La crónica cósmica. En manos del maestro Bukowski

MIRA LO QUE LEO – Empezaré con unas recomendaciones literarias que en las últimas crónicas se quedaron en el tintero por falta de espacio. Lo haré sin enjuiciarlas ni aportaros una mínima sinopsis que os pueda arruinar la sorpresa. No obstante, antes de mencionar los títulos de esas novelas que me han maravillado recientemente, os quiero recomendar simplemente que leáis; pues es una de las pocas cosas positivas que nos diferencian de los animales.

Alimentad con la lectura vuestra imaginación y cread un fantástico mundo interior que sólo os pertenecerá a vosotros. Relajaos leyendo. Divertíos leyendo, aprended leyendo y entreteneos leyendo, porque es una actividad mucho más creativa que la de contemplar embobados las imágenes de las películas y los reportajes.

¿Vamos allá? De vez en cuando me pongo en manos del maestro Bukowski con la seguridad que me lo voy a pasar de maravilla en su compañía, y así fue al leer “Escritos de un viejo indecente”, ensayo en el que, como hace habitualmente, pone a parir a casi todo el mundo, y sobre todo a los otros escritores, de los que solamente se salva una selecta minoría, como Kafka y Dostoievski.

Me gustó y emocionó que opinase igual que yo acerca del gran Louis-Ferdinand Céline, del que afirma que es el mejor escritor de los últimos dos mil años.

También dice cosas como estas: “Cuando amor se convierte en una orden, odio puede convertirse en un placer”. “Cuando los hombres controlen los gobiernos, los hombres no necesitarán gobiernos. Hasta entonces, vamos jodidos”. “Si quieres saber quienes son tus amigos, agénciatelas para ir a la cárcel”. “No se puede amar la vida si trabajas todos los días y apenas te quedan, entre unas cosas y otras, una o dos horas para ti”.

Agradezco a Luís Garrido-Julve, el colega de Conmochila que escribe la sección “A contrapelo” y es tailandés de adopción (al que también podéis leer en su blog “Bangkok Bizarro”), por haberme presentado a tres escritores que no tienen desperdicio. Uno de ellos es un paisano suyo (del Prat de Llobregat, oiga), llamado Kiko Amat, y estos son los títulos de unas novelas suyas: “Antes del huracán” y “Cosas que hacen bum”; en ésta aparece un divertido grupo de viejas anarquistas que han creado el Instituto de Vandalismo Público.

El segundo escritor es un madrileño llamado David Jiménez, y estas son las novelas suyas que no os podéis perder: “Cocaína”, escrita de forma genial en segunda persona y en la que aparece esta cita acerca de la muerte: “¿Cómo explicar a una familia compungida que el dolor de los que se quedan es directamente proporcional a la satisfacción del que se va?”. También hay esta cita de Tom Wolf: “En realidad escribir no es fácil; por si alguien no lo sabe, es el trabajo más duro que hay”. Y ésta de Raymond Chandler: “He ganado demasiado dinero escribiendo basura para los imbéciles, pero la salvación de un escritor es escribir”. El tercer escritor que me recomendó Luís es Juan Manuel López, y el título de su novela: “Al final siempre ganan los monstruos”.

Por mi cuenta añadiré a esta pequeña lista literaria la finísima novela “La hija del sepulturero” de la escritora Joyce Carol Oates (también utiliza los seudónimos Rosamond Smith y Lauren Kelly: ha publicado más de cien libros y se la considera una de las grandes escritoras estadounidenses de todos los tiempos), en la que se dice: “Hay emoción en la llegada, pero la emoción es todavía mayor al marcharse”. “Soy demasiado orgullosa para presumir delante de los desconocidos”.

Gracias a mi incultura escolar, hasta ahora, tras convertirme en septuagenario, no había leído la genial obra de J. D. Salinger “El guardián entre el centeno”. ¡Qué placer de lectura!

PASO A PASO – Gambia, África Occidental, 1987 (ver crónica anterior). Nuestro grupo de turistas llegó al Senegambia Club Hotel cuando oscurecía. Aquel lujoso resort estaba compuesto por cabañas diseminadas por inmensos jardines amurallados, cuyos límites terminaban frente a la playa, entre los que había piscinas, pistas de tenis y de otros deportes. Comprobé que desde la recepción hasta mi aposento debía andar cinco minutos.

En realidad, aquel gueto para turistas blancos que no deseaban ensuciarse manteniendo contacto con África, no me desagradó, pues a nadie le amarga un dulce y sólo permanecería allí durante tres días. Poco después, acostado en la cama, decidí que, con mi menguado presupuesto, de ninguna manera podría llevar a cabo mis planes iniciales: “Lo de dar una vuelta por el Senegal, Cabo Verde, Mauritania y subir por Marruecos hasta Ceuta, será en otra ocasión. Voy a quedarme en Gambia y usaré el caro tique de vuelta que me ha colado el puto Jerome”.

Durante la cena había entablado conversación con una joven pareja suiza que trabajaba en el grupo de animación del Senegambia, y me habían informado que Gambia, al contrario que los demás países vecinos, era extremadamente barato: “Como ejemplo te diré que el gobierno ha impuesto como salario máximo treinta dólares mensuales, aunque tal ley no incluye a los extranjeros como nosotros que venimos de Europa con el contrato en el bolsillo; así que ya te puedes imaginar lo bien que vivimos”, me había contado el sonriente suizo, quien, además, me dio la dirección de una pensión donde podría conseguir habitación y alimentación por unos veinte dólares mensuales. Así que me dormí pensando que, al final, la historia no habría salido tan mal.

Por la mañana conseguí docenas de datos sobre mi nuevo domicilio. Cuando salí al jardín vi un par de pájaros parecidos a los gorriones si exceptuamos su color: uno lucía un plumaje azul celeste y el otro, rosa. Sería la primera muestra de que me hallaba en una de las zonas con más variedad de aves de la tierra.

Al cruzar la puerta que daba la playa siendo saludado respetuosamente por el hombre uniformado que estaba de guardia, me encontré frente a una inmensa franja de arena que tenía forma de media luna. Hacia el norte se podían ver a gran distancia algunos chiringuitos y un hotel de lujo. Por el sur se distinguía la selva llegando hasta la playa. Frente al hotel había sombrillas y hamacas reservadas para los clientes. El océano tenía el aspecto movido y poco amigable de los lugares donde pocas veces me adentraba nadando.

Por el momento no se veía un alma en toda la extensión de la playa. Di un paseo para celebrar la ceremonia de mi llegada dejando que la arena y el agua entrasen en contacto con mi piel e intercambiasen energías. Lejos, mar adentro, se veían grandes barcos de pesca que seguramente no llevarían bandera gambiana.

Después regresé al hotel. Al entrar en el restaurante me sentí fuera de lugar mientras era observado con extrañeza por los ricos turistas alemanes que devoraban su habitual y copioso desayuno. El extenso bufé incluía todo lo imaginable: zumos, jamones, quesos, mermeladas, mantequillas y, sobre todo, gran diversidad de panecillos, aparte de los obligados cafés y tés. Aunque el servicio corría a cargo de sonrientes y encantadores muchachos locales, tanto el chef como el jefe de cocina de aquella casa eran alemanes al igual que el director.

Debido a tales circunstancias probé por primera vez una de las cocinas que me resultaron más difíciles de comprender (gustar es sinónimo de comprender), pues, a pesar de que siempre me había gustado cualquier tipo de comida, con la alemana tardaría años en entablar una buena relación.

Dos horas más tarde estaba en la playa un poco apartado de la zona de las sombrillas, los turistas, y los guardianes que se encargaban de evitar que los chicos locales molestasen a los ricos “tubab” (blancos). Al observar a los negros y los blancos no podía más que comparar sus físicos sintiendo un poco de vergüenza ajena. Era así porque que entre los gambianos no había uno que no exhibiese un cuerpo perfecto, mientras que los europeos tenían invariablemente aspecto de cerdos, tanto por el color rosado de la piel como por la figura. Era evidente que los turistas sentían temor de aquellos sonrientes muchachos con los que yo ya había trabado conversación comprobando que hablaban perfectamente el inglés que les enseñaban en la escuela.

Vi pasar a una preciosa joven parecida a Sade cantado, “El más Dulce de los Tabúes”, y la estuve observando cuando se alejaba moviendo graciosamente su cuerpo de gacela. Al recordar que el cantante de Simple Minds había estado instalado allí hasta el día anterior, pensé que ella también podría ser la Sade original.

“Hola”, me saludó alguien por el lado contrario sorprendiéndome. Al volverme vi a un muchacho local de unos veinte años que llevaba el pelo corto y tenía una cara de niño mofletudo en la que no crecía un solo pelo. Por su aspecto daba una impresión de limpieza y buenos cuidados: vestía una camisa roja, unos pantalones negros y calzaba unas zapatillas deportivas. “Me llamo Musa. ¿puedo sentarme?”. Si algo le diferenciaba de los otros chicos era su falta de humildad y encanto, pero esto me pareció más natural. “Soy de un pueblo cercano llamado Kerr Seringg y si lo deseas, te puedes hospedar gratuitamente en nuestra casa”, me propuso sorprendiéndome y alegrándome.

Tal ofrecimiento me emocionó y un poco después acompañaba a Musa para descubrir qué se escondía tras el nombre de Kerr Seringg. Empecé a sentirme más confortable en cuanto nos alejamos de los muros del Senegambia. Esta emoción se convirtió en euforia mientras andábamos hacia el sur por un camino de tierra rojiza que cruzaba entre campos baldíos, en los que brotaba persistentemente cierto tipo de palmera, a pesar de que las cortasen continuamente. De la nada brotaba una hoja que, de entrada, parecía solamente hierba, pero que más tarde se abriría y de ella nacería el nuevo árbol. Pensé que, si la gente dejase de vivir allí unos cuantos años, aquella zona se convertiría rápidamente en una selva”.

Al llegar al pueblo descubrí que las calles eran de arena, igual que la playa, aunque ésta se hallaba a cierta distancia. Las casas, que habían sido construidas con adobe y tenían los tejados cubiertos de planchas o con las ramas de las palmeras que acabábamos de ver, se hallaban rodeadas de grandes jardines en los que crecían diversos árboles frutales, mayormente mangos, pero también unos naranjos cuyos frutos pecaban de sosos. El agua se conseguía con las bombas manuales cedidas por la Unicef que había en las esquinas, una de las cuales se encontraba frente a la casa de Musa.

Ésta daba a una plaza donde reinaba un gran árbol. Varios burritos holgazaneaban tomando el sol y unos perros de orejas cortadas ladraban a una manada de vacas de largos cuernos que pasaba. La finca tenía varias dependencias de una sola planta. En una de ellas vivían los padres de Musa, otra se usaba como cocina y era el reino de su corpulenta madre. En una tercera había cuatro habitaciones adosadas con las puertas dando al patio central.

La que era el domicilio de Musa, una estancia de diez metros cuadrados, la ocupada casi totalmente una gran cama que el chico me ofreció; pero preferí mantener las distancias y pensé que instalaría mi colchoneta en el espacio que quedaba libre bajo la única ventana y junto a la puerta de chapa, que por cierto no tenía cerradura y era únicamente simbólica.

Le pedí a Musa que me presentase a su padre. Éste vestía una elegante túnica azul celeste y era el alcalde y el hombre más rico del pueblo; al ser un personaje importante, pasaba sus días recibiendo visitas y solicitudes en un salón cuadrado, en el que había tres sillones y un pequeño sofá. Musa le dirigió la palabra sin levantar la mirada del suelo ni una sola vez. Siguiendo con las presentaciones, también conocí a la colección de hermanos de Musa; éstos, al contrario que él, mostraban la grave seriedad del padre.

Me despedí de Musa y regresé a Senegambia, no sin antes haber acordado que volvería para instalarme el domingo por la mañana, día en que cambiaría el lujo del Senegambia por la sencillez de Kerr Seringg. Me sentí alegre andando por aquellas llanuras solitarias sin cruzarme con un alma.

El día anterior, al partir de Canarias después de ser desplumado por Jerome, lo había hecho con pocas esperanzas sobre el resultado de aquel viaje; pero ahora lo veía todo del mismo color rosado que los pájaros que buscaban comida entre las matas. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

Artículos por : Nando Baba

Dejar una Respuesta

Start Typing

Preferencias de privacidad

Cuando visitas nuestro sitio web, éste puede almacenar información a través de tu navegador de servicios específicos, generalmente en forma de cookies. Aquí puedes cambiar tus preferencias de privacidad. Vale la pena señalar que el bloqueo de algunos tipos de cookies puede afectar tu experiencia en nuestro sitio web y los servicios que podemos ofrecer.

Por razones de rendimiento y seguridad usamos Cloudflare.
required





Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y mostrarte publicidad relacionada con tus preferencias mediante el análisis de tus hábitos de navegación. Si continuas navegando, consideramos que aceptas su uso. Puedes cambiar la configuración u obtener más información aquí