trotamundos al que conocían, querían y respetaban.

La peor de las muertes fue la del carismático Josh, que se partió la mitad de los huesos al despeñarse por un precipicio frente a su lujosa casa cuando regresaba bastante colocado de una fiesta. ¡¿Cuántas veces me habré preguntado por qué, en este país, no ponen barandillas que puedan evitar este tipo de frecuentes accidentes domésticos?! Recuerdo una granja de Himachal Pradesh en la que estuve hospedándome cuyo patio terminaba súbitamente con una caída vertical de cinco metros sin barandilla ni protección alguna, a pesar de que había varios niños pequeños que jugaban junto a ella continuamente.

En la cumbre de una de las colinas de estos alrededores se encuentra el áshram de un santón que, tras haberse instalado allí buscando la soledad, pasó la primera noche en una cueva acompañado de un leopardo al que únicamente descubrió al despertar por la mañana. Para salir de allí tuvo que esperar a que se fuera el lindo gatito. Paulatinamente, el santón empezó a tener más y más seguidores hasta que, al fin, se hizo realmente famoso cuando uno de ellos resultó ser un ministro del gobierno.

Actualmente, gracias a un rico mecenas, tiene a su disposición un Mercedes con chófer e incluso un helicóptero para desplazarse a grandes distancias. Bruce Chadwin mencionó a este santón en su interesante ensayo Los trazos de la canción.

LOCURAS DEL INDOSTÁN

  • En Nueva Delhi han arrestado a tres policías por raptar a un inspector de Hacienda y exigirle dinero si no quería que lo metiesen entre rejas por falsos cargos de corrupción.
  • En la ciudad de Sangam han suspendido de empleo y sueldo a dos policías tras ser grabados por las cámaras de seguridad cuando uno robaba una bombilla de una tienda y el otro el teléfono móvil de un hombre que estaba haciendo la siesta. Si os dejáis caer por la India recordad que los únicos policías que tienen autorización de cachearos son los oficiales.
  • Los devotos hindúes de Delhi celebraron la Chatth Puja tomando un baño “purificador” en el río Yamuna sin que les preocupase la espuma tóxica que cubría sus polucionadas aguas.
  • Dos grupos de indios de la ciudad canadiense de Mississauga celebraron la festividad de Diwali pegándose de hostias: unos blandían la bandera india y los otros la de Khalistán, el país que desearían recuperar los punjabis.

Aquí van unas cuantas recomendaciones más de sitios interesantes que publica el periódico The Times of India para quienes planeáis viajar a la India.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Continúa de la crónica anterior. En la comunidad altamente tradicional de aquella aldea, cualquiera estaba autorizado a dar órdenes a los más jóvenes; por ejemplo, un chico de veinte años podría mandar a uno de diecinueve, ya fuese vecino, amigo o pariente, a comprar un cigarrillo incluso a varios kilómetros de distancia. Y éste, estuviese haciendo lo que fuese, debería obedecer sin rechistar. A la vez que, por otro lado, también tendría derecho a pasar la orden a cualquier otro más joven que él con quien se cruzara. Al final el cigarrillo podría llegar de la mano de un desafortunado crío de siete años que no habría encontrado a quién pasarle la pelota.

La nueva casa de mi amigo Carfa, un edificio poco acogedor de cemento que se hallaba todavía sin puertas ni ventanas, se había convertido en el lugar habitual de las reuniones de nuestro grupo. Una mañana, mientras charlábamos, entró en la aldea un camión que circulaba lentamente por la calle con las ruedas hundidas en la arena. A pesar de tenerlo terminantemente prohibido, media docena de críos salieron corriendo tras el vehículo para intentar colgarse de su parte trasera.

Era un juego que los mayores consideraban peligroso, y el bueno de Carfa, al ver a su sobrina Mariama galopando entre los bulliciosos niños, salió al exterior en un santiamén, agarró una piedra y la arrojó contra la niña de escasos siete años. Ella, al sentir el proyectil en su espalda, detuvo su carrera sin más problemas.

Pero poco después, cuando Carfa regresaba a la casa arrastrando a su llorona sobrina dispuesto a castigarla, entró en escena su padre, o sea el abuelo de la niña, un hombre corpulento que lucía largas barbas y vestía la túnica tradicional. Al verle, ella empezó a chillar dando saltos para liberarse de la férrea mano de su tío. Por un momento Carfa se opuso a que la cría pasara a disposición de su padre, y éste le convenció de lo contrario, mostrándole un puño amenazador.

A continuación, agarrando a la pequeña como si fuese un muñeco, se la llevó hasta el patio, donde arrancó una fina y elástica rama de un árbol. La niña, sabiendo lo que iba a sucederle, chillaba y lloraba pidiendo compasión. Empezaron los azotes, uno, dos, tres, muchos.

Yo estaba rígido, aparentemente impasible, esforzándome en respetar las costumbres locales por muy absurdas que fuesen. Pa, Musa, Carfa y su mujer reían nerviosamente, aunque sin darle más importancia porque aceptaban que la cría tenía que ser castigada.

Terminado el correctivo, la dulce Mariama, que tenía toda la espalda marcada, saltaba, lloraba y chillaba debido al dolor. Como respuesta recibió la amenaza de otra tunda si no se callaba, y se escondió en un rincón para seguir llorando al mismo tiempo que intentaba tocar sus heridas sin alcanzarlas.

Momentos antes de producirse aquel absurdo drama, yo había estado observando a Mariama pensando escribir acerca de ella, de su cabeza rapada, que parecía un melón, de su cara feúcha, de la ropa de niño que vestía, sucia y vieja, de su mirada angelical y la dulce sonrisa que me llegaba al corazón.

Luego, a pesar de que había evitado enfrentarme al abuelo, decidí que, al ser mayor que mis amigos, podía otorgarme el derecho de darles un poco la bronca, y les dije: “Vosotros, con más de veinte años de edad y siendo plenamente responsables de vuestros actos, tendríais que hacerla muy gorda para recibir una pena como ésta. Pero a ella, que no tenía ninguna mala intención y tampoco defensa alguna, la castigáis con tanta dureza porque, en realidad, no sabéis cómo convencerla de que no se debe correr tras los camiones”.

Durante un rato el grupo entabló una suave discusión en la que cada uno aportó sus propias opiniones; mas yo, el tubab (blanco) justiciero, no había terminado, y tras esperar el momento adecuado, apuntillé: “En Europa hay muchos países en los que se puede acabar en la cárcel por hacer una cosa así…”. Demostrando mi maquiavelismo, dejé transcurrir unos instantes de silencio para que creyeran que ya había terminado, y luego añadí: “… a un perro”. Mis jóvenes amigos enmudecieron fijando las miradas sobre el suelo de cemento. No se volvió a tocar el tema. Continuará.

EL PLACER DE ESCRIBIR Y EL PLACER DE CORREGIR – David Linch decía: “Para ser feliz has de divertirte con lo que haces”. A mí avanzada edad, yo añadiría que la felicidad es la ausencia de dolor (¿lo dijo Epicuro?). Recientemente, aquí en las Colinas Kumaon de Uttarakhand, finalicé la novela Viudas. La inicié el 16 de agosto de 2021, en Le Teil, en la casa del amigo occitano, que fallecería de cáncer el 24 de diciembre. Unos meses más tarde la continué en el chalet de los amigos valencianos en Xàbia. Luego volé a Lanzarote y estuve escribiendo los siguientes capítulos en la casa de Joe Pastorius, en Tinajo. Después fui a Cataluña y seguí tecleando en la casa de otra buena amiga antes de regresar a Le Teil, donde permanecí los dos últimos meses antes de venir a la India. Ahora ya he empezado la siguiente novela: Más allá.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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