La crónica cósmica. ¡Jaldi, jaldi, jaldi (deprisa)!

De película. El que sería mi último viaje (del año) empezó con la incertidumbre habitual. Después de haber conseguido el tique y (más importante) la reserva de litera en la estación ferroviaria de Siliguri que quedaba a pocos minutos de mi hotel, me presenté tranquilamente allí con una hora de antelación. Mi primer fallo fue el de no molestar al jefe de la estación para consultarle con cara de turista despistado (nada difícil) si me hallaba en el sitio correcto y mi tren saldría a la hora prevista (las ocho de la tarde), y tratar de informarme a través de un tendero que tenía su comercio junto a la entrada; “Yes, yes”, me respondió, y yo hice la segunda cagada al olvidar que cuando los indostanos no te comprenden, responden invariablemente que sí.

Aunque cumplí con la norma de preguntar a tres personas distintas, en la confabulación también colaboraron dos embusteros más que tenían instalado su negocio en el andén en que supuestamente debía partir mi tren: “Yes, yes”. El tercer y más imperdonable fallo fue que, a pesar de haber comprobado varias veces la fecha y la hora que marcaba mi tique (en el cual constaban la distancia a recorrer y un montón de datos más), se me pasó por alto hacer lo mismo con el nombre de la estación, y solamente descubrí que el “Darjeeling Mail” saldría de la siguiente estación, la de Jalpaiguri, cuando faltaba menos de media hora.

Pensé cariñosamente en la madre, la familia y todos los muertos de la mujer que me vendió el tique sin advertirme de ello. “¡Ay, ay, ay!”, me dije mientras trepaba trotando por la escalera y cruzaba el puente por encima de los andenes temiendo que mi tren arrancaría insólitamente con puntualidad y también perdería la conexión del día siguiente.

Salí de la estación volando y pedí al conductor de un triciclo “auto-ricchó” que me llevase urgentemente hasta mi destino. “Queda a veinte minutos y no llegarás a tiempo”, dijo desanimándome. El tipo se lo curró de lo lindo, pues partimos disparados, y durante el trayecto, viendo como esquivaba por los pelos una vaca por aquí, unos críos por allá, y por supuesto un montón de bicicletas, di por sentado que terminaríamos en el hospital. Ya era de noche, y él no dejó de hacer sonar el claxon al mismo tiempo que yo gritaba: “¡Jaldi, jaldi, jaldi (deprisa)!”

Llegamos ante la estación cuando faltaban tres minutos para las ocho. Subí las escaleras empujando desvergonzadamente a quienes hallaba a mi paso, y galopé por el puente contando los andenes, “Uno, dos, tres”. En ese momento recordé a Bill Murray, quien al principio de la película “El Expreso de Darjeeling”, suplicaba inútilmente: “¡Este es mi tren!”. Al contrario que el actor norteamericano, yo conseguí entrar resoplando en el vagón correspondiente justo cuando se ponía en marcha, y estuve tranquilamente sentado en mi compartimento hasta que apareció una señora muy elegante y finolis que me pidió educadamente si no tendría inconveniente en intercambiar mi sitio por el suyo porque así ella podría viajar junto con su amada hija. Acepté sin pensármelo dos veces, pero al trasladarme hasta allí empecé a arrepentirme, y también a descubrir que me habían tomado el pelo, ya que aquella maldita embustera no viajaba con su hija y solamente quería huir de un compartimento en el que, en vez de los seis pasajeros habituales (yo incluido), había nueve. En la última crónica os comentaba que actualmente la clase A/C (con sábanas, almohada, manta y toalla) acostumbra a estar más abarrotada que la económica, pero nunca había visto que el revisor permitiese viajar en ella a pasajeros que no tuviesen la reserva pertinente como sucedió en este caso.

A pesar de que, lógicamente, no me viese obligado a compartir mi litera, sí lo hice con el espacio perdiendo libertad de movimiento, ya que había gente durmiendo por el suelo, los teléfonos sonaban por aquí y por allá, y el tipo que tenía a mi lado se pasó media noche jugando con su ordenador de bolsillo. A las seis de la mañana (la mejor hora) llegamos puntualmente a la estación de Sealdah, en Calcuta (ahora Kolkata), donde tomé un tranvía prehistórico hasta la de Howrah (¡23 andenes!). Tras colarme en la sala de espera reservada a los pasajeros de primera, me relajé durante siete horas hasta que partiese mi siguiente y último tren, que me llevaría a la ciudad de Bhubaneshwar (la capital de Orissa, ahora Odisha), en que daría por terminado ese viaje después de haber recorrido aproximadamente quinientos kilómetros hacia el oeste y mil hacia el sur dejando el invierno a mis espaldas. Aunque no soporto hacer cola, cuando se trata de viajar hago una absoluta abstracción del tiempo. También aproveché para cruzar por primera vez el puente de Howrah (sobre el río Jugli), que es el más transitado del mundo y tiene tan poco atractivo arquitectónico como el de Brooklyn o la Torre Eiffel.

Imágenes del Indostán

  • Los vagones del Metro reservados para mujeres, “Men no allowed” (deberían hacerlo también con los autobuses, como en Vietnam).
  • Cientos de taxi “Ambassador” amarillos atascados en el puente de Howrah haciendo sonar el claxon (tipo de automóvil que en el resto de la India ya está pasando a ser historia), entre los que se movían los últimos “hombres-caballo” tirando de los ricchó originales, y lo hacían junto a los primeros “auto-ricchó” eléctricos.
  • Aterradoras multitudes entrando y saliendo de la estación ferroviaria.
  • Cabras vestidas con camiseta y vacas cubiertas con una manta debido a la ola de frío con temperaturas mínimas de 2’6º que en Delhi ya han acabado con la vida de veinticinco personas (según mi “amante” esposa, en La Selva Negra están a 12º bajo cero).
  • Otras imágenes incluyen a la India “real”, muy distinta a la de las Colinas Kumaon o Dharikari, con basura por todos lados y apestosas cloacas abiertas con un metro de profundidad.
  • Cuatro mendigos musulmanes, uno ciego, otro con una mano que nacía en el codo, y dos más que ni tan siquiera se tenían en pie y avanzaban rodando sobre sí mismos por el suelo, que cruzaban el bazar cantando una repetitiva y rítmica canción.
  • Un miembro del mismo gremio que tenía los pies en las rodillas y vestía una camiseta en la que constaba, “De todo lo que he perdido, hecho sobre todo en falta la mente”.
  • Un autobús accidentado en el que, tras chocar con otro al avanzar en el sitio menos apropiado y en el peor momento, habían muerto el chofer y los siete pasajeros que estaban sentados a sus espaldas.
  • Seis eunucos (“hinjra jitjara”) que subieron al tren (vestidos con saris) cantando, bailando y bromeando con los pasajeros masculinos, quienes babeaban ante ellos (¿ellas?) como si fuesen atractivas mujeres; su presencia en algunas fiestas, por ejemplo las de los nacimientos, se considera muy auspiciosa.

Faunópolis. 

  • ¿Vamos al zoológico? En el de Indore vivía y se aburría un tigre blanco de dos años llamado “Raján” que la semana pasada recibió la visita de una cobra real. Al haber nacido en cautividad y ser analfabeto porque no había asistido a la escuela de la jungla, quiso pegarle un bocado, y cuando llegaron los guardas ya estaba muerto. La serpiente solamente recibió unas pocas heridas y ahora se recupera en el hospital veterinario.
  • Un macho elefante (en la lengua inglesa existe la palabra “tusker”, y me pregunto si sería algo parecido a “colmillado”) se metió en otro zoológico (sin pagar el tique correspondiente…) en el que la dirección se preciaba de tener el mejor jardín de bambú de los alrededores, y solamente regresó a la jungla tras hartarse con su comida favorita.
  • En un tercer zoológico, el de Imphal, detuvieron a un tipo que, aparte de estar borracho, compartía su bebida con un gibón que no le hacía ascos.
  • Terminaré con esta sección contando una anécdota romántica que dejó atónitos a los guardas de un nuevo zoológico, quienes, al incorporarse de mañanita en su puesto de trabajo, encontraron a una tigresa que había abandonado la jungla para compartir la jaula con un macho del que estaba evidentemente enamorada.
  • Los periódicos de la India se refieren habitualmente a las panteras denominándolas como “grandes gatos” (“big cats”), y, según “The Telegraph”, en los alrededores de Guwahati residen actualmente treinta de ellos.

Mira lo que pienso

  • Miente, pero, por favor, que sea de verdad.
  • Llora como un humano porque no has salido volando como un marciano.
  • Que quienes me valoráis o desdeñáis sepáis que la cagáis.
  • Al contrario que los humanos, los perros sí saben quién soy y cómo soy.
  • Según mis valores, son sinónimo de ridículo los tipos musculosos y la forma cómo se mueven, los poderosos, los famosos (sobre todo si se venden haciendo publicidad a pesar de estar forrados), también quienes entregan su vocación al mejor postor, los políticos felicitándose por el triunfo de algún atleta nacional, quienes desean ser recordados como si de esa manera pudiesen superar a la muerte, los seriales televisivos (sin excepción), las mariconadas como la venganza, el valor que damos a la moda, la opinión de los vecinos y su aprobación, la cólera, la agresividad, la cobardía y los celos (por eso tratamos de escondérnoslos incluso a nosotros mismos), mi egoísmo y mi tacañería, la sonrisa de James Dean y la de Christian Bale.
  • Ellos y ellas despiertan pensando en qué beberán o cocinarán, en las facturas que pagarán, a quién estafarán o a quién se follarán, mientras yo despierto pensando en lo que escribiré.

Momentos inolvidables. Érase una vez un desierto, una noche, y un meteorito. El desierto era de arena y estaba salteado de dunas. No estaba la Luna, pero sí miles de estrellas y una oscuridad absoluta. El meteorito, como sucede frecuentemente, descendía a toda hostia; sin embargo, su color verde ya no era tan habitual, como tampoco lo fue que se apagase y encendiese tres veces antes de terminar estallando e iluminando todo aquel decorado desértico como lo haría un gigantesco flash verde.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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