La crónica cósmica. El récord mundial de aguantar la respiración

HISTORIAS VERDADERAS – Chitwán, Nepal. El día en que se celebraba la festividad de Saraswati, la diosa de las artes y la cultura, falleció a los cincuenta y siete años el propietario de la cafetería (con el tejado de zinc, los muros de adobe y abierta a los cuatro vientos) en la que tomo el chai del desayuno.

Ateniéndose a la tradición, incineraron inmediatamente su cadáver y durante los siguientes quince días se celebró en el porche de su casa una especie de velatorio al que asistieron sus familiares y amigos.

Pero no creáis que pasasen el rato sollozando, por el contrario, ese tipo de reuniones son más parecidas a unas fiestas en las que, sobre todo de noche, se charla, bromea, se escucha música y se juega a las cartas con el fin de evitar que el fantasma del difunto coja un cabreo y monte algún desaguisado, como sucedió en el velatorio de otro fallecido de este vecindario que, según aseguran, durante la doceava noche provocó que saltara todo por los aires como si hubiese pasado un tornado invisible.

En el caso del que os estoy hablando todo funcionaba plácidamente hasta que una madrugada alguien pronunció dos terroríficas palabras: “Viene Ronaldo”.

Gracias a que los presentes conocían de sobra a ese iracundo elefante, inmediatamente dejó de sonar la música, se apagaron las luces y se hizo un absoluto silencio que nadie se atrevió a romper mientras veían pasar por la calle la mole de Ronaldo, que recorría Sauraha de arriba abajo sin encontrar a ningún desdichado en su camino.

Os he contado este incidente porque un amigo mío, que asistía al velatorio, grabó a este peligroso elefante mientras se alejaba entre la niebla y, la mañana siguiente, pude echarle una mirada. ¡Incluso a través de la pequeña pantalla del teléfono resultaba terrorífico verlo!

Pensé qué yo había sido muy afortunado al no cruzarme con él alguna de las muchas noches en que, durante la última década, regresé a mi cabaña llevando una buena melopea.

Fe de erratas: en la crónica anterior mencioné que un elefante había matado a un hombre a las afueras de Sauraha; pero después supe que el pobre tipo, aunque había salido del trance con la mitad de los huesos rotos, sobrevivió y se recupera en un hospital de la cercana ciudad de Bharatpur. Por cierto, el elefante que lo machacó, también famoso por su agresividad como Ronaldo, se llama Govinda.

Segunda historia verdadera. Érase una vez una chica de dieciséis años de la etnia Tharu que se enamoró del mayor capullo de este vecindario. Éste, que la doblaba en edad, se la llevó a la cama prometiéndole que se casaría con ella en cuanto consiguiera divorciarse de su mujer.

Sin embargo, no sucedió así porque la esposa le dijo repetidamente que ni, ni, ni, ni, y él le hizo un niño a la adolescente sin que llegasen a legalizar su relación.

Como si el capullo tratase de empeorar un poco más las cosas, cuando de nuevo había dejado preñada a su novia, hará cosa de un año emigró a un país europeo, y si te he visto, no me acuerdo.

Valga aclarar que las familias de ambos, y también el vecindario, se mostraron tolerantes con la pobre chica, que sigue viviendo tranquilamente con sus suegros; mientras que en muchos sitios de la India la habrían lapidado.

Pero no todo es de color de rosa para ella porque, aparte de currar de sol a sol para su familia política sin cobrar el mínimo sueldo, las leyes nepalesas no permiten inscribir en el Registro Civil a los hijos de madres solteras, y los suyos se hallan en un limbo legal de difícil solución.

Tercera historia verdadera. La noche en que se celebraba la final del Campeonato de Mundo de Fútbol en Qatar (¡qué vergüenza que se mantenga la mínima relación con esos gobiernos tiránicos!), mi plácida morada se llenó de jóvenes de esta localidad que querían ver el partido en la tele.

A pesar de que mi afición futbolística es escasa, me junté con ellos dando por sentado que, sucediese lo que sucediese en el estadio de fútbol, me entretendría observando sus reacciones; como una familia tailandesa con la que conviví una temporada, que enloquecían mirando combates de boxeo.

Podría creerse que lo hubiesen organizado a propósito, pues la mitad de los presentes eran seguidores de Francia y la otra, de Argentina. ¡Ja, qué gritos y hurras llegaron a vociferar con cada gol marcado!

Me acosté pensando en lo absurdo que era que la alegría o la tristeza de todo un país dependiese de un resultado futbolístico.

PASO A PASO – Sonamarg, Cachemira, India, verano de 1987. Continúa de la crónica anterior. El momento de ponernos en marcha no llegó hasta el atardecer, o sea seis horas después de que yo acordase el precio del viaje hasta Ladakh con el camionero sij.

En un instante, como sucedía con las bandadas de aves migratorias y sin que hubiese alguna señal evidente, el maremágnum de camiones arrancó sus motores y quienes no se hallaban junto a sus vehículos corrieron hacia ellos riendo.

Tal como era habitual en aquel país de locos anarquistas, todos se dirigieron al mismo tiempo hacia el mismo punto, creando un caos tan alegre como monumental. Yo compartí la excitación general. El conductor y el secretario de mi camión reían como locos mientras por doquier sonaban los cláxones y humeaban los tubos de escape.

Solamente alcanzamos la carretera que trepaba serpenteando después de que hubiese anochecido. Avanzábamos lentamente recorriendo sólo unos metros, y nos deteníamos de nuevo. Tal ritmo, acompañado de un buen porro, me adormiló y, trepando a la litera superior de las dos que había en la cabina, caí pronto en el mundo de los sueños. Durante el resto de la noche despertaría de vez en cuando para descubrir que seguíamos transitando al mismo ritmo.

Al amanecer descubrí que habíamos recorrido dieciséis kilómetros. En el espacio de carretera que podía ver al frente conté cuarenta camiones, y detrás, setenta y siete. Era un gusano multicolor formado exclusivamente de vehículos. Pensé que en los siglos anteriores debían de crearse los mismos mogollones con las caravanas de camellos.

Una hora más tarde, al alcanzar el frente del pelotón, entendí de qué iba el juego: nos hallábamos ante una cuesta muy empinada, donde un control del ejército sólo permitía partir a los camiones de uno en uno, cuando el anterior había logrado llegar arriba. Tan extraña situación se debía a que el último kilómetro antes de alcanzar la cumbre era un auténtico lodazal y la parte más peligrosa del recorrido.

A nuestra izquierda se encontraba la ladera de la montaña, que era casi vertical, mientras que, a la derecha, continuaba descendiendo por un precipicio increíblemente profundo. Abajo, muy abajo, podían distinguirse los restos de los camiones que habían caído, quizás aquella misma noche. Vehículos que, gracias a la distancia, no alcanzaban el tamaño de la uña del meñique.

“Mi padre lo llamaría el barranco sin fondo”, comenté sombrío. Y el chófer sij me contó: “En algunos de esos camiones todavía se encuentran los cadáveres de sus ocupantes; muchos están bajo tierra porque, hace poco, una avalancha se llevó por delante a más de treinta vehículos”.

Cuando un oficial del ejército nos dio permiso para ponernos en marcha, el chófer rezó una rápida oración. Sabiendo por experiencia dónde se metía, arrancó intentando lograr la máxima velocidad antes de alcanzar la parte más empinada. El secretario corría junto al vehículo llevando un pedrusco en cada mano, que colocaría bajo las ruedas si empezábamos a resbalar por el barro. De suceder así, el camión patinaría hacia el precipicio que, por supuesto, no tenía protección alguna.

Gracias a que en la India se circulaba por la izquierda, yo me encontraba junto a la puerta que daba al lado opuesto, y mantenía la mano sobre la manivela dispuesto a saltar si llegaba el momento. Inconscientemente, trataba de batir el récord mundial de aguantar la respiración.

El suelo de la carrera no tenía el mínimo asfalto: solamente barro licuado, sobre el que las ruedas se agarraban como podían. Tal como trepábamos, y cuando ya se vislumbraba la cumbre, comprobé aterrorizado que perdíamos adhesión y que la parte derecha de la estrecha carretera, con sus precipicios, parecía atraernos igual que un imán. Entonces el suelo, a pesar de continuar húmedo, apareció más sólido, y el camión, ganando velocidad, alcanzó la cumbre en un santiamén.

El conductor gritó vivas mirando el cielo, y el secretario regresó al interior, al mismo tiempo que yo suspiraba aliviado pensando: “En este país cada día es una aventura”.

A mis espaldas quedaban los tupidos bosques de Cachemira, y al frente un sinfín de montañas desérticas del Himalaya por las que treparíamos y descenderíamos constantemente durante los siguientes días. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Sin que pretenda menospreciar a las religiones en general, es evidente que todo lo relacionado con la fe es sinónimo de irracional.
  • Se convirtió en la presa cuando pretendía ser el cazador.
  • La mayor satisfacción ya te la otorga la capacidad de elección.
  • Confieso que en una época de mi tierna juventud fui cleptómano, pero nunca se me ocurrió meter mano en el monedero de mi madre.
  • No me gusta redactar mis textos con palabras que no uso normalmente, pues me sonaría pedante y faltado de verdad como si estuviese mintiendo. No deseo ser recordado, sino olvidado.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 927 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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