La crónica cósmica. Descansa en paz, trotamundos

CLAUDE MORETTO, 1959-2021. Conocí al amigo occitano cuando fui por tercera vez a la playa india de Varkala, en el estado sureño de Kerala. Era el mes de diciembre del año 1992. Ya había anochecido, pero, gracias a las temperaturas tropicales, él solamente vestía un lungui. Estaba sentado frente al único restaurante de aquel lugar que todavía no había sido descubierto por “la turisma” y no ofrecía más atracciones que las transparentes aguas del mar de Arabia, los delfines que nadaban en ellas, el plancton fosforescente que de noche las iluminaba, dando a las olas el aspecto de la lava de un volcán de color verde, y los miles de cocoteros que cubrían casi cada rincón de aquellas tierras.

Cuando Claude se puso en pie para saludarme tuve que levantar la mirada y me sentí como un niño pequeño ante sus casi dos metros de altura. Tenía el cuerpo esbelto de quienes han viajado muchos kilómetros en los autobuses del Tercer Mundo. Llevaba bigote y pensé parecía un salteador de caminos, pero su aspecto cambió radicalmente cuando se lo afeitó y descubrí que tenía una encantadora cara de chico bueno.

Me cayó inmediatamente bien y durante los siguientes días comprobé que pertenecía a mi tribu, la de los trotamundos que se adaptan a lo que encuentran en su camino sin quejarse por naderías: si la cama era dura, bien; si corta, también; si hacía un calor que te cagas, de puta madre; si el tren tardaba horas en llegar, qué le vamos a hacer; si el “local bus” tenía una avería en medio de la nada y se convertía en un horno, de coña. “¡Qué mal me caen los lloricas!”, me dijo en más de una ocasión. Efectivamente, Claude no perdía el temple para nada. Además, debido a su altura, que parecía un gigante entre los indios, nadie se metía con él.

Yo acababa de llegar a Kerala procedente de Himachal Pradesh, el estado indio que se halla en el Himalaya, y traía conmigo unos cuantos gramos del fabuloso costo que allí se elabora. No creáis que corriese muchos riesgos al viajar con aquella sustancia ilegal, pues me la había empaquetado a la perfección (no os diré dónde ni cómo) el hombre que en estas crónicas llamo el amigo marsellés (a pesar de que nació en Perpiñán y era nieto de unos catalanes y aragoneses republicanos que huyeron a Francia para evitar terminar en los campos de concentración de Franco o frente a un pelotón de fusilamiento). ¡Rediós, pero con que facilidad me voy por las ramas!

He mencionado al amigo marsellés porque Claude era la otra cara de la moneda: el primero muy paranoico y viendo peligros policiales por todos lados (actitud que podría excusársele por su estancia en cierta cárcel), y el segundo yendo por la vida con la seguridad de que todo estaba bien y no le sucedería nada. Un ejemplo de ello lo tuve en aquel primer encuentro cuando me dijo que se le había terminado el costo y le regalé una piedra que dejó tranquilamente sobre la mesa del restaurante, o cuando unos días más tarde fuimos a la playa de Kovalam en busca de más costo y regresó llevando “la compra” bajo el sobaco en la típica bolsita de tela que tejen y usan los santones.

En Varkala formamos un simpático grupo de amigos entre los que estaba Martin: un viejo conocido mío alemán de los años anteriores que había aprendido a hablar y andar de nuevo después de quedarse convertido en un zombi en un accidente de tráfico. También había un guaperas alemán tan alto como el amigo occitano, que lo parecía más junto a su pequeñita esposa, y seis marchosos italianos con los que nos reímos y colocamos a mansalva. Unas semanas después, tras comprobar que Claude y yo nos habíamos convertido en buenos colegas, decidimos continuar nuestro viaje juntos y partimos en tren, dirigiéndonos hacia el norte y al estado de Rajastán. Pero de los demás amigos nos despedimos citándonos a principios del mes de junio para encontrarnos en la casa de Claude, en el sudeste de Francia. Por si habéis visto fotos de los abarrotados trenes indios os aclararé que éste no fue nuestro caso, pues hicimos aquel largo viaje de cuarenta y ocho horas en una cabina privada de primera clase (con literas) de la que solamente abríamos la puerta cuando nos traían la comida o el té: tal privacidad nos permitía vestir un lungui, jugar al backgammon y fumar chíloms de costo sin tener que preocuparnos de nada.

La primera parte de ese viaje terminó con un pequeño incidente. El revisor nos despertó de mañanita para anunciarnos que nos hallábamos en la estación de Bhopal, donde teníamos que hacer transbordo. El problema estuvo en que, cuando el revisor nos llamó, el tren ya iba a ponerse de nuevo en marcha y con las prisas olvidé mi saco de dormir. Afortunadamente, tenía a mi lado al amigo occitano para solucionarme la papeleta y, al poco, ya hablaba con el Jefe de Estación y éste telefoneaba al de la siguiente parada en que se detendría el tren. Más que el saco en sí me dolía perder cuanto llevaba dentro. Resulta que en Israel había aprendido de unas chicas que en su interior cabían un montón de cosas y podía usarse como bolsa de viaje. A pesar de todo, al no saber a qué oficina debería dirigirme cuando llegáramos a la siguiente estación en otro tren, decidí comprar un nuevo saco de dormir. Pero entonces Claude tomó cartas en el asunto y recuerdo perfectamente cuando le vi cruzar las vías sonriendo con mi saco de dormir en las manos.

En Púshkar nos alojamos en el Bharatpur Palace, el mismo hotelito en que lo haríamos repetidamente en el futuro. Nuestro siguiente destino fue la ciudad de Vrindaván, en la que gozamos durante cinco días de la locura del Holi persiguiéndonos por sus calles con bandas de vociferantes niños que nos disparaban agua coloreada con sus “peligrosas” armas de plástico. Mencionaré que después fuimos a Rishikesh, a los pies del Himalaya, y al áshram Ved Niketan, porque cuando estábamos allí y nuestra habitación atronaba con la música que sonaba en el estéreo de Claude (cada viajero lleva un equipaje distinto y en el del amigo occitano no faltaba nunca la música), entró de pronto una chica australiana que ocupaba la habitación de al lado; la pobre estaba comprensiblemente sulfurada porque habíamos alterado el esperado silencio del áshram, pero cambio de cara y humor al ver a Claude y quedarse prendada de él.

Caray, si continúo alargando tanto esta narración acerca de mi relación con el amigo occitano, no voy a terminar nunca. Me separé de Claude cuando regresó a Francia y yo me dirigí a Katmandú, donde pasé gran parte de la primavera en el barrio de Swayanbhu. El primer día de junio volé desde Delhi a París, donde me alojé en una pensión cutre, barata y auténtica. A la mañana siguiente fui en mi primer TGV hasta la ciudad de Montélimar, al sudeste del país: me pareció increíble que hubiésemos recorrido más de seiscientos kilómetros en menos de tres horas.

Claude vino a recogerme a la estación y, después de cruzar el río Ródano y llegar a la región del Ardéche, descubrí que vivía en una antigua granja de mampostería que se hallaba a las afueras del Le Teil (y no en esta casa del pueblo desde la que os escribo), cerca de una aldea llamada La Rouviére. Los plácidos días siguientes (que me recordaron al título de la película francesa “Días tranquilos en Clichy”) estuvieron llenos de acontecimientos que resultarían determinantes para ambos. Claude entabló relación con una mujer belga, con la que hacía buena pareja porque era casi tan alta como él, y que se instaló en la misma casa. Poco después tuvimos la sorpresa de ver llegar a aquel aislado lugar a la chica australiana que conociésemos en el áshram de Rishikesh. Aún hoy nos preguntamos cómo habría conseguido la dirección. La pobre se había enamorado de Claude y se llevó un buen chasco al encontrarlo aparejado.

Tres días después sonó el teléfono mientras yo jugaba al backgammon con la joven australiana. La llamada era desde Alemania y la hacía la mujer de la pareja alemana de Varkala. Al escuchar que ella se había divorciado de su marido y planeaba venir a la casa de Claude sola, adiviné que iba a por mí, y lo acepté como algo inevitable. Valga aclarar que en aquella época yo me hallaba en un nivel espiritual parecido al de un santón y no corría en absoluto tras las mujeres, pues podía hablar con ellas con la misma naturalidad que lo haría con los hombres. Efectivamente, después de ser durante varios años un célibe, el día en que llegó la mujer alemana terminamos compartiendo la cama de buenas a primeras.

El siguiente otoño, Claude y yo regresamos a la India acompañados de nuestras nuevas parejas, y la imagen que yo tenía de aquel país cambió radicalmente porque, aunque nadie se metía con dos personas tan altas como Claude y su novia, mi mujer sufría el acoso constante de los hombres. Los indios son buenos observadores y, a mí, con mi aspecto de viajero veterano, anteriormente no me habían venido con tonterías (como tratar de venderme esto o aquello), mientras que ahora tenía que enfrentarme continuamente con los cabritos encelados del bazar que babeaban al ver a una occidental a pesar de que no fuese precisamente una chiquilla, porque ya tenía cuarenta y cinco años.

Me he ido de nuevo por las ramas, pues estoy hablando de mí a pesar de querer hacerlo acerca de Claude y de la relación que mantuve con él, de los muchos viajes que realizamos juntos, de las varias temporadas que pasamos en la sagrada isla de Omkareshwar, en el río Narmada, y de las repetidas visitas que me hizo durante los últimos años, ya fuera en Konarak, junto a la Bahía de Bengala, en las Colinas Kumaon de la cordillera Shiv Link vecina del Himalaya, en la nepalesa Sauraha, por la que se dejó caer tres veces, o cuando vino en cuatro ocasiones a mi casa de la Selva Negra alemana. Otro de los viajes que hice con Claude fue a mis queridas Islas Canarias, de las recorrimos Lanzarote, Fuerteventura, Tenerife y la Gomera.

Descansa en paz, trotamundos.

De todos modos, mi relación con el que en estas crónicas he llamado hasta ahora el amigo occitano se dio sobre todo en Le Teil y en esta casa, donde, como en la actualidad, permanecí largas temporadas en diferentes veranos. Valga añadir que hace diecisiete años él conoció a una inteligente, creativa y marchosa parisina y adivinó inmediatamente que era la mujer de su vida, pero también su alma hermana. Terminaron casándose, y ella se convirtió en una buena amiga mía con la que he compartido estos dramáticos meses en que el cáncer fue consumiendo paulatinamente a Claude hasta que falleció el pasado 24 de diciembre. Descansa en paz, trotamundos.

Pero os narraré esta última parte de su vida en la próxima crónica, pues por ahora ya me he alargado demasiado.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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