La crónica cósmica. Hasta luego cocodrilo

DE NUEVO EN RUTA. Érase una vez un viaje indostano que tuvo como prólogo tres despedidas que acabaron con mis semanas de dieta abstemia y vegetariana. Eran las cuatro de la tarde cuando un jeep me llevó desde los mil trescientos metros de altitud hasta los trescientos de Halwani (treinta kilómetros: cincuenta rupias), ciudad que crucé con un ciclo-taxi-ricchó hasta la estación de autobuses (tomadura de pelo: cien rupias).

Sin tiempo ni para fumarme un bidi, tomé un “local bus” hasta Ramnagar (cincuenta rupias), y allí un auto-ricchó (triciclo Vespa: cuarenta rupias) hasta su pequeña y apartada estación de los ferrocarriles (recomendada por el señor Lobo durante la primavera (temporada alta del turismo), cuando no hay manera de conseguir billetes en la de Kathgodam). Yo la escogí por ser la única manera de llegar a mi próximo destino sin tener que hacer transbordos. Tal como es habitual, los andenes eran larguísimos (como lo son los trenes indios) y el edificio diminuto. Exclamé: “¡Uy, uy, uy!” al ver auténticas multitudes acampadas por todos lados y sin que quedase un solo espacio libre.

Empeorando las cosas, la estación no disponía de cantina, y en la imprescindible “chai dhucán” no vendían agua: ¡Iba pasar veinticuatro horas sin comer ni beber agua!, pero sí un chai, dos chais, y cincuenta chais, con un bidi, dos bidis y… sobreviviendo. A pesar de sus limitaciones, la estación disponía del obligado sistema de megafonía que vocifera continuamente en todas las estaciones de los ferrocarriles indios anunciando las próximas salidas y llegadas. En el caso de Ramnagar, y al esperarse solamente un tren, estuvieron repitiendo su número y destino alternándolo con alguna publicidad, sin olvidar de añadir siempre que saldría a la hora en punto. ¡Ja, solamente desconectaron la maldita cancioncilla cuando llegó el momento de partir y… nada de nada, pues lo haríamos con una hora de retraso!

Era un tren de peregrinos, santones y campesinos, o sea viejo, cutre, y con unos cristales que no se habrían limpiado nunca (en un tren alemán creerías que no se habrían ensuciado nunca), sobre el que se lanzaron las masas provocando una lucha a muerte con los pasajeros que intentaban descender. Gritos, empujones, paquetes, maletas, con bebés y ancianos de por medio: alegría, alegría. Lo de “Dejen salir antes de entrar” les debe sonar a chino. Yo contemplé tal espectáculo desde el andén con la tranquilidad que me daba saber que mi vagón se hallaba en la cola y era el único con literas reservadas; también sería el único por el que se atreviese a pasar el revisor. Además, caso insólito, iría prácticamente vacío (de personas, porque de mosquitos…).

Tras dormir como un angelito, al anunciarse el alba salté de la litera, conseguí un chai, y me fumé un bidi de pie junto a la puerta abierta del vagón porque no quería perderme el mínimo detalle del mejor espectáculo indostano, el del fértil y completamente llano Valle del Ganges, con los campos cubiertos de neblina y las aldeas despertando. Hora tras hora, y durante el transcurso del día, no aparté ni un solo momento la mirada de la ventanilla (abierta…). Estaban cosechando el arroz y plantaban el trigo del invierno. Había campos de lentejas, muchas lentejas, y de mostaza, junto con jardines de mangos, más mangos, y muchos más mangos (aparte de sus frutos, durante la calurosa primavera también se aprecia su sombra).

Por la tarde subió una familia musulmana en la que las dos jóvenes esposas de un barbudo de pelo blanco llevaban el rostro cubierto con un bonito y delicado pañuelo (a tono con el de la cabeza) como los bandoleros del Lejano Oeste cuando asaltaban una diligencia. Igual que en otras ocasiones parecidas, pensé que este encubrimiento desataba la curiosidad; caso totalmente opuesto a lo que sucede cuando estás en una playa nudista, donde, tras satisfacerla (la curiosidad…), te olvidas del tema.

Aunque la humeante locomotora tiraba bastante bien (dejando una sólida y densa nube negra a su paso), el problema estaba en los muchos ratos que permanecíamos parados para ceder el paso a otros trenes (¡Rediós, incluso a los de carga!); y al fin llegué a mi destino a las seis de la tarde, o sea tras veinte horas de viaje (veintiséis desde que partiera de las Colinas Kumaon) en las que habíamos recorrido setecientos kilómetros a una media de treinta y cinco kilómetros por hora. ¡Ah, me olvidaba de dos datos importantes!: el precio del billete fue de doscientas treinta rupias (tres euros), y la ciudad desde la que os escribo esta crónica es Varanasi (Benares, Banaras o Banarasi, al gusto). Bhole Nath.

HASTA LUEGO, COCODRILO. Una de las tres despedidas que os mencionaba antes la hicimos en la aislada casa del señor Oso, encerrada entre la jungla y un lago, en la que, como era de esperar debido a sus costumbres, nos tomamos tres cubalibres (sin cola) antes de comer (a las doce del mediodía: Umm). El lugar se llama Patonia y tiene la peculiar y agradable energía de los sitios apartados del mundanal ruido (en la Selva Negra visité más de uno) en los que solamente se escucha el canto de los pájaros y el barullo de los insectos (si me olvido de los teléfonos móviles…).

Bebimos el agua (con ron) de la fuente que hay bajo la casa, comimos el arroz y las judías que él cosecha, el yogur que hace con la leche de sus vacas, y por supuesto fumamos el costo que elabora con la maría silvestre de los alrededores. Un pájaro de buen tamaño apareció en escena mientras comíamos, y el señor Oso, tras llamarlo, le dio un puñado de arroz. Ya que hablo de comer, añadiré que a su anterior perro se lo zampó el leopardo, y ahora tiene a una cachorrita que con sus frecuentes ladridos le debe estar humedeciendo la boca al lindo gatito.

Otra de las despedidas fue en la casa del señor Jabalí, en esa ocasión regada con vodka, y sus dos buenos cocineros (preparan unos guisos que están de rechupete) nos dedicaron una auténtica danza “bollywoodense”: Si no lo ves, no te lo crees. ¡Ja!

Un centenar de estudiantes de educación física que asistió a un retiro espiritual en el áshram cristiano organizó un espectáculo al que fui invitado (de honor, oiga). Entre diferentes danzas, cantos y gags cómicos, también representaron un drama en el que unos salvajes tribales en plan africano decapitaban a tres chicos que vestían prendas occidentales; no sé de qué iría la historia, pero pensé que quizás estuviese relacionada con los decapitaciones que actualmente llevan a cabo los islamistas (salvajes…).

Una sorpresa: La que tuve al encontrarme por los bosques con una atractiva joven india que hablaba perfectamente castellano porque había vivido varios años en Barcelona. Y otra sorpresa, la que me dio un campesino con cara de tonto que era aficionado al tenis y me nombró a todos los tenistas españoles.

Cuando llegué hace un mes a las Colinas Kumaon os comenté que había muerto un antiguo vecino enemigo mío (el que nos robaba el agua), y ahora, al cumplirse los treinta días del fallecimiento, todas las mujeres del valle visitaron a la viuda vistiendo sus mejores saris para realizar una ceremonia tradicional en la que le llevaron regalos prácticos de todo tipo (sobre todo comida).

INDOSTANADAS:

  • La razón de los actuales y diarios cañonazos entre la India y Pakistán, según la versión india, es que ellos, los indios, plantaron un árbol cerca de la línea de separación, y los otros dijeron que no podían hacerlo. ¿Os los podéis imaginar discutiendo el tema de pie en medio de “la tierra de nadie”?: “Que no”, “Que sí”, “Pues os vais a enterar”; y a continuación empezó el espectáculo: ¡Boom! Evidentemente, el ejército indio solamente habla de los destrozos y muertes sufridas en su bando (lo pagan los habitantes de las aldeas cercanas), y no de los que ellos provocan.
  • La rebelión juvenil llega a la India (con unos cuantos años de retraso…): En Kerala y en la ciudad de Kochi (¿Era Cochin? Ahora Bangalore se llama Bengaluru), un grupo de vándalos destrozó la cafetería Kozhikode tras aparecer un reportaje televisivo en el cual se veía que (en este local) los jóvenes se saludaban abrazándose y besándose como se hace en Occidente. Para protestar contra ello se organizó una manifestación denominada “Besos de Amor” en la que planeaban abrazarse y besarse públicamente, pero fue prohibida y la policía detuvo a más de una treintena de jóvenes. El resultado fue que dos días después hubo una manifestación similar en Calcuta.

MIRA LO QUE PIENSO

  • ¿No es así que tememos hablar de nuestros temores?
  • Soy adicto a la paz mental que me provoca el desconocimiento de la lengua que se habla a mí alrededor, pero también tengo adicción a las puertas, o sea a la intimidad, y para mí lo peor sería hallarme entre un grupo, en la cárcel, el ejército, e incluso en un convento o un áshram.
  • Hace un siglo hubiese parecido igualmente imposible enviar imágenes (como hacemos con Internet) que objetos materiales: ¿Y mañana?
  • He terminado un relato cuyo título no podría ser más corto, “U”, y para equilibrarlo he empezado uno que tiene el más largo, “La Rapidez del Conejo, La Insolencia del Gato, y La Perra de su Mujer”.
  • Para lectores sensibles, “Nada se opone a la noche” de Delphine de Vigan.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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