La crónica cósmica. El gran jardín y el único huésped

CONFIÉSATE, CONFIÉSATE MUCHO… – Sauraha, Chitwán, Nepal. Ya confesé otras veces que soy un egoísta de tomo y lomo; pero también dije que, tras descubrir que sentía una alegría especial al ver que eran felices quienes tenía alrededor, me llenaba de satisfacción colaborar en que fuese así.

Me pregunto si los psicólogos denominarían mi caso de egoísmo maquiavélico. “¡Está como un cencerro!”.

Me he metido en esta intrincada elucubración al plantearme que, si pensaba en vosotros, los hipotéticos lectores de estas crónicas, debería explorar nuevas poblaciones y escribir acerca de ellas, en vez de limitarme a regresar anualmente a mis lugares predilectos de la India, Tailandia, Laos o Malasia que os he descrito repetidamente, y debéis conocer de sobra, como es el caso de Sauraha, mi actual y consabida residencia aquí en el Nepal.

Pero en mi decisión al respecto, ha pesado especialmente mi longevidad. Pues dando por sentado que no emularé a Matusalén, me apetece seguir saboreando “los platos”, totalmente de mi gusto, en vez de malgastar un solo día catando otros “menús”. A no ser que me lo hayan recomendado especialmente.

EL GRAN JARDÍN – Los amigos de Sauraha, que se dedican a la hostelería, se quejan porque ha disminuido el flujo de turistas. Sintiéndolo mucho por ellos, me alegro que sea así (en ese aspecto, no dejo que meta baza el egoísmo maquiavélico que mencionaba antes); primero, porque no se han construido nuevos hoteles u otros edificios; y segundo, porque me permite ser el único huésped de la Tharu Lodge, pensión en la que, como siempre, me alojo en la Cabaña del Oso Perezoso, en cuya puerta, junto con la figura de un oso, sigue constando el gracioso error de “beer” (cerveza) en vez de “bear” (oso). O sea que es la «Cabaña de la Cerveza Perezosa».

Hasta ahora, este año los monzones no han causado daños en Sauraha. Yo no lo he visto nunca, pero dicen que, a veces, el cauce del río Rapti ha ido aumentando de caudal y ascendiendo de nivel hasta que ha inundado toda la población, incluida la cabaña en que me hospedo.

Sin embargo, cuando así sucede, no se debe exclusivamente a la lluvia que cae sobre Sauraha, sino, y sobre todo, a la que cae en las colinas contiguas, de las que desciende una colección de torrentes que convierten las llanuras de Sauraha en una especie de isla.

Con esta situación topográfica, la zona va siempre sobrada de agua, por lo que priman el verdor arbóreo, y el los arrozales y los pastos, salteados éstos del color de las flores, que incluso llegan a cubrir algunos tejados.

Sirva de ejemplo el jardín de la pensión Tharu Lodge, donde hay más de cincuenta árboles, no precisamente pequeños, desde los que se escuchan los exóticos y extraños cantos de unos pájaros que sólo se dejan ver en contadas ocaciones, como los cálao gigantes (hornbill).

Uno de los cincuenta árboles es el precioso tamarindo que da sombra a mi cabaña. De la pulpa de tamarindo se elabora el sabroso chatney, que acompaña perfectamente el dal bhat vegetariano que lleva arroz, verdura, lentejas, tomate y yogur.

ALGUNOS PRECIOS – Euro: 149’32 rupias nepalesas. Paquete de cigarrillos: 90 céntimos de euro. Paquete de bidis: 15 céntimos. Costo (muy bueno y muy caro): 1’50 euros el gramo. Chai: 25 céntimos. Un kilo de miel: 5 euros. Un yogur de kilo: 90 céntimos. Sandía: 90 céntimos el kilo. Tomates: 60 céntimos.

PASO A PASO – Jericoacoara, Brasil, 1988. Continúa de la crónica anterior. Pocas veces me perdía la misa que se celebraba al oscurecer, sobre las seis de la tarde. Asistía a ella gran parte de la población con sus mejores galas.

Las familias marchaban agrupadas: mamá del bracete de papá y los críos ordenadamente a su alrededor.

Las princesas (chicas), luciendo sus encantos con sus amigas, pasarían deslumbrantes provocando a los grupos de chicos. Las parejas de ancianos, gozarían observando a la juventud, recordando los viejos buenos tiempos, cuando habían hecho exactamente igual.

Entre todos llenarían hasta rebosar la inmensa iglesia del paseo, blanca y de amable arquitectura, que construyeran los portugueses.

Observando la cálida comunidad de Camocim pensé que, de cuantos lugares había visitado, aquel país era donde me podría quedar a vivir fácilmente, y sin esfuerzo.

Me encantaba el optimismo con que los brasileños encaraban la vida. En cierta manera se parecían a los indios, pero los brasileños resultaban más alegres gracias a la semilla latina y africana que corría por sus venas. Por otro lado, igual que los hispanos, se mostraban amables por el mero placer de serlo, y no por educación o interés.

Otro encanto de esa gente era su amor y respeto por la naturaleza, pues en pocos sitios había visto tanta publicidad y movimientos en defensa de la selva y de sus habitantes, ni tantas tiendas naturistas. También recuerdo a muchos jóvenes huidos de las metrópolis para vivir en lugares más “civilizados”.

La llegada a la Pousada Beira Mar de un chico italiano y dos muchachas bávaras, que también deseaban viajar hasta Jericoaquara, anunció nuestra próxima, pero incierta partida. A pesar de que la relación con las dos alemanas no pasó de los obligados saludos, Rasta y yo, siempre por diferentes motivos, no dejamos de observarlas.

Ambas tenían el cuerpo esbelto, propio de su edad, pero sus rostros y caracteres eran completamente distintos: si una destacaba por una gran belleza, cuyo pelo castaño y corto resaltaba; la otra, rubia y con el pelo largo, era un derroche de simpatía. La primera se llamaba Sandy y, sin que nosotros lográsemos adivinarlo, era lesbiana, y desde que un tipo la violó en Salvador despreciaba extremadamente a los hombres. Su amiga, Ramona, era bisexual, suave y campechana.

Érase una medianoche en que yo, borracho y agarrado a una botella de ron, fui arrebatado de mis ensoñaciones por el anciano pescador: “Esta será una buena noche para navegar”. “¿Precisamente ahora?”. “Sí, zarpamos dentro de media hora”.

Regresando rápidamente a la realidad, eché una mirada a mi alrededor: me hallaba espatarrado sobre el dique que separaba la playa de la avenida, frente a nuestra “pousada”. Mi enturbiada mente empezó a dar cuenta de mis inmediatas e inevitables obligaciones: “Empaquetar. Avisar a las alemanas y al italiano. ¡Y a Rasta, que se encontrará en casa de su novia!”.

Unos momentos después estaba cruzando las desérticas calles de Camocim con pasos inseguros, pero apresurados, dirigiéndome hacia el barrio donde esperaba encontrar a mi amigo. “Sólo faltaría que me perdiese por este vecindario donde todas las casas se parecen”, me decía resoplando.

Afortunadamente, cuando me hallé frente a la vivienda cantonera, supe sin duda cuál era la que buscaba. La ventana enrejada, estaba abierta, y pregunté con un susurro: “¿Rasta?”. “¿Sí?”. “Ponte los pantalones y vámonos que nos vamos”. “Ta bom, ta legal”. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO – Siempre he opinado que hacer dos cosas al mismo tiempo era la forma ideal para no hacer bien ninguna de ellas. Actualmente incluso me parece erróneo comer, beber o fumar mientras se anda o simplemente se permanece de pie. Ahora se ha demostrado científicamente que, a menos que realicemos una de esas actividades que podríamos hacer con los ojos cerrados, como el pescador que limpia una red, nuestro cerebro no está preparado para simultanear dos tareas distintas y, aparte de ser incapaz de dar lo mejor de sí, se estresa enfermizamente.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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