La crónica cósmica. En fin, mejor, imposible

JUNTO AL MAR MEDITERRÁNEO – En Cataluña llamamos al País Valencià “la millor terreta del món” (la mejor tierra del mundo), y en este radiante día primaveral que hoy tenemos en la finca rural de los amigos valencianos a los pies del monte Montgó, nadie lo pondría en duda.

Gracias a las insólitas lluvias de los últimos meses, nunca vistas en las décadas anteriores, los treinta y tres árboles del jardín lucen sus mejores galas y los campos de los alrededores se encuentran cubiertos de flores. Como lo están también los naranjos que aromatizan el aire con el delicado perfume de azahar.

Un gallo del vecindario lo reafirma con su quiquiriquí, y las seis gallinas de esta casa, apodadas “Las Cayetanas”, que son célibes por obligación, lo escuchan embelesadas. El gato Sambal juega al “corre, corre que te pillo” con el gato malayo Songkran, y las viejas gatas Sari y Chumi los observan con desaprobación: “¡Esa juventud!”. La perra Tikka, una setter jovencita, coquetea seductoramente con el perro Bambú, y la etérea Greta, una galga negra, galopa a sesenta kilómetros por hora.

Mientras paseo entre pinares y algarrobos, una zorra cruza el “Camí Vell de Gata” como una exhalación. Las gaviotas planean llevadas por la brisa marina. Los conejos corretean entre olivos centenarios. La cabra Lola bala llamando a su hijita Sakshuka y la yegua Soraya hace lo mismo relinchándole a su potrillo Zarevich.

Dietética sana: los sabrosos nísperos que recolecto y como directamente del árbol, y el pan que el amigo valenciano amasa y hornea con harina ecológica molida a la piedra (pues así conserva mejor sus propiedades), untado con la miel de azahar que producen las abejas que residen a corta distancia. Bebo la cerveza Lager Viena que también elabora el amigo valenciano, y fumo los bidis nepaleses que él me trajo (nunca viene con las manos vacías) cuando estuvo haciendo excursionismo en ese país del Himalaya el pasado mes de marzo. En fin, mejor, imposible.

PASO A PASO – Varanasi, India, 1986. Al despertar una mañana descubrimos que habían impuesto el toque de queda (curfew). Tal contrariedad se debía a los habituales altercados entre musulmanes e hindúes, que en esta ocasión habían empezado justo bajo los muros posteriores de nuestra pensión, la Trimurti Lodge, donde, como si lo hubiesen hecho a propósito, se halla el templo hindú Kashi Vishwanath, el más importante de esta ciudad, junto a la mezquita más reverenciada por los musulmanes, la Gyanvapi.

Grupos de policías armados con escopetas y “lathis” (largas cañas de bambú), controlaban todas las esquinas y calentaban sin ninguna vergüenza a cualquier desgraciado que se atreviese a salir a la calle. En la rotonda de Godolia, el ejército incluso había levantado trincheras con sacos de arena y, tras éstas, sobresalían los cañones de varias ametralladoras. Pero en las callejuelas de Kashi la vida continuaba con su ritmo habitual, aunque aparentemente las puertas de los comercios pareciesen cerradas, porque en aquel laberinto, que solamente los vecinos conocían al dedillo, siempre sabían por dónde andaban las patrullas y cómo evitarlas.

El toque de queda es algo que en Occidente solamente se impone durante los tiempos de guerra, mientras que en sitios como la India se aplica frecuentemente para cortar por lo sano con las matanzas que estallan de vez en cuando entre diferentes etnias, culturas y religiones.

A pesar de que con el toque de queda se lograran detener tanto las masacres y el caos como el ritmo de vida normal, y se cerraran los comercios, los bancos y los ministerios y se detuvieran los transportes, en ningún lugar de la India se habían clausurado jamás los chiringuitos de “paan” porque era la droga más usada del país. Con la hoja verde del “paan” se envolvían diferentes productos, como la nuez de betel y el tabaco, y los mismos policías y soldados que se encargaban de mantener el orden en las calles eran especialmente adictos a este cóctel excitante.

El toque de queda no nos afectaba directamente a los extranjeros ya que se nos permitía desplazarnos por donde quisiéramos sin ser molestados; pero la falta de transportes y lugares adónde ir nos mantuvo en la terraza atalaya que circundaba nuestro dormitorio.

Unos hacían la colada, otros, como el badalonés Josep, practicaban Tai Chi, y, quien no, escribía a la familia, jugaba a backgammon o zurcía sus prendas. Otros clientes de la casa fumábamos chíloms de costo y gozábamos de la vida social de aquel barrio en que, al estar faltado tanto de plazas como de parques o avenidas, ésta se daba invariablemente en las azoteas.

También era allí donde los vecinos de Kashi se dedicaban a sus aficiones favoritas: hacer volar cometas y palomas intentando robar las de los demás.

Sin dejar de controlar a las peligrosas tribus de macacos que corrían por los alrededores, los huéspedes manteníamos interminables conversaciones. El suizo Frank preguntó a una dulce pareja holandesa: “¿Vosotros por qué viajáis?”. “Para aprender”, respondió ella sin titubear. “Yo viajo para vivir unas aventuras que ya no se encuentran en Occidente”, dijo él.

Era emocionante comprobar cuánto se amaban con sólo ver cómo centelleaban sus ojos al mirarse. Aunque eran muy jóvenes, quizás de unos dieciocho años, por sus largas melenas y colorido aspecto parecían sacados de los años sesenta.

Después Frank continuó su encuesta dirigiéndose a mí: “¿Y tú, catalán, por qué viajas?”. Le respondí con una de mis habituales parrafadas: “Si pidieras la opinión a la gente de vida sedentaria, generalmente te dirían que los trotamundos andamos buscando el paraíso o huimos de algún pasado turbio. A pesar de que en algunos casos quizás tengan razón, creo que la mayoría recorre el planeta por las mismas razones que nuestro amigo holandés, o sea buscando unas aventuras y experiencias, que en las tribus sería la prueba de la hombría antes de empezar con la vida que de ellos se espera, o sea trabajo, matrimonio, hijos, etcétera.

Mi caso es mucho más sencillo porque simplemente voy de un lado a otro desde que descubrí que era un viajero compulsivo o alguien que solamente se siente vivo y a gusto cambiando de lugar cada vez que le apetece. Y te puedo asegurar que cuando reflexiono acerca de mi sistema de vida anterior, no entiendo cómo podía soportarlo.

La gente pasa la juventud estudiando y preparándose para ser ciudadanos como Dios manda, y luego se convierten en médicos, abogados, empresarios o políticos sin dedicarse a reflexionar por un momento acerca de quiénes son realmente. Permanecen durante un montón de tiempo en la escuela sin tener nunca la idea de echarle una mirada a la escuela de la vida, y con ello, generalmente, acaban muriendo sin haberse conocido realmente. Creo que es fatal pasar por la infancia, la juventud, y demás etapas sin haberlas vivido de verdad, sin haber experimentado cuantos sueños se te metieran entre ceja y ceja”.

Mientras conversábamos habíamos bajado la guardia y no advertimos la llegada de un astuto macaco que, con dos ágiles saltos, agarró y se llevó la camisa que una francesa había colgado para que se secara. El mono se la miraba tranquilamente desde el cercano tejado. «Te está pidiendo “bakshís” —le explicó un joven japonés llamado Atiss, que parecía conocer perfectamente a ese macaco—, y si no se lo das la romperá». «Y una mierda —respondió la chica—; una piedra es lo que le voy a tirar».

«No te muevas, y espera un momento», insistió el asiático antes de entrar en el dormitorio. Al poco regresó trayendo una banana y, dirigiéndose a una parte de la azotea donde no había nadie, depositó la fruta procurando que el mono se apercibiese de ello. A continuación, el animal saltó rápidamente del tejado y dejó la camisa en el suelo para apoderarse de aquel desayuno, que comió gustosamente después de volver a su punto de observación.

«Estos macacos de Varanasi se encuentran en un estado muy avanzado de evolución y son tan listos y malos como los humanos —explicó el sabio japonés de pelo largo y mirada tranquila—; si no hubieses pagado el rescate, habría partido tu camisa en dos antes de largarse. Por el contrario, desde ahora se habrá convertido en tu amigo y difícilmente te volverá a molestar».

«A pesar de que sean más famosos los tigres y las cobras —explicó el holandés—, en este país muere mucha más gente a causa de los macacos o los perros». «La otra noche regresaba de las clases de música —nos contó Josep—, cuando me atacaron varios perros. Suerte tuve de estar aprendiendo a tocar la flauta y no la armónica, pues me salvé usándola como arma». «Sí, en esta ciudad los perros cambian de cara por la noche», dijo el japonés. «¿Será porqué están acostumbrados a comer la carne humana de las cremaciones?», conjeturó Frank.

De pronto se oyeron gritos y carreras en la calle y nos asomamos a tiempo de ver a un pobre desgraciado que era perseguido por un grupo de policías y corría con todas sus fuerzas. No tardaron en darle alcance y se dedicaron a apalearle sádicamente con sus cañas, incluso después de que hubiese perdido el conocimiento. Cuando se cansaron, se marcharon arrastrando a su víctima por los brazos.

“¿Cuánto tiempo puede durar esta mierda del toque de queda?”, preguntó impresionado el joven holandés. “La última vez lo mantuvieron durante cinco días”, respondió un alemán que estudiaba sánscrito y residía habitualmente allí. Frank intercambió conmigo una mirada cómplice. Ambos empezábamos a estar hartos del bochorno y de los problemas físicos que comportaba; algo que, sumado al toque de queda, nos animaba más y más a marchar hacia tierras más frescas y sanas.

Sutilmente y sin casi notarlo, el suizo y yo nos estábamos convirtiendo en inseparables; y esto sucedía al mismo tiempo que Josep, siempre con fiebre y dedicando su tiempo a la flauta y al Tai Chi, nos acompañaba cada vez menos. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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