La crónica cósmica. La ansiedad viajera

Algunos amigos me han preguntado si ahora, cuando ya hace más de un año que regresé desde Asia a Europa, no echo en falta viajar. Aparte de que, al continuar residiendo por el momento en Francia, sigo teniendo la sensación de ser extranjero, hecho que me resulta confortable, la respuesta sería que ya me planteé esa duda en la primera década de este milenio, cuando me dispuse permanecer largas temporadas en la Selva Negra alemana; y aunque me parece que jamás llegué a quedarme un año seguido allí, que por cierto era uno de los mejores sitios en que haya estado, nunca sufrí la mínima ansiedad viajera: supongo que ya había superado ese tipo de debilidad emocional.

Valga puntualizar que los marcianitos somos un poco robóticos y generalmente filtramos las emociones (sobre todo sus reacciones) por un “purificador” lógico y racional. También tendrá que ver con los kilómetros recorridos, que en los años ochenta superaron a los que se patease un marchoso como Marco Polo (¡exagerado!), y ya me dejarían suficientemente satisfecho. El mayor de mis hermanos, que a sus ochenta y pico años ha alcanzado una cierta sabiduría, me definió perfectamente diciendo: “Nando no siente frío ni calor”.

Acerca de esas correrías de los años ochenta, cuando mi buen amigo Lluís me regaló mi primer ordenador al empezar a residir en Alemania, escribí una larga novela (más de mil quinientas páginas) salteada con un poco de ficción, pero ateniéndome a la fidedigna información de mis diarios acerca de los sitios que había visitado e incluso las pensiones en que me había hospedado.

Como decía un pariente mío que pecaba de farsante y truhán, las palabras se las lleva el viento. En mi caso, debido a mi volátil memoria, hubiese sido así de no haberlas plasmado primero sobre el papel y, más tarde, en el teclado y la pantalla del ordenador: recordamos los hechos según los habíamos recordado la última vez que los evocamos. De ahí que os pueda aportar muchos datos de aquellos tiempos que, a quienes nacisteis posteriormente, os han de parecer tan lejanos como el Medievo.

Buena constancia de ese aspecto se ha dado en estas crónicas, las cuales en muchas ocasiones tendría que ultimar con: “continuará”, porque en cuanto las he terminado y publicado es habitual que recuerde algún detalle que se me ha quedado en el tintero. Así ocurrió con la última de ellas tras dedicarla enteramente a mi amada isla canaria Lanzarote, a la que le faltan cuatro trazos que completen vuestra acuarela mental (siento repetir tantas veces esta expresión, pero creo que define a la perfección a qué me refiero).

Paseando, e incluso durmiendo dentro del Parque Nacional de Timanfaya de Lanzarote, tuve la sensación de ser uno de los primeros seres humanos de la Tierra (mis ancestros ya llevaban mucho más tiempo en Marte). Aún sentí más esa sensación cuando me comí unas setas mágicas y permanecí varios días allí. Igual que me parecen más bonitos los animales peludos, normalmente me gustan los lugares en que prima el color verde, como las junglas tropicales o los prados de la Selva Negra; pero la belleza de Lanzarote se podría comparar a la de unos animales pelones como la anaconda o el elefante africano, porque su atractivo es puramente mineral, ya sea en sus volcanes de distintos colores o en la arena verdosa de alguna playa gracias a la olivina que la forma.

De todos modos, el mineral que prima en Lanzarote es la grava granulada llamada picón, que cubre grandes extensiones de la isla y se usa sobre todo en los jardines, pues conserva bajo ella la humedad de las pocas lluvias que alimenta las raíces de unas plantas, como las vides de la Geria o la verdura de los huertos, cuyos colores destacan sobre el negro de ese tipo de lava.

Al mencionar en la crónica anterior la finca del Barranco del Obispo en la que residí, tendría que haber añadido que, además de hallarse frente a Timanfaya, también tenía de especial que junto a ella se levantase el volcán Guardilama, de más de seiscientos metros de altura, al que trepábamos muchas veces para gozar de unas espectaculares vistas: aparte de incluir toda la isla de cabo a rabo, hacia el sur también aparecían la pequeña isla de Lobos (por los lobos marinos que anteriormente anidaban en ella) y la de Fuerteventura, y, tras el horizonte occidental del océano Atlántico, la cumbre de una montaña, que quizás fuese el Teide, de Tenerife. La montaña Guardilama aportaba a la residencia de nuestra anárquica comuna algo tan insólito en aquella desértica isla como era una fuente de agua, que nunca dejaba de manar, aunque lo hiciese gota a gota.

De todos modos, lo más insólito de Lanzarote era su cosmopolita población, compuesta por muchos artistas trotamundos que aseguraban estar dando la vuelta al mundo, pero se habían quedado “encallados” en ella desde hacía varios años; hecho del que hacían responsables a las buenas energías de la isla. No era extraño que entre las personas que compartíamos una mesa hubiese, pongamos por caso, catalanes, vascos, madrileños (nadie es perfecto: ¡ja!), franceses, italianos, alemanes, británicos y griegos; y que algunos fuesen músicos, otros pintores, escultores, actores o escritores. La novia que tuve en esa fenomenal época era una joven pintora alemana que, mientras residía en París, una noche soñó con aquella isla de la que jamás había oído hablar y, tomándoselo como un mensaje cósmico, decidió residir allí, donde todavía sigue actualmente. La conocí cuando expuso sus cuadros en la discoteca La Ermita donde yo pinchaba discos.

Brian Eno es uno de los músicos que se enamoró de Lanzarote, en la que actuó varias veces. Un inglés que tenía un bar en la Villa de Teguise me contó que durante una noche de juerga con dos amigos suyos, en la que bebieron mucho whisky y fumaron todavía más porros, escribieron el guión del espectáculo musical The Rocky Horror Show, que todavía continuaba aportándoles dividendos año tras año.

Otro personaje interesante que conocí en Lanzarote era el hijo de una riquísima familia parisina, propietaria de una empresa multinacional dedicada a la fabricación de jabones, gel y perfumes, al que se le podría denominar un yonqui de lujo (sus padres le pasaban una buena mensualidad a cambio de que no se acercase por casa). En una ocasión en que le arrestaron llevando bastantes gramos de heroína pura encima, su abogado consiguió su libertad al demostrar que era para uso propio. La que no tuvo tanta suerte fue su primera esposa, que todavía cumplía condena en una cárcel tailandesa desde que la policía del aeropuerto de Bangkok encontrara un paquete de heroína en su equipaje.

Una vez estuve en la vivienda que ese parisino tenía en Costa Teguise, cuando celebró una fiesta, y vi asombrado que tenía un Picasso en su habitación: qué bueno es ser rico. ¡Ja! Unos pocos años más tarde la palmó al salirse de la carretera mientras conducía una motocicleta a toda hostia. Todavía era joven, pero había vivido a tope viajando por el mundo acompañado de un par de cacatúas africanas yaco, consideradas las más inteligentes de su especie. Descanse en paz.

Esta acuarela lanzaroteña no estaría completa sin hablar del hombre que abrió las puertas de la finca del Barranco del Obispo a nuestra comuna anárquica. Él era descendiente directo de Jean de Bhéthencourt, el navegante y explorador francés que, en 1402, tras desembarcar en la pequeña isla de La Graciosa que se halla pegada al norte de Lanzarote, firmó un tratado de paz con el rey de los magos Guadarfia a cambio de protegerles de los esclavistas castellanos. Siendo todavía un bebé, nuestro anfitrión estuvo en brazos del dictador Franco cuando éste visitó la isla, pero veinte años más tarde también permaneció preso en una de sus cárceles por pertenecer a las juventudes socialistas. Estudió Historia del Arte en la Sorbona parisina y vivió un tiempo en Finlandia al casarse con la hija del obispo de Helsinki, con la que tuvo un hijo que murió junto con ella en un accidente de tráfico.

Uno de los amigos que hice en Lanzarote, miembro de nuestra comuna anárquica, con quien mantuve una mayor relación durante varios años, y que dejándome aterrado se suicidó a finales de los años noventa, era el bávaro hijo de un italiano y una alemana, que había partido de su tierra pensando en no regresar jamás después de haber permanecido una temporada entre rejas al ser acusado de la muerte por sobredosis de una yonqui. Un drama en el que no había participado para nada. Entre las distintas formas con que se costeaba la vida estaba la venta del hachís que traía de vez en cuando desde Marruecos.

Cuando yo decidí partir de Lanzarote para no terminar igual que tantos otros trotamundos que, como os decía antes, se habían quedado “encallados” en esa isla, me cité con él en la granja de Ketama, en la que adquiría el costo. Fui en avión hasta Gran Canaria y pasé la noche en una pensión de Las Palmas, en la que eché en falta la ventolera constante de Lanzarote, pues tuve la sensación que me faltaba oxígeno. Al día siguiente tomé un avión de Royal Air Maroc hasta Casablanca haciendo escala en El Aaiún, sitio en el que algunos de mis amigos de la juventud habían hecho la mili cuando el Sahara Occidental todavía era una colonia española antes de que los pobres saharauis pasasen de ser puteados por el gobierno de Madrid a serlo todavía más por el de Rabat. Solamente permanecí una noche en esa gran ciudad marroquí y me dirigí inmediatamente a Fez, que, con su ambiente universitario, los árboles que cubrían muchas de las calles, y su histórica medina, era más de mi gusto.

Recuerdo perfectamente la madrugada en que empecé la ascensión en autobús hacia Ketama, la región montañosa marroquí en que se producía el hachís. Había estado allí un par de veces con anterioridad, pero esto no fue óbice para que, tras aquel lento viaje que duró casi todo el día, en el que el autobús acabó abarrotado de pasajeros, cabras y gallinas, pasase de largo el sitio en que debería haber descendido para ir a la granja en que me había citado con el amigo bávaro de Lanzarote y acabase llegando a la ciudad de Issaguen, más conocida simplemente como Ketama, donde me harté rápidamente de los hampones locales empeñados en venderme costo de forma muy agresiva, y no precisamente unos pocos gramos, sino muchos kilos, y regresé inmediatamente a Fez. Dos días más tarde cruzaba el Estrecho de Gibraltar y, tras dormir en Algeciras, fui de vuelta a la casa de Dos Hermanas en que me había alojado antes de ir a Tenerife y Lanzarote, donde ahora, aparte del marido, también estaba su esposa segoviana, a la que yo había conocido en París casi un año antes.

Desde allí volví a hacer autostop para regresar hacia Cataluña por la misma ruta que en invierno recorrí en el sentido contrario. Quien me recogió fue un viejo camionero al que me acerqué al ver escrita en la puerta de su camión la dirección de un pueblo barcelonés. Aparte de llevarme, me invitó a comer una paella. Me despedí de él al pasar cerca de Peñíscola, histórico pueblo en el que permanecí unos días. Mis siguientes paradas turísticas las hice en Tarragona y en Sitges; ésta era una de mis poblaciones predilectas de la costa y ahora se celebra en ella el Festival Internacional de Cine Fantàstic de Catalunya. Después, ya de vuelta a mi pueblo, di por terminado este periplo por tierras españolas y empecé a planear mi tercer viaje a la India.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba

1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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