La crónica cósmica. El grito primal

Sigo viviendo en Le Teil (¡la France!), sitio del que tengo muchas cosas que contar, aunque aparentemente no suceda nada. No obstante, después del éxito multitudinario (¡ja!) que obtuvo la narración de mi primer periplo por Oriente Medio, hoy os voy a narrar otro viaje de aquellos lejanos tiempos, aunque en este caso sería por tierras españolas, y del que se podrían considerar promotoras indirectas dos a personas con las que me crucé accidentalmente.

La primera era una mujer segoviana que conocí unas semanas antes en la fiesta que se celebraba en un piso de París, en el que los otros invitados procedían de distintos países y estaban en la capital francesa haciendo una terapia carísima denominada “El Grito Primal”. La segoviana me dijo que normalmente vivía con su marido en una casita de la ciudad andaluza Dos Hermanas, que se encontraba a pocos kilómetros de Sevilla, y me invitó a ir allí cuando quisiese con la seguridad de que su pareja me recibiría con los brazos abiertos.

La segunda persona responsable de aquel viaje fue un conocido mío de mi pueblo que era maestro de enseñanza media y trabajaba en un colegio de Tenerife, quien, mientras tomábamos unas cervezas en la barra de un bar, me contó maravillas del carnaval de aquella isla canaria y dijo que, si me animaba a ir, podría hospedarme en la casita que tenía alquilada en La Laguna.

Pero empecemos por el principio y regresemos mentalmente al mes de enero de 1985, cuando yo seguía empeñado en viajar haciendo autostop. Dejad que introduzca un dato sobre los españoles en general: un defecto y una virtud que parecían las dos caras de una moneda. El defecto era el miedo inconsciente a los autoestopistas y jamás recogerían a ninguno; un buen ejemplo de ello me lo dio un extranjero que permaneció dos días plantado en el mismo sitio de Castilla sin que nadie se apiadase de él. La virtud tiene que ver con su buen corazón: si me acercaba a ellos mientras estaban detenidos en un semáforo o un stop y les preguntaba adónde iban, nunca dejaban de llevarme.

Mi viaje empezó en una estación de servicio de la autopista que había a las afueras de mi pueblo, hasta donde me había acompañado un amigo. Sería cerca del mediodía, yo estaba sentado sobre la hierba del jardín fumando un cigarrillo, cuando un alemán larguirucho que viajaba con un perro blanco, me dijo que se dirigía a Málaga y me invitó a ir con él. En cuanto puso en marcha el vetusto Audi que conducía, y mientras me contaba que venía de Hamburgo e iba a Andalucía para aprender castellano en una academia, sacó una piedra de costo (¡libanés rojo, oiga!), y me pidió que empezase a liar porritos: mejor, imposible, ¿verdad? De camino nos cogió la noche y la pasamos durmiendo dentro del coche, después de comer unas tapas en un pueblo murciano. Al día siguiente llegamos a nuestro destino malagueño: una casita céntrica y ajardinada que servía al mismo tiempo de academia y residencia, en la que mi buen samaritano alemán tenía reservada una habitación doble, en la que me invitó a pernoctar. También quiso compartir la cama, pero le repliqué que mis aficiones sexuales iban por otro lado.

Partí de mañanita dejando al alemán y su perro durmiendo. En los suburbios de Málaga conseguí que otra buena persona me llevase a Sevilla en su coche, donde tomé un autobús hasta Dos Hermanas. El hombre de unos treinta años y pico y cara de buenazo, que me abrió la puerta de su casa en una zona residencial que había a las afueras de la ciudad, me recibió amablemente. Su esposa le había telefoneado desde París advirtiéndole de mi posible llegada. Me instaló en la habitación destinada a unos hijos que nunca llegaría a tener con la mujer segoviana.

Al presentarnos debidamente sentados en la cocina con unas tazas de café en la mano, me contó que era maestro y enseñaba a niños pequeños en una escuela de aquella ciudad. También me explicó que él había hecho la terapia del “Grito Primal” en París, antes que su mujer, y luego me preguntó si quería pasar en un rato con él en “la caja” que, siguiendo los consejos de su gurú parisino, se había hecho construir por un carpintero.

Acepté sin tener la menor idea de lo que iba todo aquello y le seguí hasta una habitación donde “la caja” ocupaba prácticamente su totalidad. Era una mole cuadrada que mediría unos tres metros de lado por uno y medio de alto. La parte interior, a la que se entraba agachado por una puertecita, estaba totalmente acolchada, por abajo, por los lados y por arriba, y tapizada con tela roja. Había una lámpara del mismo color y un ventilador que se encargaba de renovar el aire y mantenerla fresca. Nos acostamos uno al lado del otro dándonos la mano y él empezó inmediatamente a pegar puñetazos contra el techo gritando, “¡Hijos de puta, cabrones!” y otros insultos igualmente “agradables”.

Lógicamente, yo alucinaba preguntándome cómo terminaría aquella locura. Cuando un rato después salimos de la caja, mi anfitrión parecía la mar de relajado. Me preguntó si me gustaría repetir, y acepté, como lo hago casi siempre ante las oportunidades de tener experiencias insólitas.

Pasé un par de semanas allí en las que aproveché para visitar Sevilla, una de las ciudades más bonitas que haya visto, y lo mismo podría decir del Parque María Luísa. Os pondré un ejemplo de cuánto han cambiado las cosas desde entonces contándoos que subí gratuitamente a La Giralda y me fumé un porrito contemplando los tejados del precioso barrio de Santa Cruz en absoluta soledad. En cierta ocasión en que regresé a Sevilla años más tarde, vi a cientos de turistas que hacían cola para trepar hasta allí.

Mi anfitrión pensó que yo era un hombre muy serio hasta la noche en que fuimos a las ferias de Dos Hermanas y me vio bailar alocadamente mientras recorríamos todas las casetas tomando copas y fumando porros. El precio del costo era casi tan barato como en Marruecos, y cuando le compré mil pesetas (seis euros) a un camello callejero y me entregó diez barritas, pensé que si me cacheaba algún policía daría por sentado que yo me dedicaba también a la venta de aquel producto ilegal. Con mi anfitrión fuimos al Rocío y a Doñana, donde, como en la mayoría de parques nacionales que he visitado, no vimos un solo animal: la naturaleza pide calma y paciencia en vez de recorrerla a toda hostia en un ruidoso y apestoso jeep.

Fui de Sevilla a Tenerife en avión. Cuando fuera del aeropuerto levanté el dedo, una alemana me recogió en su coche y me llevó a la capital de la isla, Santa Cruz. Desde allí tomé un autobús para ascender hasta la cercana población de La Laguna. Andando llegué al atardecer a la carretera del Monte de las Mercedes y a la casa ajardinada del conocido de mi pueblo que me había invitado. Hasta aquí todo bien, pero dejó de ser así cuando él, al verme, puso mala cara y me dijo que esperaba a su padre de un momento a otro y no tenía sitio para mí.

No puede haber nada más desagradable que te dejen colgado cuando está anocheciendo y has pasado el día viajando. Pero, tras unos momentos de incertidumbre, la fortuna regresó a mi lado en la forma de un joven leonés, que apareció en la terraza de la casa vecina. Al enterarse de lo que sucedía, me ofreció una amplia habitación en la que podría hospedarme a solas durante la semana que durarían los carnavales, que empezaban al día siguiente. De nuevo, mejor imposible, porque mi anfitrión, su novia y sus amigos me trataron de maravilla llevándome cada noche hasta Santa Cruz, donde comprobé que los tinerfeños (¡chicharreros!) se tomaban muy en serio su renombrado carnaval, y vestían cada día un disfraz diferente.

Hasta entonces, como buen marcianito, yo siempre había asistido a las fiestas populares como observador y sin participar realmente en ellas, pero en esa ocasión entré a formar parte de aquella divertida locura. Reí a gusto contemplando a un grupo de hombres bigotudos que lucían sus peludas piernas con unas minifaldas “muy sexis” mientras bailaban can-can. También me desternillé la última noche en el «Entierro de la Sardina”, cuando “las viudas” (que eran casi todos hombres disfrazados) sollozaban alocadamente y se levantaban las faldas mostrando las bragas y las piernas peludas al pasar el ataúd del difunto carnaval: ¡ja!

La relación con mis anfitriones accidentales rozó perfección, pero también aproveché aquellos días para explorar un poco la isla y, sobre todo, enamorarme de Santa Cruz pues, gracias al clima templado, la ciudad estaba llena de jardines en los que prevalecían las plantas tropicales de cualquier parte del mundo. Daba gusto pasear por ella porque, igual que en La Laguna, pude admirar docenas de elegantes edificios de delicado estilo colonial parecidos a los de algunas ciudades sudamericanas, como Quito, Lima o Trujillo.

Desde mi domicilio había observado que, aunque en el cielo del resto de la isla luciese el sol, la cumbre del cercano Monte de las Mercedes siempre estaba encapuchado con una nube que permanecía encima constantemente. Un día en que fui en aquella dirección paseando entre sus frondosos bosques, al llegar arriba me cayó encima una fina lluvia que continuó imparablemente hasta que decidí dar media vuelta y regresar a La Laguna.

Durante los años siguientes volvería frecuentemente a Tenerife, e incluso asistiría un par de veces más al carnaval acompañando a mis viajeros padres. Sin embargo, la isla que me robó definitivamente el corazón fue Lanzarote, que visité al partir esa primera ocasión de Tenerife. Fui pensando en pasar en ella solamente un par de días y terminé permaneciendo allí más de ocho meses. Pero esa es otra historia que os contaré en la próxima crónica.

MIRA LO QUE MIRO

Aquí van unas cuantas obras de arte cinematográfica para cinéfilos sensibles.

  • La película libanesa “Cafarnaúm”, del año 2018.
  • “Playtime” de 1967: el humor inteligente e inocente de Jacques Tati;
  • ¡La imaginación al poder! “Cesar debe morir”, de los hermanos Taviani.
  • “Corianus”, de Ralph Finnes. “Cold War”, del polaco Pawel Pawlikowski.
  • “Lou Andreas-Salomé”, de la alemana Cordula Kablitz-Post (muy interesantes las postales pintadas y en movimiento), basada en la vida de esa escritora rusa de San Petersburgo (1861-1937), que estudió en la universidad de Zúrich, la única que aceptaba mujeres en aquellos tiempos, y publicó su primera novela con seudónimo masculino; fue filosofa y psicoanalista, amiga Friedrich Nietzsche, Paul Rée, y Rilke, y alumna de Freud.
  • Esa película me recordó a la genial “Más allá del bien y del mal”, de Liliana Cavani.
  • “Bertolt Brecht”, de Heinrich Breloer, película cuyo título podría incluir: los genios viven en el Olimpo y pasan mucho de los ciudadanos de a pie.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba

1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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