La crónica cósmica. La anécdota que os voy a contar

PASO A PASO KAFKIANO – Himachal Pradesh, India, 1986. Creo que Jesús peregrinó a la India y regresó convertido en un santón. Pienso que Michael Jackson copió sus coreografías y danzas de grupo de las que aparecen en las películas de Bollywood. Y supongo que Kafka podría haber creado las tramas de algunas de sus novelas al enfrentarse a la absurda y obtusa burocracia india como me sucedió a mí en la anécdota que os voy a contar.

Sin que nadie lograse saber exactamente la razón, el gobierno indio se empeñaba en castigar duramente a cualquier extranjero que se hallase en el país sin visado, como si se tratara de malhechores. En los años ochenta tales permisos se concedían solamente por tres meses de duración, que luego se extenderían por un período similar. Debido a que éste era mi caso y mi visado estaba a punto de cumplir el plazo, tuve que pasar por la siempre triste experiencia de tener que tratar con los funcionarios indostanos.

A pesar de que, por lo general, el gremio de los funcionarios ya fuese sinónimo de mediocridad, sobre todo cuando se trataba del Tercer Mundo, eran los funcionarios indios quienes, de todos modos y sin mucho esfuerzo, alcanzaban niveles de disparate kafkiano con los que batían todos los récords.

La imbecilidad habitual de cualquier funcionario destacaba gracias a que tal individuo, haciendo oídos sordos a la unánime opinión del resto de la población, se creía inteligente e imprescindible.

En un sistema social basado en las castas, los funcionarios estaban convencidos de ser la superior que guiaba los destinos del país. Como es de suponer, la obligada visita a tales energúmenos provocaba invariablemente a los desmadrados occidentales que viajábamos por la India auténticos retorcijones de estómago que se acompañaban de náuseas y brotes del instinto asesino difíciles de controlar.

Para mí la aventura empezó temprano por la mañana. Tras adelantar el baño en las frías aguas del templo de Bhagsu Nag dedicado al dios Shiva y el chai del desayuno, a continuación, como quien partiera hacia una peligrosa aventura de dudoso resultado, me despedí del amigo californiano para encaminarme hacia McLeod Ganj, en cuyo bazar esperé la llegada del autobús y subí a éste con un buen rato de antelación a su partida para poder conseguir asiento antes de que se abarrotase. Después vino el lento descenso, con sus frecuentes paradas, hasta que, cuarenta y cinco minutos más tarde, logré aterrizar en el ruidoso bazar de Dharamsala con la sensación de haber llegado a una gran metrópoli, aunque solamente fuese un pueblo grande.

Preguntando aquí y allá logré saber el paradero de las oficinas del superintendente de policía, quien era seguramente el único funcionario con un poco de cultura de toda la comarca y el hombre que ostentaba los poderes de extender los visados.

Llegado allí, y a pesar de que exteriormente el edificio de una sola planta y estilo militar estuviese limpio y cuidado, al cruzar el umbral me sorprendió el aspecto habitual de las oficinas del estado: umbrío, luciendo en varios rincones de los muros las salpicaduras rojizas que dejaban los escupitajos de betel, y con montones de legajos de expedientes atados con cordeles y cubiertos de polvo y telarañas que, alzándose junto a todas las paredes, alcanzaban un techo que ostentaba las habituales manchas de humedad dejadas por los monzones.

Seis funcionarios, plenamente dedicados a la lectura del periódico, estaban sentados frente a varias mesas sobre las que había invariablemente un pisapapeles. Eran cuatro hombres y dos mujeres, todos con el pelo perfectamente aceitado y peinado. Ellos vestían al estilo occidental, y ellas llevaban un sari, aparte de una buena colección de anillos, pendientes, brazaletes y collares de oro. Ellos, con el obligado bigote bajo la nariz, fumaban cigarrillos rubios. Y ellas lucían una gordura poco usual en las calles del bazar.

Fui observado críticamente por los representantes de tan alta jerarquía antes de lograr ser informado sobre quién era el encargado de la extensión de visados. Éste, un hombre esquelético de mediana edad y antipática mirada, me entregó tres impresos para que los rellenase uno a uno por quintuplicado. Soy un tipo precavido y había traído conmigo un bolígrafo al saber que difícilmente me ofrecerían uno. Fotos, nombre, apellidos, fecha de nacimiento, número de visado, número de pasaporte, profesión, nombres, apellidos y profesión del padre y de la madre, y cincuenta etcéteras más.

La cosa funcionó bien hasta que llegué a la casilla en que constaba, “lugar de residencia en la India”, porque entonces tuve que confesar al funcionario que no vivía en un hotel, sino en una casa particular. Sus ojos destellaron de satisfacción como si exclamasen: “Ahora te tengo”, y dijo: “En este caso será necesario que me traiga el nombre completo del propietario de la casa”. Yo no tenía la menor idea de cómo se llamaba tal señor, y no pensé en mentir inventándome uno cualquiera. Así que me vi obligado a rehacer mis pasos, tomar un autobús que tardaría una hora en ascender los seis kilómetros hasta McLeod Ganj, y andar los tres kilómetros de vuelta a Bhagsu Nag.

Al día siguiente empecé de nuevo la peregrinación hasta el templo de la burocracia llevando los datos requeridos en el bolsillo. “¡Triunfaré! ¡Esta vez nada me detendrá!”, me decía muy convencido mientras andaba hacia el bazar, subía a un autobús con quince minutos de antelación, etcétera, etcétera. Pero al llegar ante el mismo funcionario del día anterior, éste, sonriendo con satisfacción, me anunció que el superintendente de policía se había ido antes de la hora habitual: “Por lo que tendrá que regresar usted mañana”. Solamente logré evitar la tentación de agarrar el pisapapeles y romper con él los dientes enrojecidos por el betel del odioso funcionario usando todo el control que hallé en mi mente. De nuevo en la calle pensé que, de encontrarme en otro país, me metería en un bar para tratar de ahogar mis penas con alcohol.

Repitiendo toda la operación desde un principio, la mañana siguiente me presenté en la odiosa oficina convencido erróneamente de que el enemigo ya habría agotado todos sus trucos. El despreciable funcionario, encantado de verme de nuevo, me hizo esperar durante una hora en la que pude comprobar que, aparte de fumar, charlar y leer el periódico, aquellos “trabajadores” del estado no hacían absolutamente nada. Transcurridos sesenta minutos, la repelente sonrisa del funcionario me comunicó que el superintendente estaría todo el día dedicado a atender a unas importantes personalidades que habían venido desde Delhi para comprobar los destrozos causados por el terremoto (ver crónica anterior); por lo que yo tendría que regresar al día siguiente si deseaba que me extendiesen el puto visado.

Volví hacia McLeod Ganj en autobús reflexionando acerca de la gran importancia del yoga en aquel país que ni Kafka se habría atrevido a imaginar. De pronto me quedé atónito al observar la actividad que llevaba a cabo el revisor del autobús, quien rellenaba cada tique a mano, sin olvidarse de hacer una copia con papel carbón, y le adhería dos pólizas que humedecía sobre su lengua mientras el abarrotado vehículo subía balanceándose de un lado a otro.

Pero aquella locura no terminaba ahí, porque al acabar con la venta y recorrido de un extremo a otro del autobús, el buen hombre redactaba una relación de los tiques vendidos, logrando liquidar su absurda tarea cuando ya llegábamos a destino. Pensé que si aquel tipo seguía tan tranquilo y sonriente, yo no tenía derecho alguno a quejarme”.

De regreso hacia hacía Bhagsu Nag me junté con otro occidental que, viéndome tenso, me preguntó si me sucedía algo. “¿Tienes algún problema?”. “Nada, nada”, respondí; “solamente que estoy renovando mi visado”. “Comprendo, comprendo”, dijo el otro; “te acompaño en el sentimiento”.

Al día siguiente, cuando me disponía a empezar otra vez mi dramática peregrinación, un amigo indio me evitó una nueva decepción advirtiéndome que se celebraba una de tantas festividades religiosas y las oficinas estarían cerradas.

El quinto día, comprobando que mi visado caducaba en esa fecha, o sea que desde aquel momento podría ser encarcelado por hallarme ilegalmente en el país, decidí que entonces o nunca y, llevando un libro para leer y un paquete de bidis para fumar, me dirigí a las oficinas gubernamentales dispuesto a no salir de allí sin mi visado. Sorprendentemente, en esta ocasión lo logré; pero tuve que esperar tres horas porque el superintendente había estado de fiesta la noche anterior y se había acostado tarde.

Cosa habitual del país, el despacho del jefe era la cara opuesta del de sus subalternos, ya que tenía las dimensiones de una pista de tenis, la luz entraba con abundancia por unos grandes ventanales y la limpieza era absoluta.

Le comenté al gran hombre todas las movidas y peripecias que había sufrido para llegar ante él y le pregunté cuál era su opinión; al ser alguien que evidenciaba tanto educación como inteligencia, respondió: “Está claro que en la India tenemos la más lenta y compleja de las burocracias, y que este mal provoca que tengamos una administración fatal. En cuanto a tu caso y a la extensión del visado, toda esta inutilidad desaparecerá del mapa el día que tengamos un ministro de asuntos exteriores avispado, porque entonces, cuando pidáis el visado, se os concederá para el periodo que deseéis, ya sean tres, seis o doce meses. Además, todo el mundo sabe que venís a nuestro país como turistas, o sea a traer divisas, y no buscando un empleo como sucede con la mayoría de indios que van a Occidente”.

Abandoné el despacho del superintendente de policía exultante y corrí a celebrar a lo grande que tenía tres meses más de visado tomando un chai y fumando un bidi. Continuará.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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