La crónica cósmica. Definitivamente, aquí no hay policías

CON LOS DADOS EN LA MANO – Sauraha, Nepal. En mis actividades diarias, y como si se tratase de un gimnasio al que acudiera para mantenerme físicamente en forma, ejercito mi mente y retraso mi senilidad jugando “sangrientas” partidas de backgammon durante varias horas, actividad en la que obligo a mis holgazanas neuronas a currarse el sustento.

Mi afición a este antiguo juego viene de tan lejos que cuando estuve faltado de competidores, por ejemplo durante las semanas que navegué por río Amazonas o en una aldea africana en la que residí un par de meses, enseñé las reglas “backgammonianas” a la gente local para poder seguir practicando.

Puedo decir que, a pesar de no ser un buen jugador, sí soy un eficiente maestro. De todos modos, y como sucede con todas las cosas, el backgammon será divertido o aburrido dependiendo de quien sea el contrincante.

He usado el adjetivo “sangriento” porque la diferencia entre un tipo de jugador y otro la marca sobre todo la seguridad, “¡Ay, qué miedo!”, o el arrojo, “¡Muere bellaco!”.

Las partidas con mi difunto amigo occitano tenían la forma de auténticos campos de batalla y las terminábamos resoplando como si hubiésemos estado pugnando en una competición de deportiva. Pero lo mejor de aquellos lances era que el resultado final fuera casi siempre inesperado, porque hasta el último momento podrían dar un giro de ciento ochenta grados y serían ideales para quienes apuestan dinero, que por cierto no ha sido nunca mi caso.

Así me está sucediendo actualmente con el Señor Tolstoi, el amigo ruso que vive aquí en Sauraha, con quien, tarde tras tarde, nos lo pasamos en grande; prueba de ello es que ni siquiera recordamos cuántas veces ha ganado uno u otro.

Ateniéndonos a que una imagen vale más que mil palabras, aquí van unos detalles que, aunque sea mentalmente, os ayudarán a visualizar el escenario en que se desarrollan nuestras partidas: una espaciosa habitación con vistas a los picos nevados de los Annapurna, un jarrón de cobre con varios litros de te negro que bebemos mezclado con ron añejo, polen de la mejor calidad traído desde Pokhara, la vieja perra acostada a nuestros pies que gruñe a la gatita recién adoptada y buena música sonando en el estéreo.

RUTINA DOMÉSTICA – El mundo está lleno de lugares preciosos que no nos lo parecerían si la comida no fuera de nuestro gusto. Entre todas las virtudes que tiene Sauraha (pronunciado Sauraaa) destaca la de la alimentación que, además de ser sana y sabrosa, es variada gracias a serme preparada por distintos cocineros.

Diariamente, y justo al mediodía, tomo en la pensión que me hospedo el almuerzo “dal bhat”, con arroz, lentejas, setas y verdura; está cocinado al estilo de la etnia Tharu y, además de ser picante, incluye siempre mucha clorofila; completo el “dal bhat” con el cremoso yogur que venden en paquetes de medio kilo y la miel de la jungla que adquiero en tarros de un kilo.

En cuanto a la cena, y adaptándome a los deseos mis amigos, voy alternándola en tres sitios distintos: ayer en casa del Señor Tolstoi, hoy en la de Shankar y mañana la tomaré en mi pensión a cargo del paisano que la dirige. Y vuelta a empezar.

Desde el punto de vista nepalés, los platos que me sirven se podrían considerar exóticos. Algunos ejemplos: los finos crepes con carne de búfalo del Señor Tolstoi, el arroz frito al estilo mongol de Shankar y las tortillas de patatas con guindillas verdes de mi paisano. Hmm, mejor, imposible.

Esos tres amigos son tan distintos entre sí como lo son su edad y sus orígenes. Sin embargo, el ruso y mi paisano tienen en común que siempre están en contra de todo: las noticias o son falsas o son pura lavada de coco de unos gobiernos dirigidos desde la trastienda como auténticos títeres.

Ambos hablan un inglés macarrónico regado de palabras y expresiones que, si no pertenecen a su propio idioma, son inventadas. Cuando el Señor Tolstoi dice diferente, significa “difícil”; sentarse, “estar en un lugar”, “me senté en la cárcel”; me entiende, “me conoce”. Mi paisano hace lo propio pero con palabras catalanas, que pronuncia en su versión particular del inglés, y otras inglesas con un inconfundible toque catalán. ¡Ja, conversar con ellos requiere un ejercicio intelectual igual que con el backgammon!

PASO A PASO – Koh Phangan, Tailandia, otoño de 1987. Continúa de la crónica anterior. Al fin decidí escuchar la llamada de la hermosa isla de Koh Phangan que veía continuamente desde mi cabaña. Con sólo patearme unos pocos kilómetros siguiendo la costa de Koh Samui hacia el norte pude embarcar en el bote de un pescador que cruzaba las aguas del Golfo de Tailandia cada tarde a las tres para llevar a unos pocos turistas hasta la cercana playa de Haadrín.

Partí mojado de Koh Samui y llegué mojado a Koh Phangan porque la embarcación echaba anclas a unos metros de la arena. Pero en aquel clima tropical, donde el bochorno era permanente, la sensación de humedad sobre la piel duraría pocos minutos y resultaba agradable.

En cuanto puse los pies en tierra no tuve la menor duda de que había acertado. Las veces en que había soñado con pasar una temporada en una isla paradisíaca, ni mi desmadrada imaginación se había atrevido a recrear tanta perfección como la que me rodeaba.

El agua del mar, bajo la que se escondía un mundo de coral y se encontraba totalmente en calma, lucía una buena colección de tonos azulados y verdosos. La playa de arena blanca era muy limitada porque enseguida dejaba paso a una tierna hierba verde que sería regada por lluvias frecuentes. Diferentes árboles, sobre todo cocoteros, se encargaban de dar sombra a media docena de cabañas de bambú. Éstas estaban levantadas junto al agua. Entre ellas había un edificio de más tamaño y del mismo material que hacía las veces de comercio y restaurante.

Nada más. Mirase hacia donde mirase sólo se veía playa, jungla y mar. En la terraza, sobre cada mesa del restaurante había un “bong”, la pipa de agua hecha de bambú que se usaría para fumar maría, y pensé:“Definitivamente, aquí no hay policías”. Y contemplando la espesura selvática, añadí: “Ni carreteras, ni tráfico, ni ruidos u otras modernidades”.

Una tailandesa apareció en la vacía terraza y, descendiendo los cuatro escalones que la separaban de la hierba, se dirigió hacia mí. Era una mujer de mediana edad, con gafas y, cosa extraña entre sus compatriotas, muy poco femenina. Me preguntó si buscaba aposento y dijo que podría alquilarme la cabaña que había a mi lado por veinte bahts.

Ella seguía hablando cuando yo ya trepaba los dos escalones de la que sería mi morada. Media docena de zancos elevaban la cabaña del suelo. El pequeño porche frontal, en el que solamente cabía un sillón de bambú y una pequeña hamaca, se encontraba a menos de dos metros de las templadas aguas del Golfo de Tailandia, tras las que se divisaba la costa de Koh Samui.

Al abrir la puerta, mi alma de monje se sintió agradecida ante tan perfecta simplicidad. La habitación no media más de cuatro metros cuadrados, ocupados en casi su totalidad por una cama de matrimonio sobre la que, cerca del techo, había unos cables metálicos adheridos a las paredes de su cabecera y los pies, perfectamente tensados; cables de los que, gracias a unas anillas, colgaba un mosquitero rectangular. Con un solo movimiento de muñeca comprobé que aquel artilugio contra los insectos se plegaba o extendía en un instante.

El colchón era duro, a mi gusto, y se hallaba sobre unas tablas que dejaban correr el aire. El único armario se escondía sobre el techo del porche y, en cada una de las cuatro paredes, había una ventana, cerrada con un postigo, que permitiría refrescantes corrientes de aire. “Estos tailandeses son la hostia”, pensé al terminar con la inspección de tan completo y limpio habitáculo.

Al escuchar a la mujer decir que en el restaurante servían tanto comida tailandesa como occidental y también tortillas de setas mágicas, decidí permanecer una temporada allí incluso antes de que ella añadiese: «En la tienda puedes adquirir desde papel higiénico a marihuana, todo a precios más asequibles que en Had Rin”. “¿Acaso esto no es Had Rin?”, le pregunté asombrado. “No, pero llegarás a esa playa con solo andar cinco minutos a través de la jungla. En Had Rin hay docenas de bares y restaurantes, y también una aldea. La playa es grande y hay mucha gente”.

“Perfecto”, pensé, “podré ir a Had Rin de fiesta, a la selva para pasear y mirar bichos, y aquí descansaré y meditaré en paz”.

Antes de alejarse, la mujer comentó: “El único transporte es en barca y el único destino es Tong Sala, donde se halla el único mercado, el único pueblo y único puerto de la isla”. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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