La crónica cósmica. El dios aficionado a la maría

VÁMONOS QUE NOS VAMOS – El accidente y el posterior atasco de tráfico naviero que hubo esta semana en el Canal de Suez ocurrió al día siguiente de que yo escribiese la crónica anterior en la que os contaba precisamente algunas de mis correrías por Egipto. Las imágenes de aquel gran barco encallado contra la arena abrieron automáticamente el álbum de fotos de mi memoria y me regodeé haciendo un viaje mental por la parte menos visitada de ese turístico país.

En una de las ocasiones que estuve en Alejandría, ciudad en la que me siento muy a gusto a pesar de quedarle muy poco de su histórico encanto, me hospedé en un céntrico hotelito griego llamado, por supuesto, “Acrópolis” (los hoteles griegos parecen especialmente aseados en un país como Egipto que no destaca precisamente por la limpieza general), y completé la ambientación leyendo “Justine”, el primer libro de “El Cuarteto de Alejandría”, de Lawrence Durrell. Mientras leía tumbado en la cama de mi habitación oyendo los chirridos de los tranvías que pasaban por la plazoleta que había frente al hotel, me entraron ganas de echarle un vistazo al Delta del Nilo y, como hago habitualmente, me lancé a la carretera sin tener la mínima información.

Durante gran parte del día siguiente estuve recorriendo la que llaman “La Despensa de Egipto”, una llanura cubierta con el verdor de los cultivos. Cuando ya anochecía llegué a lo que creí que era una ciudad fantasma, pues no se veía un alma y, aunque había docenas de modernos hoteles y restaurantes (muy feos para mi gusto), todos estaban cerrados. Empeorando las cosas, el autobús terminaba su recorrido allí y maldije mi afición a ir por el mundo con los papeles mojados. Un chaval que había venido en el mismo vehículo me aclaró que nos encontrábamos en una especie de Benidorm o Lloret de Mar egipcio, famoso por su playa, al que iba de vacaciones la gente del Cairo y Alejandría, y que hasta pocos días antes había estado abarrotado y lleno de vida, pero que ahora había terminado la temporada turística y sólo quedaban allí los pocos habitantes del lugar. En realidad, esas inesperadas circunstancias no me desagradaban, pues, aparte de mi adicción a la soledad, siempre me ha atraído la sensación de ser el último papanatas sobre la Tierra y saboreo los sitios que han sido abandonados.

Al viajar sin llevar conmigo una guía, estoy acostumbrado a conseguir información preguntando a unos y otros, que es lo que hice en aquel momento soltándole al chaval: “Ya que vives aquí, ¿no conocerás a alguien que pueda alquilarme una habitación?”. “¡Oh, sí, mi hermana…!”. Al rato ya me estaba instalando en una casita que se hallaba junto a la playa, por la que me cobrarían un precio muy simpático que incluiría el almuerzo y la cena, comida que me traería su hermana sin que nunca llegase a verla. ¡Era la ciudad fantasma ideal y me felicité por estar allí incluso antes de descubrir una cafetería a la que acudían cuatro viejos jugadores de backgammon con los que pasaría unos buenos ratos!

Mi siguiente destino hasta el extremo oriental del Delta del Nilo era obligado: Port Said, la ciudad en que el canal de Suez desemboca en el Mar Mediterráneo. Volví a hospedarme en un hotelito griego que quedaba justo enfrente del canal y, a pesar de tener una habitación del segundo piso, mientras escribía sentado en la cama veía pasar frente al balcón, y a muy corta distancia, unos trasatlánticos que lo superaban de largo en altura y me obligaban a levantar la mirada.

El propietario del hotel, uno de los muchos griegos nacidos en Egipto como todos sus ancestros, me invitó a ir con él a una cafetería del vecindario en la que hicimos tres de las cosas que más me gustan: jugar unas partidas de backgammon, beber buen té negro y fumar un narguile.

El encargado de las pipas (que las preparaba y les pondría nuevas ascuas cuantas veces hiciese falta), colocó disimuladamente encima del tabaco una fina loncha de “líbano rojo”, el mejor costo de esa parte del mundo. No exageraré si digo que aquellas fueron las caladas más sabrosas que pueda recordar.

Mi anfitrión me contó melancólicamente que el hachís era legal en la época que Anuar el-Sadat fue presidente de Egipto y que entonces había en todas las ciudades unos extensos bazares dedicados exclusivamente a su venta; pero que ahora, con Mubarak al frente de un gobierno que seguía los dictados de la Casa Blanca, te podrían encarcelar por un simple porro. Esa información no fue óbice para que yo me agenciara unos gramitos y que a los pocos días estuviese a punto de tener un lío cuando recorría la costa oriental del Sinaí y una patrulla militar me registró a conciencia obligándome a esparcir mi equipaje sobre la arena del desierto: no buscaban drogas, sino armas, y yo, que había empezado montándome el número del turista histérico quejándome de lo que consideraba un atropello, le pedí a Shiva (el dios del Himalaya aficionado a la maría) que cuidase de mí mientras veía como pasaban por alto la cajita en que guardaba el costo.

Esa excursión por la costa mediterránea del Sinaí, aparte de pasar la jornada contemplando los paisajes, no dio buenos resultados. Partí de mañanita de Port Said cruzando el canal de Suez en una barcaza, en la orilla contraria tomé un taxi compartido con otros seis hombres y fui hasta una ciudad que se encontraba junto a la frontera de la Franja de Gaza. Solo al descender del coche ya supe que no me quedaría allí ni un minuto, pues era una población de reciente construcción y sin el mínimo encanto. Igual que hace el gobierno indonesio ofreciendo tierras baratas de Borneo a los javaneses, el egipcio estaba colonizando el Sinaí edificando municipios y centros turísticos a mansalva, después de que los israelitas le devolviesen esa península tras firmar un tratado de paz.

Esto me lo contaría pocos días después un beduino que pertenecía a una organización ilegal que pugnaba por un Sinaí independiente, quien, además de confesarme que no le gustaban los árabes, dijo que el gobierno israelita les había tratado mucho mejor que el egipcio (escuelas, servicios médicos, etcétera). Partí en autobús de aquella ciudad sin llegar a saber como se llamaba e hice el camino de vuelta, pero no fui a Port Said, sino a Suez. Poco antes de llegar a ese nuevo destino, coincidiendo con la puesta de sol, el autobús se metió en un túnel que cruzaba bajo el Canal de Suez y tuve la insólita experiencia de pasar por debajo de un aparatoso barco cargado de contenedores parecido al que esta semana ha encallado allí.

Tras hospedarme en una pensión y cenar en un puesto del bazar, descansé de tan larga jornada durmiendo como un ángel. De mañanita tomé otro autobús con el que recorrí las costas del Sinaí que dan Mar Rojo y me parecieron más bonitas que las del Mediterráneo. Durante todo el trayecto no dejé de ver vestigios de las guerras que habían enfrentado a Egipto con Israel: tanques, cañones, alambradas y trincheras. Al anochecer llegué a un oasis que se hallaba junto al mar y tenía uno de los arrecifes de coral más bonitos de la Tierra. Ya había estado en ese encantador lugar unos años antes, cuando fui allí desde Israel después de haber vivido unos días en la bíblica playa de Taba, e igual que en la ocasión anterior, me hospedé en la casa de unos amables beduinos. Caray, cómo me he extendido con el tema del Delta del Nilo y el Sinaí. Si os parece bien, vamos a cambiar de decorado.

ÉRASE UNA VEZ EN LA TABERNA GALÁCTICA – Me acerqué a la barra en busca de una bebida. Junto a mí estaba una muñequita asiática con cara de cándida y vocecita insegura, que le decía a un grandullón occidental: “No creas que soy tan tonta como parezco”. “Eso sería difícil”, le replicó él. Ambos rieron y se besaron. Pensé que hacían buena pareja.

Tras conseguir una cerveza presté atención a lo que contaba un francés de dos metros de altura: “Estuve haciendo reparaciones en una gran empresa tabacalera alemana llamada “GTI” en la que se producían los cigarrillos de marcas tan famosas como “Camel” o “Winston”, que se exportan a todo el mundo. Los currantes recibían gratuitamente todas las semanas tres cartones de tabaco. Allí dentro estaba permitido fumar en todos lados, e incluso había ceniceros en los retretes”.

Durante la siguiente media hora acabé medio mareado porque me cayó encima una avalancha de conversaciones que me llegaban desde todos los lados:

“Los colores divinos son el negro, el blanco, el azul y el dorado. El violeta es mágico. Y los chacras tienen el color de la arcilla que usó Dios para crear a Adán”.

“Salomón dijo que, a más conocimientos, más infelicidad”.

“¿Qué piensa la gente que gana diariamente más de un millón de euros?”.

“¿Os enterasteis de lo que declaró el multimillonario Bernie Ecclestone cuando raptaron a la madre de su mujer? ¡Ja, dijo que no pagaría ni un penique por su suegra!”.

“Yo no entiendo nada de política, pero Obama me parece el político más simpático y carismático que haya habido”.

“Antes tuvimos que tragar con la falacia del sueño americano y del soviético, y ahora sufriremos la del chino”.

“El aceite de palma es muy sano. Pero en Malasia e Indonesia donde se ha convertido en un gran negocio, están arrasando las junglas y acabando con el hábitat de los orangutanes y otros animales. Al ver tanto verdor desde el aire o la autopista creerías que todo está bien, pero no es así. Además, cuando han de plantar palmeras nuevas, queman las viejas creando una capa de brasas que permanece mucho tiempo caliente y aniquila todo organismo anaeróbico”.

Me fijé en tres hombres con aspecto de apátridas que estaban sentados alrededor de una mesa, y me pegué a ellos justo a tiempo para escuchar como uno explicaba en castellano: “Yo trabajo como reportero “free-lance”, sobre todo en África y Asia, y una vez, estando en mi país, acepté cándidamente participar en una tertulia en la que había varios reputados académicos de la lengua. ¡Pobre de mí, no sospechaba que empezarían inmediatamente a corregir cada una de mis expresiones y afirmaciones, ya fuese debido a la sintaxis o al uso incorrecto de los verbos! Al ser yo un tipo poco paciente, sólo lo soporté unos cortos minutos y les espeté: “Tenéis una cultura que te cagas y os parieron con una gran inteligencia, pero os han lavado el coco hasta convertiros en unos gilipollas que corren con el rol de representantes de la ley por vocación y sin recibir sueldo alguno. ¿Acaso vais habitualmente por la vida reprendiendo a quienes no cumplen con las normas sociales?: aquí no se puede aparcar, no tires ese papel al suelo, ponle un silenciador a tu motocicleta, baja el volumen de la tele, etcétera. Si vieseis a alguien corriendo con este rol de Don Quijote, ¿no es verdad que, a pesar de sus buenas intenciones, pensaríais que estaba un poco colgado? Mas, por el contrario, y tras el lavado de coco que mencionaba antes, creéis que está loco quien precisamente marca sus propias leyes y se niega a comportarse como un borrego. ¿Os habéis planteado que se denomina loco a quien no es normal, y que cualquier líder nato puede ser muchas cosas, pero jamás es normal? ¿Os habéis fijado que quienes crean escuela pocas veces tuvieron éxito en la escuela oficial? ¿Acaso no sois conscientes de que si mañana se aprobase una nueva norma gramatical os apresurarías a aceptarla y defenderla como unos perritos falderos?”. ¡Ja, alguno se ruborizó, los otros empalidecieron y yo salí por piernas sin darles tiempo a replicarme!”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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