La última crónica debería haber terminado con un “continuará”, pues me dejé en el tintero una anécdota que, según creo, interesaría a la secta del Vaticano. Érase una vez, hace de ello “solamente” cuarenta años, en que yo vestía el uniforme del “glorioso” ejército español y estaba ingresado en el hospital militar intentado librarme de tal “honor”. En la cama de al lado se encontraba un andaluz llamado Manuel que residía en el barrio barcelonés de Sant Andreu y era electricista de profesión. Mientras matábamos el tiempo jugando a las damas me contó que había pasado por una experiencia insólita cuando su novia le comunicó que iban a ser padres.
Aquellos eran los tiempos del nacional catolicismo en que la “píldora” todavía no había entrado en escena y conseguir un condón resultaba más difícil que comprar un gramo de heroína. También eran los tiempos en que las chicas decentes pasaban por la vicaría siendo vírgenes, y la novia de Manuel, que por cierto se llamaba María, era una de éstas. Con ello se comprenderá el mosqueo que cogió Manuel, quien hasta aquel momento, y después de avanzar pasito a paso durante muchos meses, había limitado su relación a los toqueteos. “¡Por favor, María, que no me llamo José!”, exclamó él con incredulidad; “¿cómo puedes estar embarazada si no te la he metido nunca?”. Ambos terminaron visitando al médico y salieron de la consulta con el más increíble de los certificados: Efectivamente, María era virgen, pero estaba embarazada. El profesional les había aclarado que, a pesar de su rareza, tal caso se daba de vez en cuando (¿una vez cada dos mil años?). “Los espermatozoides son la hostia, y cuando sale alguno que sea especialmente marchoso, no hay quien lo pare. Por lo menos podéis felicitaros al tener la seguridad de que os saldrá un bebé muy listo”. Sí, en el año 1970, María, esposa de un electricista llamado Manuel, quedó embarazada siendo virgen (¿y parió a alguien como Dani Pedrosa o Fernando Alonso?).
El tren que tomé en la estación de Hualumpog de Bangkok llegó a Nong Khai a las diez de la mañana con una hora y media de retraso. Había dormido de maravilla gracias a que los trenes tailandeses (estrechos y con un solo asiento a cada lado del corredor, pero muy amplio y parecido a un sillón), disponen de unas literas que superan en confort a las camas de muchos hoteles. De mañanita, mientras recorríamos el noreste del país bajo los primeros rayos del Sol, no perdí detalle del espectáculo que se daba tras las ventanillas, con llanuras cubiertas por la neblina, arrozales, infinitas plantaciones de caña de azúcar, bambú, lagunas llenas de nenúfares, cocoteros, búfalos gordos como hipopótamos, y unas pocas aldeas con las típicas casas de madera de color pardo.
También me dediqué a recordar. Entre mis cejas aparecieron algunos turistas occidentales que iban asimismo a tomar un tren y cargaban sobre sus espaldas unos equipajes que les superaban literalmente en tamaño. Vi a las multitudes que llenaban la estación ferroviaria de Bangkok detenerse o levantarse para permanecer en posición de firmes mientras sonaba el himno nacional (como cada mañana y cada atardecer; en los cines se montan un espectáculo parecido). Más tarde vi a la mujer que iba pegada al revisor barriendo y recogiendo las virutas de papel que caían al suelo cuando éste agujereaba los tiques (otra muestra de la limpieza tailandesa).
Mi memoria también cruzó la peligrosa conexión entre los vagones que lo era más debido al exagerado balanceo de éstos. No olvidé a la camarera del restaurante, pues la pobre tenía la cara y el carácter de un bulldog, y me recordó el cruel apodo que en cierta ocasión diéramos a una chica: “El hombre feo”. Ella envolvía con plástico la comida y la bebida antes de servírselos a los viajeros, y me quedé atónito cuando tomó un trago de un vaso que a continuación entregó a un cliente. En el vagón restaurante se permitía fumar, pero solamente de noche, cuando la gente bebe cervezas, y no por la mañana con el desayuno; definitivamente los tailandeses son gente práctica.
Junto a la pequeña y solitaria estación ferroviaria de Nong Khai esperaban varios “tuk-tuk” que se encargaban de llevar a los pasajeros hasta la frontera por un precio exagerado, y al hacer aquel corto recorrido decidí que la próxima vez iría a pie. A pesar de las colas del puesto fronterizo, gracias de nuevo a la eficacia tailandesa, y ahora también la laosiana, la hube cruzado bastante deprisa. Un mes de visado costaba treinta dólares; al no tener esa moneda me permitieron pagar con “bahts”. Un autobús se encargaba de llevarte al lado contrario del “Puente de la Amistad” que cruza el Mekong. Con otro fui hasta la estación de autobuses de Vientiane, la capital, y desde allí partí con un tercero (un auténtico local-bus) que me llevaría a mi destino, Vang Vieng en cinco horas. No deseaba pasar frío ni calor, y había escogido este lugar a pesar no tener la belleza natural del norte o el sur del país, donde los paisajes te mantienen continuamente boquiabierto.
Vang Vieng se encuentra en un amplio valle cuyo único atractivo se halla en el Río Song, amplio, limpio y poco profundo, y las colinas de pura roca e impresionantes muros verticales que la enmarcan por occidente. El río forma una isla a la que se llega a través de varios puentes peatonales de bambú y madera que se caen a pedazos. Teóricamente éste sería el mejor sitio para residir, pero en la práctica no es así porque, al quedar por debajo del pueblo (y de donde yo vivo), lo que se ve desde sus cabañas son las pensiones y hoteles de éste; es el caso típico del rincón bonito desde el que ves cosas feas, o del feo desde el que tienes unas vistas de coña.
Llegados aquí os voy a aportar cuatro datos acerca de este país. Laos había pertenecido históricamente al reino de Siam, y debe su independencia a los imperialistas franceses, de los que ha conservado lo más interesante de su cultura (¡Ja!): el pan blanco, la cerveza, y la petanca. Al contrario que sus vecinos, Laos no dispone de servicio ferroviario debido a su abrupta topografía. Entre los años 1964 y 1973 tuvo el honor de batir todos los récords en cuanto al número de bombas que les cayeron del cielo (regalos de Johnson y Nixon, ¿no?); es como lo de la renta “per cápita”, pero con bombas, y esto sucedió sin que nadie les declarase oficialmente la guerra. Es frecuente que en los templos se usen bombas como campanas, y en las casas, como jardineras. Sobre el suelo de Laos se encuentran dos millones de toneladas de material contaminante.
Vang Vieng es un pueblo de tres calles que ha nacido gracias al turismo. De forma parecida a lo que sucede en Sauraha con las viviendas de adobe, aquí son las tradicionales casas de madera las que van desapareciendo frente a la invasión del cemento. Mi instinto de trotamundos ya me había llevado a residir la vez anterior en una de las auténticas, y ahora fui en su busca sabiendo exactamente lo que quería. Haciendo realidad mis sueños, la encontré medio abandonada debido a que los propietarios se han trasladado a Luang Prabang dejándola a cargo de una chica que se pasa el día jugando con su móvil porque no tiene nada que hacer. Se repetía otra vez el caso de Sauraha: pensión caótica y faltada de clientes en la que uno puede vivir tranquilo y pagar poco. La chica me puso en comunicación telefónica con la propietaria (la recuerdo como una mujer bella y elegante que era una gran masajista), y le hice mi oferta típica: “Acepto el precio (aproximadamente 4 euros diarios) y pagaré un mes por adelantado si incluye la comida”. “Ni, ni, ni, ni”, respondió ella antes de hacerme una última contraoferta (2´75) que acepté encantado.
Precios
- 1 euro: aproximadamente 10.000 kips (9.890), o sea que es muy fácil hacer las cuentas en euros.
- Las habitaciones y las cabañas a partir de 5.
- Té, café y refrescos 50 céntimos de euro.
- Bocatas, crepes y empanadillas 1 euro.
- Arroz frito (el mejor del mundo) y diferentes sopas de fideos (ya sean con carne, tofu o marisco (yo voy loco con la de gambas) 1’5.
- La cerveza “Beerlao” (la mejor que haya probado en Asia y de 650 ml.) 1 euro. Un litro de gasolina 1 euro.
En Vang Vieng hay una treintena de restaurantes, que tienen un menú y unos precios parecidos. Todos disponen de varias pantallas gigantes de televisor en las que, en la mayoría, se proyecta continuamente la serie “Friends”, y en otros “South Park” o “Family Guy” (“Los Simpson” han desaparecido de escena). Tras llegar e instalarme, yo los recorrí hasta encontrar el que era de mi gusto; en realidad, incluso antes de verlo, me atrajo la música que sonaba, “¡One show me the way to the next whisky bar!”; Jim Morrison no podía estar equivocado, y en cuanto entré en el local (abierto a la calle como los demás, pero más oscuro, sin tele, y con unos bafles que te cagas), supe que había acertado. Sin dar una mirada al menú, pregunté al camarero pinchadiscos: “¿Servís “happy pizza?”. Sí, claro que tenían pizza de maría, y también bolsas de ésta para vender, además de setas mágicas y opio (el esmerado servicio incluía la imprescindible pipa). Perfecto.
Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.
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