La crónica cósmica. Hablo con todos los animales

UN TIGRE, DOS TIGRES, TRES… – Kumaon, Uttarakhand, India. Este lugar de las Colinas Kumaon en que me hallo es famoso por la cantidad y diversidad de pájaros que alberga. Es, sobre todo, ahora en la primavera, cuando los ricachones de las ciudades suben hasta aquí con sus aparatosas cámaras fotográficas para cultivar la actividad que denominan “birding” (¿pajarear?).

El tordo silbador del Himalaya (“whistling trush”) es un pájaro solitario, de tamaño medio y color violeta, que me alegra cuando me despierta por las mañanas con sus encantadores y largos trinos, que son distintos a los del atardecer, y el resto del día permanece callado.

Según las creencias hindúes, el tordo silbador simboliza la buena suerte, el mensaje divino y la libertad, y puede inspirar y guiar a las personas con su canto.

Cuando paseo por el bosque voy con la mirada levantada hacia el continuado espectáculo aéreo de los pájaros. Los más desvergonzados se posan junto a mis pies y escuchan encantados mis piropos.

Valga aclarar que hablo con todos los animales, incluso con los insectos; a excepción de las tribus de macacos, monos a los que, cuando me cruzo con ellos, aparento ni tan siquiera ver, porque son como una panda de gamberros que van armando desaguisados a su paso.

Los grandes machos nunca me han ocasionado problemas, mientras que, por el contrario, en varias ocasiones me he encontrado con alguna hembra histérica, que ha venido a por mi, y se ha puesto a chillar como si yo la hubiese atacado. Son incidentes que pueden resultar peligrosos si el resto de la tribu también se mete de por medio.

Ayer, mientras andaba por la pista que mi amigo el señor Chacal bautizó como Chill Street, tuve uno de esos líos con unos macacos. Por suerte, en aquel momento llegó un amigo mío en su moto y me sacó del atolladero: “¡Vamos que nos vamos!”.

En el bosque veo frecuentemente a los pequeños y solitarios ciervos ladradores. Aparte de la increíble velocidad con la que pueden desaparecer entre la frondosa vegetación, estos herbívoros sobreviven sobre todo gracias a su olfato e instinto.

Es un hecho que comprobé más de una vez en que uno de ellos detectó mi presencia, a pesar de estar yo perfectamente camuflado y con el viento soplando hacia mí.

Así que considero insólito lo que me ocurrió anteayer cuando estuve siguiendo un buen rato a un ciervo sin que se percatara de mi presencia; por supuesto, cuando sí lo hizo, tuvo el mayor susto de su vida y desapareció a gran velocidad.

Ese mismo día, y como si hubiese sido a propósito, vi un video grabado por una cámara automática en el que un leopardo era seguido sigilosamente por un ciervo. ¡Si no lo veo no lo creo!

Ya que he mencionado a esos lindos gatitos, añadiré que en estos bosques de las Colinas Kumaon habitan muchos de ellos; sin embargo, nunca había oído que hubiese tigres.

Por eso me quedé asombrado cuando el señor Lobo me mostró un video que había grabado una noche en que, mientras circulaba con su jeep por la solitaria carretera de los lagos, se encontró, ni más ni menos, que con cuatro impresionantes tigres que caminaban tranquilamente por la calzada.

Después, el señor Lobo me aclaró que los lindos gatitos que aparecían en tan preciosas imágenes eran una tigresa y sus tres cachorros, que por cierto ya habían alcanzado el tamaño de su madre.

La casa de campo en que me hospedo linda con el bosque, y no es raro que alguno de los animales que habitan en allí se deje ver. Ayer por la mañana, cuando salía de la ducha, escuché las voces excitadas de mis anfitriones: un leopardo había cruzado el jardín, me contaron más tarde.

De todos modos, el visitante que hemos tenido hoy todavía ha despertado mayor expectación: una cobra real que mediría unos tres metros.

Esos preciosos reptiles, que pueden alcanzar los seis metros, son las mayores serpientes venenosas del mundo. ¿Sabíais que existen más de tres mil setecientas razas de serpientes y que sólo seiscientas de ellas son venenosas? Aún así, éstas seiscientas acaban anualmente con la vida de ciento veinte mil personas.

Yo mantengo buena relación con las serpientes, y me alegró ver un video en el que aparecía un indio que convive amigablemente con una cobra real, que “anda” libremente por su casa. Además, la saca de paseo por la calle. Seguiremos informando.

PASO A PASO – Lima, Perú, otoño de 1988. Continúa de la crónica anterior. El inglés Simón y yo, al haber conseguido los pasajes de avión haciéndonos pasar por peruanos para ahorrarnos una buena pasta, no pronunciamos una sola palabra desde el momento en que llegamos al aeropuerto de Iquitos; de esa manera logramos volar hacia la capital sin problemas.

Aquel trayecto de una hora y pico comportó los más drásticos cambios orográficos y atmosféricos. Partiendo de la selva y de su bochornosa humedad, rápidamente nos encontramos cruzando las cumbres nevadas de los Andes, y ya, en lo que los pasajeros tardamos en beber el mísero vaso de zumo inmundo que nos dieron como todo desayuno, descendimos hacia la costa del Océano Pacífico para aterrizar en el aeropuerto limeño.

Mientras aguardábamos para recoger nuestros equipajes, Simon, que ya había estado en el Perú, me aleccionó.

“Aunque aquí no se dé el alto índice de criminalidad de las grandes ciudades brasileñas, debo advertirte que este país es conocido por sus habilidosos carteristas, quienes usan las más sofisticadas artes para vaciar bolsillos y arramblar bolsas”.

Le pedí que me diese algunos ejemplos.

“Tú irás andando por la calle y alguien se acercará a ti por detrás y te arrojará cualquier pringo en la espalda”.“¿Una boñiga?”. “¡Ja, no, hasta ahí no llegan! Lo que usan más frecuentemente es pasta de dientes. Logrado esto, a continuación el mismo tipo te avisará amablemente: “Señor, se ha ensuciado”.

Y entonces, cuando te detengas, dejes tu bolsa en el suelo y te quites la chaqueta para limpiarla, tu equipaje habrá desaparecido antes de que te enteres.

Lo mismo te podrá suceder estando tranquilamente sentado en un banco tomando el sol, donde alguien te saludará amablemente por un lado mientras su colega sale volando con tu bolsa por el otro. Llegan a tal colmo de desvergüenza como para pegar un corte en los bajos de una mochila y, mientras la víctima sigue andando, le libran rápidamente de su contenido”.

“Me animas un montón”, bromeé, prometiéndome evitar ser una presa fácil. No obstante, cuando vi llegar mi bolsa con la cremallera abierta supe que ya había sucedido. Afortunadamente se limitó a un robo de lo más miserable: la brocha de afeitar y un par de bolígrafos baratos.

El clima de Lima era fresco y el cielo lucía un color grisáceo, que resultaría permanente y me recordaría la calima de las Islas Canarias.

Mientras un taxi nos trasladaba a la capital, observé que aquella inmensa metrópoli se hallaba circundada por enormes barrios de chabolas. Le confesé a Simón que cada vez me gustaban menos esas selvas de cemento. Pero, de todas maneras, cuando llegamos al centro y a sus calles peatonales, donde había docenas de elegantes edificios de arquitectura colonial, empecé a alegrarme de estar allí.

En un momento en que el taxi circulaba por las estrechas callejuelas del barrio antiguo, empezaron a aparecer frente al vehículo unos individuos que nos mostraban insistentemente unas pequeñas calculadoras. “¿Acaso estos locos se dedican a vender calculadoras por la calle?”, pregunté asombrado a Simon, quien me aclaró, “No, qué va, lo que hacen es mostrar el precio que te ofrecen por tus dólares”.

Efectivamente, aquellas calles cercanas a la Plaza de San Martín estaban abarrotadas de cambistas que llevaban, además de una calculadora, montones de billetes de intis en las manos, y se abalanzaban sobre cada coche que pasaba al mismo tiempo que gritaban, discutían y ofrecían, dedicándose a un negocio de lo más floreciente gracias a la galopante inflación que, dos días después, lograría triplicar el precio del vuelo que acabábamos de realizar.

Me pregunté si, con una economía tan jodida, tendrían los dólares necesarios para conservar adecuadamente los aviones como el que habíamos volado. Mantenimiento que, supuse, se haría en una fábrica norteamericana y se pagaría con la moneda de aquel país.

El taxi nos dejó junto a la Plaza de San Francisco, que se hallaba detrás de la Plaza de Armas, o sea en el centro neurálgico de la capital y frente al antiguo edificio en que se encontraba el Hotel España, donde nos atendió una hermosa castellana que se había casado con un limeño y era la propietaria del negocio.

El clima y las multitudes de la capital nos animaron a partir cuanto antes hacia lugares más atractivos. Pero este deseo nuestro se complicó a causa del deporte nacional peruano: las huelgas. La que se declaró, precisamente el día en que deseábamos conseguir pasajes hacia el sur del país, era del gremio de transportistas.

La noticia aparecía en la primera página de “El Comercio”, del 12 de octubre de 1988, periódico que yo estaba leyendo sentado en una cafetería de la Plaza de Armas, frente al Palacio Presidencial.

“Parece que nos quedaremos aquí más tiempo del deseado”, le comenté a mi compañero británico. Sin embargo, éste no opinó igual: “No te preocupes, seguro que en cuanto han declarado la huelga, algunos listos ya habrán organizado la forma de sacar provecho de ella con los transportes clandestinos”.

En el mismo periódico, en letras pequeñas y en una página interior, aparecía una nota del gobierno que me apresuré a traducir a mi amigo británico:

“Perú tiene estrictas leyes prohibiendo la posesión, el uso y la venta de drogas, incluyendo la marihuana y la cocaína. Quienes las violan no son deportados, sino juzgados y encarcelados bajo la ley peruana. En caso de ser extranjeros, son tratados como traficantes internacionales y sentenciados a penas que van desde los quince años hasta la cadena perpetua. El proceso legal desde el arresto hasta ser sentenciados puede tardar, sin fianza, de nueve meses a dos años”.

Al mismo tiempo que indagábamos cómo abandonar Lima, la misma ciudad nos obsequió con docenas de distracciones. Paseamos por cada rincón del barrio antiguo, comprobando que en sus callejuelas se jugaban partidos de fútbol de la mejor calidad. Soltamos carcajadas frente al Palacio Presidencial viendo a los soldados haciendo el paso de la oca en los cambios de guardia.

Las mismas risas que difícilmente logramos evitar al visitar el Santuario de Santa Rosa de Lima, la primera santa americana, quien evitaba dormirse durante sus oraciones colgando su cabellera de un clavo: pedazo de hierro que en la actualidad era muy venerado.

También recorrimos las catacumbas del convento de San Francisco, donde pudimos comprobar que aún quedaban montones de oro y plata.

Pero, sobre todo, gozamos de la buena y barata cocina limeña atracándonos continuamente en el restaurante Machu Pichu con unos menús de doscientos cincuenta intis, o sea unas ochenta pesetas.

Menús que incluían un primero a base de ceviche, ya fuese de pescado, marisco o pulpo, un segundo de carne o pescado, y, para terminar, un sabroso postre, otra especialidad en la que los limeños también destacaban. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Aquí va una novela que recomiendo a los lectores sensibles: “La estudiante de Tiananmén”, de la pequinesa Lai Wen.
  • Era tan feliz que incluso se olvidó de hacer la foto.
  • Estaba desnuda… la pared. Estaba muerto… de miedo. Estaba harto… de pasar hambre. Estaba cansado… de placer (del grupo Radio Futura).

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
Share:
Published by

Nando Baba

    Deja una respuesta

    Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *