La crónica cósmica. Cuando «enloquecí» a los treinta y tres años

LAS LECCIONES DE LA VIDA. Cuando “enloquecí” a los treinta y tres años hace treinta y tres años y cambié el carné de sedentario por el del nómada, tuve la sensación de estar empezando desde cero para aprenderlo todo de nuevo; y no me refiero solamente al hecho de adaptarme respetuosamente a las costumbres de los países que visitaba porque de esa manera tendría más posibilidades de ser aceptado y, así, de sobrevivir, sino que, pongamos por caso, incluso debí alterar la forma de andar, pues, al ser una rata de ciudad y estar acostumbrado a arrastrar los pies sobre el asfalto siempre llano con los ojos puestos en la lejanía, en la jungla tropezaba continuamente o pisaba una mierda (una constante de aquella primera época fueron las heridas de los pies, que además se infectaban frecuentemente y tardaban una eternidad en curarse). Entre otras cosas aprendí que la prepotencia era cómica, que todos los patriotas provenían del lugar más “maravilloso” del Universo, que siempre encontraría a los mejores maestros en el camino Y que se hacía camino al andar, que actuar correctamente era muy gratificante, y que el ego demostraba su estupidez al alimentarse con la opinión de los demás.

Aprendí que la primera regla de la vida era ser feliz (sabes que has alcanzado esta meta cuando dejas de buscar la felicidad o tan siquiera de pensar en ella) y amable (pero ha de ser por la simple razón de que te guste), mientras que lo demás es secundario (que si eres un buen ciudadano respetuoso de la ley, que si un excelente ingeniero, etcétera). Por cierto, ¿prefieres ser guapo o inteligente? ¡Ja, seguro que te contentarías con mucho menos, ¿verdad?! También aprendí a intuir, a improvisar sobre la marcha, a dejar que las cosas sucediesen por sí mismas y aceptarlas en vez de planearlas. Pero aprendí sobre todo a pasar muchas horas bajo el mosquitero con el ventilador dando vueltas en el techo. En los países de mi predilección resulta generalmente difícil conseguir intimidad, y el mosquitero te da una sensación de intimidad dentro de la intimidad de la habitación porque deja afuera al resto del mundo, y, claro, también a los insectos de todo tipo. La cosa ya alcanza la perfección cuando la cama y el mosquitero son de matrimonio (como en Dharikari) y puedo tener permanentemente montada mi “oficina” allí. Esto es lo que hay ahora mismo a mi lado sobre la cama en que escribo (frente a la ventana abierta que me muestra el verdor exterior): el ordenador, el libro “The God of Small Things”, las gafas, el diccionario, un paquete de bidis, la bolsa de maría, el encendedor, el cenicero (viajo con mi propio cenicero), el bloc de notas, el bolígrafo, las tijeras (compradas en el Puerto del Rosario de Fuerteventura en el año 1987), el periódico “The Times of India”, y el mapamundi (he querido comprobar la situación geográfica de Jamaica (independencia en 1962) por algo relacionado con la historia que estoy escribiendo). Gran parte de los monzones los pasas bajo el mosquitero ya sea leyendo, escribiendo o soñando con las musarañas mientras escuchas el concierto de la lluvia sobre el tejado. Terminaré diciendo que aprendí asimismo que el peor mal de la humanidad estaba en los gritos de los histéricos y el silencio de los capullos.

LAS COSAS DE LA MEMORIA

  • Ahorita, cuando hace un mes que me fui de Assam, me ha dado por recordar aquel precioso jardín llamado Dharikari y a sus suaves habitantes, los “mising”, quienes, entre sus peculiares costumbres (y sea cuál sea su religión), en vez de incinerar a sus difuntos los entierran envueltos en algodón igual que los musulmanes. Otra prueba de que los “mising” siguen siendo auténticos está en que los lunguis tradicionales que visten y que tejen sus mujeres con telares manuales.
  • Hay diferentes razones por las que Dharikari se asemeja a Sauraha, y una muy determinante tiene que ver con las matas, las plantas trepadoras y el denso bosque bajo que se encargan de darles el toque selvático que yo denomino como “Efecto Jungla”. En realidad, para experimentar ese efecto jungla solamente tenía que apagar las luces por la noche, momento en el que empezaban las carreras y persecuciones por el porche (algunas veces salí de pronto con la linterna en la mano, pero nunca vi a “nadie”).
  • De forma parecida a cuando estuve viviendo un tiempo en Gambia (África Occidental) con unas gentes que me recordaban físicamente a diferentes primates (hasta que me acostumbré y pude apercibirme de su atractivo o fealdad), entre los “mising” había rostros con rasgos de orangután.
  • La esposa de Gora prácticamente no usaba especias para cocinar, caso contrario al de un chili rojo parecido a un pimiento pequeño y terriblemente fuerte que encantaba a su hijita de siete años; en el mercado los tenían aparte de los normales, en un número reducido y colocados el uno al lado del otro como en una bombonería suiza.
  • Los “mising” cristianos se parecen a los de Kerala (que pertenecen a la Iglesia Ortodoxa de Siria) en cuanto a las imágenes de Jesús, sano, alegre y destellante, al que pocas veces ponen sádicamente en un cruz.
  • El día antes de Navidad vi migrar a las golondrinas, y me pregunto si serán las mismas que hay ahora en Konarak.
  • También vi el insecto más maravilloso que se pueda imaginar: una arañita parecida a una esmeralda con patas.
  • Al pasar los días en el porche de la cabaña de Gora me acostumbré a la presencia (y ellos a la mía) de los pájaros que vivían en los árboles del jardín, la gran silbadora “urraca robin” a la que lograba atraer con mis horrorosos silbidos, o mi pájaro preferido, “el tordo silbador”, del que, tras haber llegado a creer que se hallaba en todos lados, ahora he descubierto (gracias al libro de pájaros indios del vecino inglés) que su hábitat se encuentra exclusivamente en una estrecha franja de las colinas y las llanuras meridionales del Himalaya, léase las Colinas Kumaon, Sauraha y Dharikari.
  • Desde el porche también saludaba a las vecinas que venían a recargar los teléfonos móviles porque en su casa no tenían electricidad, a los perros que nos visitaban diariamente a pesar de ser recibidos a pedradas (por parte de Gora), o las cabras a las que nuestra hierba les parecía la mejor.
  • Aquí va un ejemplo de las correrías que debía realizar cuando os quería mandar estas crónicas desde Dharikari (supongo que a los que estáis confortablemente espatarrados en el sofá y dais por sentado el mando a distancia y demás servicios, os parecerá increíble): “Adiós muy buenas”. “¿Adónde vas?”. “Al bazar”. “Ah, que te sea leve”. Primero dos kilómetros a patita hasta llegar a la carretera que bajaba de Arunachal, donde esperaba tranquilamente la llegada de algún jeep o ricchó; diez minutos, un cuarto de hora, “no problems”; un bidi, una meada, un ciclista o una patrulla del ejército que querían saber esto y aquello. Llegaba al primer bazar apretujado en un vehículo en el que no cabría una hoja de papel, y tomaba otro en las mismas condiciones para recorrer los doce kilómetros hasta Bhalikara (jamás arrancaban si creían que todavía podían meter a alguien más incluso sobre el techo o colgados de los laterales). Siguiente paso, el Cyber, “¡Sorpresa, Internet no funciona!”. Umm. “Voy a comer algo y luego vuelvo”. “VegChowmeinplease”. De nuevo en el Cyber, “No”. Hacía las compras, regresaba al Cyber, y entonces, cuando el tipo me estaba diciendo otra vez, “Ni, ni, ni, ni”, veía a sus espadas como las lucecitas del wi-fi (colgado en la pared) se ponían alegremente en acción. Unos momentos después abría el correo y mandaba la crónica con el tiempo justo, pues a continuación cortaban de nuevo la conexión, y hasta mañana si Dios quiere.
  • Unas imágenes para cerrar definitivamente el capítulo dedicado a Dharikari: Un árbol todavía joven al que le habían construido un pajar parecido a un grueso abrigo invernal del que solamente le sobresalía la copa. Un espantapájaros con casco de motociclista. Una boda en la que la presencia de un occidental (yo) eclipsó la de los novios (¡Rediós, todos a una intentando complacerme, darme palique, servirme más y más comida! ¡Son la hostia!). El padre de Gora compartiendo su cerveza de arroz conmigo al atardecer. Umm. Iba a colgar, pero me he acordado de algo más: Los tomates de Dharikari son sabrosos y dulces “como los de antes”, caso parecido al de la coliflor y las zanahorias: ¡Tiempos modernos, tiempos sin sabor, tiempos sosos!

FAUNÓPOLIS

  • Hace varias semanas os conté que un elefante había entrado en un zoológico atraído por las tiernas hojas de bambú de sus jardines y había tenido que ser devuelto a la jungla acompañado por cuatro elefantes domésticos; pues bien, resulta que a los pocos días volvió a las andadas, y ahora lo han condenado a cadena perpetua por reincidente. Al gustarle tanto el bambú, quizás le parezca de maravilla, ¿no? Las adicciones, aunque sólo sea al bambú, siempre recortan nuestra libertad; pero la única que no tiene límite (lo tenemos bebiendo, comiendo, follando o “colocándonos”) es la del dinero ya sea acumulándolo o apostándolo
  • Otro elefante, pero con más mal genio, se metió en una casa y acabó con todos sus habitantes.
  • Claro que hablando de mal genio, ahí está el un jabalí que mandó a ocho personas al hospital.
  • Un cocinero chino murió tras ser mordido por la cabeza de una cobra que había matado y cortado veinte minutos antes; en la próxima vida seguro que será vegetariano.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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