DE NUEVO EN RUTA – Antes, en los viejos tiempos, que por cierto eran igual de buenos que los actuales, yo siempre estaba dispuesto a hacer las maletas y cambiar de residencia sin que importara mucho dónde estuviera.
Esta rutina provocaba controversias cuando viajaba con mi mujer; pues a ella, que tenía un alma sedentaria, siempre le dolía partir de los lugares en que habíamos permanecido una temporada.
Sin embargo, ahora, con la vejez a cuestas, a mí me sucede algo parecido, e incluso siento un sutil temor cuando se acerca el momento de ponerme en ruta.
Por suerte, llegado el momento de viajar, mi carácter de trotamundos continúa teniendo la batuta y tal desazón, se va al carajo en cuanto me cuelgo el equipaje de los hombros.
De todos modos, gracias a la cuestión de los visados que me obligan a mover periódicamente el culo, no corro el riesgo de convertirme en un viejo sedentario. Lo que sí debo confesar es que, actualmente, me muevo en plan señoritingo.
Sirva de ejemplo que la semana pasada, cuando me fui de las Colinas Kumaon, lo hice en un taxi, que vino a recogerme en la aislada casa donde me hospedaba, dejándome luego bajo la mampara de la entrada de la estación de los ferrocarriles de Kathgodam, evitando que me empapara el diluvio monzónico que caía.
Tan sólo unos años antes, pocos, me habría pateado los tres kilómetros que dista la carretera y habría aguardado el bus que me llevara a la estación de autobuses de Haldwani, desde la que iría hacia Delhi, con un horario incierto, circulando por carreteras inundadas o, peor todavía, que pudiesen estar cortadas por las habituales avalanchas de tierra causadas por los monzones. Esos últimos días, en las Colinas Kumaon, había más de cien carreteras cortadas.
Efectivamente, con el peso de la edad sobre mis espaldas, me he aburguesado, y partí de Kathgodam en un confortable y puntual tren Shatabdi del que, por supuesto, había reservado un asiento de ventanilla que me permitiese fisgonear los patios traseros de la India, como a través de un escaparate.
En esa parte posterior de las poblaciones, aunque en ocasiones puedan resultar un poco deprimentes, contemplo unos coloridos barrios de chabolas, que no tienen servicio alguno y a veces llegan a medir sólo cinco metros de fondo porque están encajonados entre las vías del tren y alguna carretera, o los muros de una fábrica.
De todos modos, claro, me parecieron más agradables y relajantes las vistas de la naturaleza en las que, de nuevo gracias a las lluvias monzónicas, imperaba el verde intenso, sobre todo el de los arrozales inundados, que alcanzaban hasta donde llegaba la vista.
Aquí va un poco de cultura: los principales productores mundiales de arroz son, por este orden, la India, China, Bangladesh, Indonesia, Vietnam y Tailandia.
La India ya es el país más poblado de la Tierra debido a que sus habitantes son muy aficionados a “hacer niños”. Así que, lógicamente, el tren estaba abarrotado de críos, a los que sus padres, ateniéndose a las tolerantes costumbres locales, permitieron jugar, correr y armar barullo a su aire durante las siete horas que duró aquel trayecto.
Había una niña de unos ocho años que no dejó de brincar de un extremo a otro del vagón sin que nadie la amonestase por estar molestando a los demás viajeros. A veces dudo de que en indostano exista el verbo molestar.
Pasé muchos ratos sonriendo gracias a tener frente a mí a un gracioso bebé de pocos meses que no dejaba de contemplarme asombrado.
En el mismo vagón en el que yo viajaba, había una pareja de turistas europeos a los que observé con curiosidad porque, como ya os comenté en ocasiones anteriores, en mi sitio predilecto de la Colinas Kumaon no acostumbran a venir extranjeros y no había visto ninguno durante los tres meses que había residido allí.
Quiero mencionar una cuestión en la que pienso cada vez que viajo en tren: sea cual sea el país, los vagones no disponen de lugares adecuados para que los pasajeros coloquen unos equipajes que, por lo general, son demasiado aparatosos y pesados para muchos de ellos, pues necesitan que les ayuden a levantarlos y colocarlos en las pertinentes repisas porque están demasiado elevadas.
PASO A PASO – Lago Titicaca, Puno, Perú, otoño de 1988. Continúa de la crónica anterior.
Me instalé en el vagón bufé de primera clase del tren diurno que ascendía desde Arequipa hacia el Lago Titicaca.
El tique de tres mil quinientos intis, demasiado caro para mis bolsillos y reservado a extranjeros y peruanos ricos, lo había conseguido en “La Sudamericana Tours” de la misma calle Jerusalén en que estaba mi pensión, la Residencia Guzmán. Había pagado un poco más para evitar hacer largas e inciertas colas en la estación ferroviaria.
Con las secuelas del viaje hasta “La Cruz del Cóndor” sobre mi rostro, o sea la piel de la nariz cayéndome a pedazos y los labios hinchados como los de un congoleño, pero encantado de ponerme de nuevo en marcha, me encontré compartiendo la cabina con los barceloneses Pere y Marta, que conociera en Cabanaconde al recorrer el Cañón del Colca; pero también con un simpático joven danés que se había hospedado en la misma residencia arequipeña que yo.
Cuantos se hallaban en aquel vagón de lujo, cerrado y protegido, sufrían la paranoia de los carteristas. Este terror fue aumentando a medida que transcurría la jornada y nos acercábamos a poblaciones que, por ser muy turísticas, también eran famosas por sus ladrones.
Según decían, el peor lugar era la ciudad de Juliaca, en la que se apearon para hacer transbordo quienes se dirigían hacía Cuzco.
Al observarlos tras la ventanilla me provocaron entre risa y pena porque, para protegerse, sus componentes formaban una masa compacta que parecía un solo animal con muchas piernas.
El miedo es un virus tan contagioso que incluso me alcanzó a mí. A pesar de hacer el trayecto charlando, bromeando y riendo con la pareja catalana, tuve que luchar continuamente para evitar que me dominaran las aprensiones.
Además, empeorando las cosas, el tren entró en la estación de Puno tras haber oscurecido, o sea a la hora del cansancio y el miedo.
Pero éste, el miedo, junto con todas las paranoias, se evaporó en cuanto puse los pies sobre el andén y retorné a la maravillosa realidad del viajero que, fuere adónde fuere, siempre había encontrado buen rollo.
Pere y Marta ya conocían el lugar porque habían viajado por Sudamérica el año anterior, y yo, siguiéndoles, me instalé en el cutre pero barato Hotel Europa compartiendo habitación con el danés por el simpático precio de ochenta y siete pesetas.
Los casi cuatro mil metros de altitud en que se hallaba Puno me recordaron inmediatamente mi estancia en Ladakh, y adiviné que, si no quería perder el resuello, debería andar despacio y, sobre todo, sin hablar.
Junto a la poco atractiva ciudad de Puno, y encargándose de helarla continuamente con sus aires fríos y húmedos, se hallaba el lago navegable más alto del planeta: el famoso Titicaca, del que todos hemos oído hablar en los tiempos escolares.
Los habitantes de Puno pertenecían en su mayoría a las etnias quechua y aimara, y hablaban sus lenguas milenarias. Las mujeres vestían media docena de enaguas bajo sus faldas y cubrían su cabeza con unos graciosos sombreros hongos. Tanto ellas como los hombres daban la impresión de encontrarse en un nivel evolutivo en el que todavía no hubiesen descubierto la sonrisa, pues mostraban una perenne seriedad.
Después de una primera noche de fiesta, alcohol y poco dormir, fui sacado del mundo de los sueños por mi vecino de cama danés, quien me dijo que partía hacia las islas del lago y me dejaba el dinero de la habitación encima de la mesita.
Cuando habían transcurrido diez cortos minutos y yo empezaba de nuevo a roncar, el recepcionista del hotel llamó a la puerta para confirmar si el chico de Dinamarca me había dado efectivamente el dinero.
Desesperando por no poder dormir, salí a la calle cargando una resaca de mucho cuidado. Entonces descubrí que, aparte de ser solamente las siete de la mañana, hacía un frío de miedo.
Tratando de disimular mi penoso estado, dejé que se me tragase la masa de gente que ya abarrotaba el mercado y avancé tambaleante entre montones de mangos, papayas, aguacates y de una fruta desconocida, a la que llamaban pepino a pesar de que tenía sabor a melón.
Después siguieron los chiringuitos y tenderetes de medicinas exóticas que los vendedores anunciaban a gritos: “¡Jugo de serpiente!”. “¡Polvo de concha para cicatrizar!”. “¡Coca para el mal de altura!”. Según contaban, los castellanos no habían logrado dominar a los incas hasta que empezaron a masticar las hojas de coca.
“¡Chicha de maíz morado! ¡Chicha de quima!”. La chicha era una bebida que, con el paso de las horas, fermentaba convirtiéndose en alcohólica. Según decían, era preparada por mujeres, quienes masticaban el cereal y después lo escupían en un cuenco.
“¿Ceviche, señor? El ceviche es muy bueno para la resaca”, me propuso un astuto comerciante adivinando mis penosas condiciones, o sea las de un potencial cliente.
Después de asentir, me dediqué a observar la preparación del que hasta entonces era mi plato peruano favorito; éste incluía pescado crudo cortado en pedazos muy pequeños y acompañado de cebolla, cilantro, guindillas y zumo de limón.
Desde el momento en que empecé a comer tuve la certidumbre de haber encontrado la medicina apropiada para mis males, porque con cada bocado sentía mejorar mi estado. Antes de haber terminado con el primer plato de ceviche ya había ordenado una segunda ración.
Tras acabar de desayunar, el sol hizo acto de presencia a través del lago, cuyos aires helados me parecieron de pronto vivificantes.
Pensando en completar la recuperación, me acerqué a un chiringuito de hierbas medicinales para pedir lo que el herbolario denominaba cóctel revitalizador: de una botella verde salió zumo de alfalfa, de otra púrpura, zarzaparrilla, de la amarilla, limón, y de las demás no logré enterarme, pero el resultado fue una bebida que podría haber resucitado a un muerto.
Mientras tomaba sorbos de aquel maravilloso néctar, el comerciante aprovechó para hacerme el horóscopo azteca: “Tú eres del signo de “la casa” con ascendente de “la sal””.
Poco después abandonaba el mercado más que satisfecho. Entonces se acercó a mí un ricchó de versión peruana, en el que la bicicleta y el taxista iban en la parte de atrás: “¿Un paseo, señor?”. “¿Cuánto?”. “Por quinientos intis te llevaré al fin del mundo”. “Perfecto, vámonos que nos vamos”.
Era domingo, y la excursión que hicimos siguiendo las orillas del lago hasta las afueras de aquella ciudad con aspecto de pueblo grande, incluyó una procesión en la que se paseaba a todos los santos del lugar, e iba acompañada por docenas de niñas vestidas de blanco, además de la obligada banda musical.
Poco después me crucé con el desfile militar de tono fascista que se montaban todos los meses en honor de la bandera. Continuará.
MIRA LO QUE PIENSO – Igual que sostiene la actriz Diana Dudinska, opino que: “Un verdadero viajero no es alguien que recorre el mundo, sino alguien que mira con curiosidad, escucha con respeto y conoce a la gente local”.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.