La crónica cósmica. Guía del explorador accidental

GUÍA DEL EXPLORADOR ACCIDENTAL, o cómo llegar al lugar que quieres ir aun sin saber adónde vas.

Con una copa en una mano y un porro en la otra, eché una mirada al mapa de Assam que me prestó el Señor Chacal y decidí dirigirme al cercano Parque Nacional de Orang. Siguiendo los consejos de mi amigo, tomé un autocar que iba a la ciudad de Tezpur. Al pagar por el trayecto pedí al revisor que me avisase al llegar a un cruce de carreteras que quedaba a mitad de camino y me llevaría al parque. Al ver que transcurrían las horas, pensé, “Este papanatas se ha olvidado de mí”, hecho que se confirmó cuando llegamos a Tezpur, donde, además, pretendieron cobrarme por todo el trayecto. “¡Anda ya, pero si tendríais que ser vosotros quienes me pagaseis el tique de vuelta a Orang!”, les solté consiguiendo despistarles durante los cortos momentos que necesité para desaparecer de escena.

Con dar una mirada a Tezpur (¿ciudad pequeña o pueblo grande?), comprobé que no tenía el mínimo encanto, aunque sí cierta ancianidad que no vi en Guwahati. Empeñándome en ahorrar unas rupias, me instalé en el hotel más barato y en la que quizás fuese la habitación más cutre, pero con baño, aunque me recordase al de “Trainspotting” (“El retrete más sucio de Escocia”). Mi memoria, siempre atenta a las cuestiones geográficas, me recordó que Tezpur se encontraba cerca de otro parque nacional, el de Nameri, y empecé a preguntar por aquí y por allá, pero con poco éxito, acerca de alguna población próxima a tal lugar, hasta que, cuando ya había oscurecido, un tipo que “dirigía un pujante negocio de telecomunicación”, o sea un chiringuito de dos metros cuadrados en el que había un teléfono público, me aconsejó dirigirme a la oficina de turismo; “¡¿Cómo?!”, exclamé sorprendido porque no esperaba hallar tal servicio en una población como esa.

Siguiendo sus indicaciones, di la espalda al bazar siguiendo por una calle amplia y solitaria (que al día siguiente y con luz descubriría que bordeaba un parque precioso regado por varias lagunas), y llegué al típico hotel gubernamental (invariablemente caros y deficitarios, algo así como los paradores nacionales de Celtiberia). Me recibió un señor muy amable que tampoco me proporcionó una respuesta, pero entonces, cuando yo ya daba media vuelta, vi un mapa de Assam colgado del muro, y le pregunté si me podría conseguir un ejemplar: “Ahora mismo no, tendría que volver mañana…”. Al regresar allí el día siguiente fui atendido por una joven que, como diríamos en mi pueblo, “Lo tenía todo”, pues no era solamente guapa y encantadora, sino que también hizo realidad mis deseos. Su piel era ligeramente dorada, y en sus ojos asiáticos destellaba el sutil toque salvaje de las tribus. Me dijo que pertenecía a la etnia de los “mising”, de los que había una tribu cerca de Nameri. Me pregunté si todas las mujeres “mising” serían tan atractivas como ella. A parte de explicarme cómo ir hasta allí, “Toma un “tempo” (humeante triciclo en el que logran meter a una docena de pasajeros) hasta el bazar de Balipara, y, desde allí, otro que te deje en el cruce de Dharikari”. También me dio el nombre de la persona adecuada, “Pregunta por Gora”.

Tras seguir sus indicaciones sin llevar todavía el equipaje conmigo, y ya a solas en tal cruce, me metí por una carreterita llena de baches que tenía plantaciones de té a la derecha y la jungla a la izquierda. Mientras andaba traté de imaginar cuál sería el aspecto de una tribu en versión asiática. Después de un par de kilómetros me adentré por un laberinto de senderos y empecé a felicitarme al comprobar que había dado con una perla en la que el bambú, las bananeras, los cocoteros, las buganvillas, los árboles frutales, las finas y rectas palmeras de betel y, sobre todo, las matas de la Flor de Pascua (jamás había visto tantas y de tal tamaño), cortaban la vista camuflando las viviendas. La mayoría de las cabañas se asentaban sobre zancos a un par de metros del suelo y habían sido construidas con bambú y adobe; algunas todavía tenían el tejado de paja, pero ya primaban los de chapa. Dos ríos que descendían desde Nameri se encargaban de regar tal virguería. Si hacía abstracción de la coral organizada por los niños, los pájaros, las cabras y las vacas (de las que había muchísimas y ni un solo búfalo), el silencio era absoluto; y esto resultaba preocupante, pues la ausencia de teles, estéreos y teléfonos solamente podía significar que Dharikari no tenía el imprescindible servicio eléctrico para mí querida e-máquina de escribir.

Entonces llegué a mi destino, y mis dudas tomaron otra forma al ver una cabaña de bambú y madera, de unos cien metros cuadrados y rodeada de un amplio porche, que, aparte de tener electricidad, era tan bonita y lujosa como para que diese por sentado que sería demasiado cara para mi mísero presupuesto. Salió a recibirme una mujer joven y embarazada que vestía el típico lungui rojo y el corpiño verde de las “mising”, quien me invitó a tomar asiento en un sofá que había en el porche, y llamó por teléfono a su marido explicándome que era el maestro de la escuela local.

Gora tardó una hora en terminar las clases y volver a casa con su motocicleta, tiempo en el que yo me dediqué a saborear aquel pastel que, según suponía, no podría pagar. En una crónica anterior os hacía mi típico comentario, “Valía la pena cruzar medio mundo para ver algo así”, afirmación que ahora alteraría diciendo que valdría la pena hacerlo para vivir una temporada en un sitio así. Silencio, alguna que otra bicicleta, mariposas a mansalva, flores, paz y tranquilidad. Pensé que Gora rondaría los treinta años, y por su aspecto, pero también por la manera de comportarse, hablar y reír (con mucha frecuencia), me recordó a un buen amigo mío tailandés.

La cabaña disponía de tres habitaciones que daban a diferentes partes del porche, y compartían un par de cuartos de baño que se hallaban en un pequeño edificio de obra que había al lado; su interior era tan acogedor y bonito como el exterior. Antes de que Gora me informase de cuál era el precio, ya le dije que no podría pagarlo. “Ochocientas rupias por noche” (¿diez euros?). Había llegado el momento de la verdad en que el tahúr se sacaría un as de corazones de la manga (“Spanish Jack siempre te la va pegar”, que diría Willy DeVille). Mientras me levantaba disponiéndome a partir, le conté que yo cobraba una pensión minúscula y solamente podía gastar doscientas rupias diarias por la habitación y la comida; pero que, eso sí, me quedaría durante un mes y le pagaría por adelantado las seis mil rupias pertinentes (¿setenta y ocho euros?). Añadí en la explicación que me encantaba la comida familiar. Al contrario de lo que sucede cuando hago esta oferta a los brahmanes, quienes abren los ojos como lo hacía el tío de Pato Donald con el símbolo del dólar en cada uno de ellos, el rostro asiático de Gora permaneció impasible durante los cortos instantes que necesitó para calcular las cosas que haría y las facturas que pagaría con seis mil rupias. “De acuerdo”, dijo alegrándome el día.

Regresé a Tezpur, de “tempo” a “tempo”, y tiro porque me toca, y fui de compras para abastecerme de cuanto necesitaría en mi aislado paraíso. Había terminado la lectura de “Six Suspects” de Vikas Swarup (recomendado por el amigo occitano), y, entre la limitada oferta local, ahora escogí (muy acertadamente) “Virtuals”, del asimismo escritor indio Anupam Sinha (famoso guionista y dibujante de cómics). Tuve que recorrer todo el bazar para dar con el único comercio de tela (confección y más confección), donde adquirí cuatro metros de algodón que un sastre transformó en mi nuevo saco de dormir. Diez paquetes de “Sagar Biris”. Y, claro, unos gramos de maría. “¿Tú no sabrías por casualidad dónde…?”, le susurré al vendedor de bidis. “¡Claro! ¿Cómo no? ¡Chico, trae…!”. ¡Ja! ¡Todo el personal de la calle se había enterado que yo hacía una espectacular compra de cinco paquetes de maría! (cien rupias = un euro y veinte céntimos; por cierto, que la calidad es tan ridícula como el precio).

EL REINO DEL BAMBÚ. Tras esta acuarela tribal, creo imprescindible aportaros unos datos acerca del bambú, caña que, a pesar de alcanzar rápidamente los diez metros de altura (compite con la palmera del betel), tarda varios años en endurecerse (con los adolescentes sucede lo mismo), y, así, en tener suficiente resistencia para ser usada en la construcción. Es una cuestión de calidad, y al hallarnos en esta época decadente, cada vez es más difícil encontrar buen bambú. A parte de servir como vigas, columnas y para levantar andamios, se corta en largas y finas tiras parecidas al mimbre con las que fabrican cestas, mesas, sillas, sofás como el que tengo ahorita mismo bajo mi trasero, y también las paredes, los tabiques y el techo de las cabañas. En un pueblo tailandés que hacía frontera con Birmania residí una temporada en la que era la versión más lujosa de ese tipo de viviendas, donde las cañas habían sido cortadas por la mitad y ensambladas unas con otras para crear por igual la estructura, los muros (interiores y exteriores), el suelo y el techo.

Mira lo que pienso:

  • Digo yo que los misioneros católicos lo tendrían fácil para convertir a los caníbales con el cuento de la sangre y el cuerpo de Cristo.
  • La imaginación es meridional, y la perfección, septentrional.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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