La crónica cósmica. Emociones contradictorias

COLORES – ¿Se podrían considerar racistas las expresiones: “me he quedado en blanco”; “estoy sin blanca”; “lo veo todo negro”; “miré una película en blanco y negro”; “era una novela negra”; “él se casó con una negra y ella, con un blanco”, o “Blancanieves y los siete negritos”?

Anteayer traté de poner a la robótica Alexa en apuros haciéndole preguntas difíciles de responder, y en cada caso respondió demostrando una gran sabiduría. Cuando una niña que también participaba en el juego le preguntó cuál era su color preferido, Alexa respondió: “el arcoíris”.

Estoy haciendo el equipaje porque me voy a poner en marcha de nuevo. Como sería de esperar, las tres semanas que he permanecido en la casa de los amigos valencianos han transcurrido en un santiamén como sucede siempre que hay buen rollo. Y buena comida, pues él, que es el rey de las paellas (que comemos directamente de la sartén como se ha hecho tradicionalmente), se ha demostrado otra vez como un cocinero hábil e imaginativo.

Una tarde, mientras compartíamos unas cervezas Turia y fumábamos porritos de buena maría local, escuchando la fina música de Masala Dosa, estuvimos recordando las ocasiones en que habíamos cruzado nuestros pasos en distintas partes del mundo. Algunas acudiendo a una cita y, en otras, accidentalmente, que es cuando los seres humanos reaccionamos mostrándonos más sinceros.

El primer encuentro fue en Tailandia, en la pensión Sugar Cane de Kanchanaburi. Yo le dije: “hola”, como si hubiese adivinado su nacionalidad. Meses más tarde, en las callejuelas de Kashi, el barrio milenario de Varanasi, nuestras miradas se cruzaron cuando yo pasaba frente a una cafetería en la que él estaba tomando una cerveza. Caso parecido se dio en Mathura, también en la India, cuando se abrió la puerta del ascensor en que yo descendía y nos encontramos el uno frente al otro. O en el hotel de Nairobi cuando íbamos a recorrer los parques nacionales de Kenya, donde nos habíamos citado pero el recepcionista me decía que ni, ni, ni, ni.

Otros encuentros previa cita se dieron en el aeropuerto de Valencia y en el de Chiang Mai, al norte de Tailandia, en el hotelito North Hostel N. 2 de Hanoi, en Vietnam, y, por supuesto, en la isla malaya de Kapas, donde nos reunimos varias veces.

El amigo valenciano también guarda en el baúl de los recuerdos algunos encuentros inesperados con otros viajeros, como el que tuvo con un amigo madrileño con el que se cruzó en la estación de autobuses de Kuala Lumpur y, años más tarde, lo encontró en una solitaria playa de Ibiza (ver una cerveza con… Saúl). O con un paisano suyo, piloto de líneas aéreas comerciales, del que oyó el nombre por megafonía cuando volaba hacia Valencia y al que pudo saludar tras aterrizar.

En mi colección de encuentros accidentales tengo al amigo marsellés, con quien me crucé una vez en Katmandú cuando ambos íbamos en sendos ricchós, y también apareció por sorpresa en un pueblecito indio del Himalaya situado a dos mil metros de altitud, donde terminamos compartiendo la granja en que yo vivía. Mencionaré asimismo al amigo suizo Bhim, a quien encontré casualmente en la abarrotada estación central de los ferrocarriles de Delhi, después de no haberle visto durante varios años. Y a una pareja británica que había conocido en Varkala, al sur de la India, y doce meses más tarde nos reencontramos en Varanasi, junto al Ganges, cuando ellos y yo acabábamos de dar la vuelta al mundo.

El caso más especial es el de un paisano mío, con el que me crucé en dos ocasiones en la India: la primera en una fiesta de luna llena, en Goa, y más tarde en Haridwar, durante la festividad religiosa hindú de la Kumba Mela, en la que se reunían millones de peregrinos.

PASO A PASO – Varanasi, India, primavera de 1986. El día en que el suizo Frank y yo decidimos que había llegada la hora de ir a Haridwar para asistir a la Kumba Mela, Josep, el amigo de Badalona, siempre con problemas de salud, dijo que nos seguiría un poco después. Sin embargo, esto no sucedería, y transcurrirían varios años antes de que nos reuniésemos de nuevo.

La partida desde Varanasi estuvo acompañada de incidentes y sorpresas. Cuando Frank y yo nos dirigimos a la estación de los ferrocarriles y conseguimos llegar a la taquilla después de varias horas de cola, el encargado de vender los tiques nos comunicó, sonriendo, que debido precisamente a la Kumba Mela, todos los trenes que iban hacia el Valle de Dehradun estaban completos. Valga mencionar que tal festividad había empezado en enero y estábamos en abril. O sea que durante cuatro meses no habían dejado de llegar peregrinos.

Cuando ya nos dábamos por vencimos, el mismo funcionario nos mostró un tren llamado Haridwar Mail que se estaba formando en el andén de enfrente. Aunque aquel buen hombre no nos engañó en cuanto al destino y a la posible disponibilidad de asientos, olvidó mencionar que era un tren de tercera clase, muy viejo y deteriorado, que circularía muy lentamente con una máquina de vapor, que se detendría en todas las estaciones y que en él viajaban los santones y los campesinos sin dinero para comprar un tique porque sabían que, debido al abarrotamiento que alcanzaba hasta el techo, el revisor no se molestaría en hacer acto de presencia.

Nosotros lo recorrimos fijándonos en sus bancos de madera y la ausencia de literas. Pero nos animamos al verlo vacío porque las multitudes que esperaban en los andenes todavía no habían reparado en su llegada. Y decidimos que sí, que nos apuntábamos a aquella locura. Tomamos posesión de dos estantes destinados al equipaje, desde los que podríamos hacer el lento viaje, cómodamente acostados sobre nuestros sacos de dormir, y gozando del espectáculo sin sufrir apretujones.

El Haridwar Mail tardó varias horas en arrancar, y cuando al fin lo hizo hubiese sido difícil colocar una persona más en su interior, pues los miles y miles de peregrinos que se dirigían a la Kumba Mela lo habían ido llenando, lenta y profesionalmente, hasta ocupar cada uno de sus rincones, tanto de los asientos como de los pasadizos y los estantes.

Sin necesidad de palabras, solamente sonriéndonos desde nuestros respectivos lugares, Frank y yo estuvimos de acuerdo en que valdría la pena viajar con aquella variopinta compañía compuesta por la clase más humilde del país. Además, entre los campesinos y los santones, que cantaban y tocaban música y nos invitaban a compartir su comida, podíamos fumar tranquilamente porros sin que nadie nos prestara la mínima atención.

Con el lento avanzar y las continuadas paradas, tuve tiempo para reflexionar acerca de las últimas diez semanas pasadas en la compañía de un ser tan especial como Josep. Me había dolido dejarle en aquel dormitorio de Kashi (ver crónica anterior) que se había ido vaciando paulatinamente, pareciéndose cada vez más a un hospital, ya que sus últimos ocupantes estaban enfermos. De todos modos, había sido el badalonés quien así lo había deseado.

Al despedirnos, le dije: “Me siento un poco como el amigo de Jack Kerovac en el libro “En el Camino”, quien, después de recorrer ambos un montón de kilómetros casi sin detenerse, y cuando Jack se pone enfermo, creo que en la capital de México, a los dos días se despide diciéndole que no puede esperar más”.

Luego rememoré las interminables exploraciones de las callejuelas de Kashi, sin más tráfico que el de las vacas y los peatones, por las que nos dejábamos perder sin intentar orientarnos ni por un momento, y sólo nos preocupábamos de evitar cualquier calle con tráfico que nos recordase el mundo moderno.

También recordé a la perfección, como si me encontrase allí en aquellos mismos momentos, nuestra visita a la universidad de Varanasi, lugar al que me había empeñado en llevar a Frank y Josep para que pudiesen ver, además de los parques que la rodeaban, los cuadros sobre el Himalaya del pintor ruso Roerich, que había en su museo. La perfecta película de la memoria me llevó asimismo a la cercana Sarnath, el lugar donde Buda hablara por primera vez después de su Iluminación.

Abrí los ojos al notar que alguien me tocaba el hombro y, a pocos centímetros de mi nariz, encontré la sonriente mirada de un santón que me ofrecía un humeante chílom (pipa) de maría. Al poco otro vecino de compartimento ya me estaba ofreciendo una taza de humeante chai. “Sois un encanto”, dijo Frank al amable personal que no le podía entender porque la mayoría solamente hablaba bengalí o bihari.

Después de terminar con el té y echar la taza de arcilla de un solo uso por la ventanilla, mi memoria me llevó de vuelta al ghat Manikarnika, en que se incineraban los cadáveres de los difuntos, el lugar de Kashi donde seguramente había pasado más ratos porque la atmósfera me resultaba relajante y amable e invitaba a la meditación. Allí había conocido a un crío de unos diez años, puro encanto y simpatía, al que le faltaban los dos pies, que le habían sido amputados, quizás por su propio padre, para que pudiese tener más éxito pidiendo caridad. Entre nosotros brotó una buena amistad que yo auspiciaba alimentándole de vez en cuando; pero nunca le había dado una sola rupia al saber que ésta, invariablemente, iría a parar a los bolsillos de algún mafioso.

Mis reflexiones también me llevaron a los desplazamientos en los ciclotaxis llamados ricchós y a los personajes, sin una gota de grasa, que sudaban la gota gorda para moverlos bajo el ardiente sol, mientras los clientes iban cómodamente sentados atrás. ¡¿Cómo era posible que no se viniesen abajo debido al esfuerzo monstruoso que llevaban a cabo en aquel bochorno acojonante?! ¡Además, al haberlos a cientos y la competencia ser de lo más dura, hasta hacían carreras entre ellos aparte de ofrecer sus servicios por unos precios irrisorios! La voz de la conciencia me recriminó las veces que les había negado la tan necesitada propina, que en la India significaba un deseo de buena suerte, recordándome que generalmente los taxistas de la bicicleta fallecían antes de superar los cuarenta años de edad.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Dame cariño, dame comprensión, dame buen rollo, pero no me des órdenes.
  • Estoy acostumbrado a oír que hablan de mí en lenguas que no entiendo, algo que hacen como si yo no estuviese presente.
  • Te podré dar explicaciones acerca de mi comportamiento y forma de pensar, pero no te lo tomes como si me disculpase.
  • ¿Quién inventó el pecado, el Cielo, el Infierno, a Dios y al Diablo?
  • Hace ya mucho tiempo que, tras fracasar repetidamente, renuncié a tratar de satisfacer a las mujeres.
  • Recordad que no estamos obligados a responder las preguntas que nos hagan.
  • Somos libres de opinar acerca del arte (la música, la pintura, la literatura o el teatro) diciendo que nos gusta o no nos gusta; pero sin que esto signifique que sea bueno ni malo o que seamos unos críticos.
  • A la pregunta de por qué escribo novelas que (afortunadamente: ¡ja!) no va a leer nadie, respondo que se da el mismo caso en los compositores musicales o los pintores. ¿Acaso trabajan en su arte con el único fin de ser escuchados o mirados, o simplemente están haciendo lo que más les gusta, y punto?
  • Emociones contradictorias: valoras mi sinceridad, pero no te gusta que mi sincera opinión sea contraria a la tuya.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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