La crónica cósmica. El más insólito de los anuncios

EL REGRESO – Ya sé que es un título muy trillado, pues se ha usado en varias películas y novelas, pero os puedo asegurar que será el adecuado para esta crónica. La semana anterior os dije que estaba haciendo el equipaje, que por cierto, y a pesar de mi avanzada edad, todavía puedo acarrear sobre mis hombros gracias a que pesa solamente trece kilitos de nada.

Por el contrario, en lo que sí se me puede considerar un discapacitado es en la cuestión de visados y demás papeleo online, tema en el que cada día voy más perdido y sería incapaz de salir adelante de no ser por mis amigos.

Empezaré “la película” a partir del momento en que me despedí de la amiga parisina, a las nueve de la mañana, en la estación del ferrocarril del pueblo francés llamado Le Teil, por el que vuelven a circular temporalmente trenes de pasajeros después de hacerlo solamente trenes de carga durante los últimos años. El mío, que venía de Marsella, hizo acto de presencia con una hora y media de retraso (no sospeché que sólo era el primero de los retrasos de ese día).

Mientras lo esperaba en un andén asilvestrado en el que crecían más plantas que en los campos de los alrededores, vi pasar un tren de carga que arrastraba la friolera de cuarenta y nueve vagones.

Llegamos a Lyon pasado el mediodía y en su abarrotada e inmensa estación comprobé una vez más que no me gustan las grandes ciudades ni me siento bien entre demasiado personal. Era la hora de comer y quizás me hubiese agenciado un bocata o una pizza de no ser porque había largas colas en todos lados.

Para que veáis hasta qué punto alcanza mi desagrado por las colas os confesaré que una vez no fui a Sídney porque, cuando me presenté en la embajada australiana de Bangkok para solicitar el visado, había una larga cola de mochileros que estaban allí con el mismo propósito.

Así que salí pitando de la estación de los ferrocarriles de Lyon y tomé el Metro que se dirigía al moderno, luminoso, bonito y espacioso aeropuerto de Saint-Exupéry, que diseñase el arquitecto valenciano Santiago Calatrava Valls, del que lo único que no me gustó fue que, al menos para quienes llegábamos allí sobre los raíles, no había la menor información ni carritos para el equipaje.

Igual que en algunas estaciones ferroviarias francesas, en el aeropuerto lyonés había un piano a disposición del público, pero esa buena idea resulta ser fatal en la práctica porque quienes se adueñan del piano son niños que, ante el sonriente beneplácito de sus padres, los aporrean martirizando los oídos de la gente.

Al ver a tres chicas norteamericanas que viajaban con un perrito Jack Russel, les pregunté si iban con Lufthansa porque era la única compañía que aceptaba animales pequeños en la cabina (hasta ocho kilos incluido el trasportín); y me respondieron que actualmente lo permitían la mayoría de compañías.

La puerta de embarque del avión de Lufthansa que me llevaría a Frankfurt se abrió a la hora prevista, pero, cuando hubimos subido a bordo, una azafata hizo el más insólito de los anuncios al comunicarnos que, por el momento, no podríamos despegar porque el avión tenía el depósito de gasolina vacío. ¡Ja! ¡Había una huelga de los currantes que se encargaban de tales menesteres y tuvimos que esperar hasta que dieron con unos esquiroles! ¡Lo nunca visto!

Mis paranoias aparecieron en escena al temer que, debido a ese retraso, iba a perder la conexión con mi siguiente vuelo.

Por si no habéis estado en el aeropuerto de Frankfurt os aclararé que es inmenso y le haría falta un servicio de Metro interior (como lo tiene el de Kuala Lumpur). Al desembarcar allí vi que la puerta de embarque de mi próximo vuelo seguía abierta y corrí un auténtico maratón. Mientras resoplaba recordé a una amiga holandesa que, con más de sesenta años, es aficionada a correr maratones; pero mi agotadora carrera fue inútil y me quedé en tierra.

Después de haberos confesado que me disgusta hacer colas, ya imaginaréis cómo me sentí cuando, al presentarme cabreado y desesperado en el mostrador de Lufthansa donde se encargaban de solucionar ese tipo de inconvenientes, vi frente a ella una cola kilométrica de pasajeros que se hallaban en una situación parecida a la mía.

Por suerte, estaba en Alemania, el país de la eficiencia, y todo se solucionó rápidamente: “Coja el Metro en dirección a la ciudad y descienda en la primera parada. Diríjase al cercano Hotel Hampton (de la compañía Hilton), donde ya tiene reservada una habitación. Regrese aquí por la mañana para embarcar en el siguiente de nuestros vuelos hacia su destino original, en el que le estará esperando su equipaje”.

Sólo cuando me dormía, cercana ya la medianoche, recordé que no había comido absolutamente nada en toda aquella larga jornada que había empezado a las siete de la mañana. Mi estómago continuaría vacío hasta que mi próximo vuelo hubiese despegado, a las dos de la tarde del día siguiente, porque al estar acostumbrado a desayunar solamente con dos tacitas de chai, por la mañana fui incapaz de comer un bocado, e incluso sentí asco al ver el espectacular bufé del hotel en que los alemanes se ponían hasta el gorro. El hambre no hace mella en mí, y en una ocasión hice un ayuno absoluto de diez días que me sentó de maravilla.

Tras manteneros en la incógnita, al fin os diré que mi destino era el país de mis amores, la India, del que, por culpa del puto COVID, en esta ocasión había permanecido ausente cuatro años: el lapso más largo que había pasado fuera desde que lo descubriese en el año 1981. En mi bolsillo, y junto el PCR negativo y demás papeleo, llevaba un precioso visado indio de cinco años. En la década de los noventa me lo concedieron dos veces por un periodo parecido gracias a las influencias de mi difunto amigo indio Fredy.

En los aeropuertos de Lyon y Frankfurt, vi que otros pasajeros viajaban con unos portafolios en los que guardaban el sin fin de documentos que se precisan actualmente para entrar en la India.

Tras siete horas de vuelo aterrizamos en el aeropuerto Indira Gandhi de Nueva Delhi a las dos de la madrugada, y a las cuatro llegué completamente agotado al hotel Smyle Inn de Paharganj, en el que el eficiente amigo valenciano me había reservado habitación. También había sido él quien me consiguiese el visado y demás papeleo. Si queréis viajar os recomiendo la “Agencia de Viajes Toni Rodenas”: ¡Ja, es broma, y me va a mandar a la mierda!

Al despertar al día siguiente por la mañana comprobé que seguía estando completamente grogui y decidí permanecer dos días más en la capital antes de iniciar la última etapa de mi peregrinación india. Pero eso os lo contaré en la próxima crónica.

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987. Continúa de la crónica anterior. La falta de electricidad y, así, de motores, acompañada de la ausencia de tráfico, auspiciaba que la atmósfera del pueblo de Kerr Seringg fuese increíblemente tranquila. Además, debido a la arena que cubría sus calles y senderos, ni tan siquiera se hacía ruido al andar. Al juntarse el bochorno a tan especial cóctel, el resultado tenía la forma de una paz y un silencio que me recordaban los veranos de mi infancia, de los que la mentirosa memoria me hacía creer que las estaciones de antaño eran inacabables así como increíblemente calurosas o frías.

Desde temprana edad ya me había aficionado al sano y placentero nudismo. Además, había pasado la mayor parte del verano anterior entre gente desnuda. Sin embargo, en Kerr Seringg me sorprendía diariamente, sin lograr acostumbrarme ante la naturalidad con que las mujeres locales, tanto las musulmanas como las cristianas, mostraban sus cuerpos. Andando por uno de los caminos me cruzaría con la bella esposa de un amigo mío que me saludaría sonriendo mientras yo difícilmente lograría apartar la mirara de sus atractivas y bamboleantes tetas.

En otro momento, hablando con la madre de Musa en la cocina, ella se abriría el vestido, sacaría uno de sus grandes senos y durante cinco minutos, sin olvidarse de la charla y del guiso, lo estaría rascando placenteramente antes de devolverlo a su lugar. En una de mis normales visitas para comprar tabaco en el comercio que había en la plazoleta frente a “mi” vivienda, en realidad una casa donde la oscuridad intentaba ahuyentar el calor, esperaría a que terminasen de servir a una beldad cuyo cuerpo, de nuevo, se hallaba más desnudo que vestido.

Supongo que si me sorprendían tan sanas costumbres se debía, más que nada, a la naturalidad con que eran llevadas a cabo, pues, como mencioné antes, estaba más que acostumbrado al nudismo que había empezado a practicar en Saint Tropez, y que había continuado haciendo algunos veranos, sobre todo en las playas de Formentera.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Al leer continuamente que algunos desquiciados celtíberos asesinan a sus ex-esposas, me pregunto si no se podría implantar un sistema parecido al de la protección de testigos que hay en varios países para que ellas pudiesen cambiar de nombre y domicilio y así evitar que el tarado de turno las acabase matando.
  • En la infancia es fácil conocer y saber cómo es un amigo de siete años; pero después, debido a la educación, a los complejos y a los traumas emocionales de la vida, resulta mucho más difícil.
  • Si eres humilde y te esfuerzas un poco, siempre hallas una razón para estar agradecido.
  • Tengo un amigo que me demostró su confianza mostrándome su locura.
  • Viendo la película “Senderos de Gloria”, de Kubrick, pensé que no puede haber nada peor que ser el peón de una partida de ajedrez que juega un imbécil.
  • Ya dije otras veces que, cuando hablo con alguien, no miro tanto sus ojos como su boca, cuya mímica y forma me dicen más acerca de esa persona: lo compararía a las huellas digitales o al ADN, pues es igual de personal y peculiar.
  • Hay personas que me tienen en un pedestal hasta que se les cambia el chip y creen que lo hago todo mal: o sea que se equivocan en ambos casos.
  • Impongo mis reglas en las relaciones sociales y sólo escucho la opinión de mis amigos los perros.
  • ¡Qué contagiosa es la risa de los niños!
  • ¿Qué religión tiene el récord de muertes colaterales en su haber?
  • ¿Se usa todavía el insulto: dominguero?
  • ¿Zoológico es sinónimo de cárcel?

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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