La crónica cósmica. La bandera de Lanzarote

Gracias a la latitud subtropical de las Islas Canarias, que es la misma en que se encuentra Nepal, sus temperaturas acostumbran a ser suaves ya sea en invierno o verano. Aquí en Lanzarote hemos estado gozando esta semana de unos agradables veinticuatro grados, mientas en la Península Ibérica sudaban la gota gorda por encima de los treinta largos.

El frío que puedas sentir en esta isla está, por lo general, directamente relacionado con el viento; y en los días soleados sólo tienes que refugiarte de él tras un muro para creer que te encuentres en Sevilla durante el mes de agosto. La bandera de Lanzarote tendría que ser verde y negra, colores que priman en algunas de sus comarcas, como La Geria, en la que el verde de las vides destella sobre el negro de la gravilla volcánica, llamada picón, con la que están recubiertos la mayoría de sus campos.

Los nombres de algunas poblaciones de Lanzarote me dan una muestra de cómo era la desaparecida lengua local: Tao, Ye, Soo, Uga, Yaiza.

Curiosamente los paisajes de esta parte noroccidental de Lanzarote en que se hallan Tinajo y la casa de mi anfitrión, con sus edificaciones blancas salteadas de palmeras, se parecen mucho a los que se ven desde la finca rural de los amigos valencianos en Xàbia (Jávea), en la provincia de Alicante.

Entre las vistas de la costa cercana a Tinajo se ve la pequeña isla de La Graciosa y los islotes deshabitados de Roque Nublo, Roque del Oeste y Alegranza; éste, según un artículo publicado en eldiario.es, está cubierto de basura sintética, sobre todo botellas y otros envases que las corrientes marinas han traído desde lugares tan alejados como Canadá y Estados Unidos de América (se ha comprobado gracias al etiquetaje).

En una ocasión leí que algunas empresas de esos países arrastraban la basura mar adentro en grandes barcazas y la arrojaban lejos de sus costas sin tener en cuenta que terminaría llegando a las de otros países: muchas gracias, moito obrigado, merci beaucoup, tanti grazie, molt agrait, mal parit.

A los habitantes de cada una de las Islas Canarias se les da un apodo: chicharreros a los de Tenerife (aunque mi meticuloso segundo hermano asegura que al principio únicamente se llamaba así a la gente de la capital, Santa Cruz de Tenerife), canariones a los de Gran Canaria, palmeros a los de La Palma, majoreros a los de Fuerteventura y gomeros a los de La Gomera. A los de Lanzarote se les llama conejeros, y a partir de ahora, en estas crónicas, denominaré «amigo conejero» a mi paisano y anfitrión.

La última vez en que nos reunimos fue en Chiang Mai, al norte de Tailandia, en el 2017, cuando vino a visitarme mientras yo cuidaba de la casa y el gato Songkran de los amigos valencianos. En aquella ocasión le acompañaba el amigo beréber, al que llamaré así a pesar de que ya hace varias décadas que emigró de Marruecos a Lanzarote cuando sus padres pretendían que siguiese una carrera universitaria. Ahora, aparte de la nacionalidad española, también tiene dos hijas y varios nietos. La última vez que crucé mis pasos con los del amigo beréber fue en Luang Prabang, al norte de Laos, en el año 2018. Recuerdo que en aquella bonita e histórica ciudad incluso estaba prohibido fumar en las calles; pero tal norma no fue óbice para que nosotros nos pusiésemos a gusto en todos lados (restaurantes, bares e incluso en nuestra pensión) con la buena maría local que vendían los taxistas: “¿Marihuana, opio, chicas?”.

PASO A PASO – Rishikesh, India, 1986. Al haber ascendido hasta los casi cuatrocientos metros de altitud desde unas llanuras que, tal como habíamos podido comprobar en los carteles de cada estación ferroviaria, pocas veces superaban los treinta metros sobre el nivel del mar, las noches de Rishikesh nos parecieron frescas y agradables. No obstante, cuando el sol sacaba la cabeza tras las montañas por la mañana, las temperaturas se disparaban rápidamente hasta hacernos sudar durante las caminatas.

El amigo californiano resultó ser el más atípico entre los viajeros de la India. Para empezar, no fumaba ni quería oír palabras como ganja (maría), charas (hachís) u opio. Su cara de buen chico se acompañaba de una impecable buena educación, amaba la vida sana, había vivido mucho tiempo en absoluta soledad dentro de los grandes bosques de su país y practicaba el excursionismo sin asustarse de las distancias o la altura de las montañas a las que ascendía. A pesar de tales peculiaridades, demostró su tolerancia al juntarse con dos viciosos como el suizo Frank y yo, y nuestro dúo se convirtió de nuevo en trío.

Comprobamos enseguida que Ram Jhula (o Swargashram) era un mundo aparte, sobre todo por ser peatonal; mientras que Rishikesh, aun teniendo algunos rincones agradables, no dejaba de ser una ciudad sucia y ruidosa de la que partían los camiones y autobuses que trepaban hacía las comarcas colgadas del Himalaya. Igual que en todos los lugares donde se encontraba aquella frontera natural, hasta para un ciego estaría claro que era allí donde empezaba la más alta de las cordilleras, donde realmente terminaban las llanuras y donde el mundo horizontal dejaba paso al vertical.

La llegada constante de peregrinos se encargaba de recordarnos la razón por la que habíamos ido a esa parte del país: la celebración de la Kumba Mela, la mayor festividad religiosa del hinduismo; y después de ir en varias ocasiones hasta Haridwar para fundirnos con la masa de creyentes, no faltamos a la cita cuando llegó el día más importante, el 14 de abril, fecha en la que, según aseguraban los astrólogos, todas las energías divinas descenderían por las aguas del Ganges. Sería también cuando todos los dioses se darían cita allí con apariencia humana, y cuando los más santos de los sadhus (santones), después de bajar desde las cumbres del Himalaya o abandonar las más profundas junglas para tal propósito, tomarían de madrugada el baño purificador.

Continuamente, con cada día transcurrido, los precios de los transportes se habían multiplicado. Al llegar la fecha cumbre los taxistas de los tempos, los grandes y feos triciclos, en que podían amontonar más de una docena de personas, ya no se avergonzaban de pedir increíbles barbaridades para el corto trayecto de veinticinco kilómetros hasta Haridwar. El trío formado por el californiano, el suizo y yo, acompañados de dos muñecas alemanas que se nos juntaron para tener protección gratuita, pudimos llegar felizmente hasta los suburbios de Haridwar, donde las fuerzas policiales cerraban la ciudad a cualquier tráfico rodado.

A nuestro alrededor, en cualquier dirección, solamente se veían los infinitos campamentos destinados a los peregrinos, los centenares de grandes tiendas de campaña en las que se hospedaban aldeas enteras, las residencias reservadas a las diferentes escuelas de santones, y también los aparcamientos donde se encontraban miles de autobuses.

La perfecta organización imponía calles de una sola dirección por las que transitaba un flujo constante de transeúntes que habían venido desde todos los rincones del país y de otras partes del planeta. Cada grupo vestía las prendas más exóticas y variopintas. Cada persona, invariablemente, observaba a su alrededor con los ojos desorbitados intentando verlo todo al mismo tiempo; sorprendidas y estupefactas también al encontrase ante alguien tan extraño como yo, que no creía que tanta locura fuese posible.

El persistente avance de la masa humana, entre la que no quedaba libre ni un solo espacio, se detuvo por unos momentos en un callejón que descendía hacia las escalinatas del río. A pesar de ser solamente unos cortos instantes, fueron suficientes para provocar el caos, el histerismo, los empujones y los inevitables amontonamientos. Una mujer de grandes dimensiones se derrumbó gritando y asustó a quienes tenía cerca. Un hombre de inmenso turbante y largos bigotes, perdiendo el control, empezó a repartir codazos intentando inútilmente avanzar. Y los que se hallaban al principio del embudo empujaron hacia atrás. Tendríamos que esperar a la mañana siguiente para enterarnos, a través de los periódicos, que aquel drama se había cobrado cuarenta y siete vidas, la mayoría ancianos y niños; un número bastante pequeño si pensamos que aquel día la ciudad recibió cuatro millones de visitantes y que todos tomaron el obligado baño en el más sagrado de los ríos. Continuará.

MIRA LO QUE PIENSO

  • En un estudio de la “Fundación O” acerca de las muertes accidentales ocurridas en todo el mundo cuando la gente se hace selfis, la India se halla en primer lugar de forma destacada.
  • Valoro más la inteligencia de los animales que los sentimientos de un idiota.
  • Así estaba el mundo en 1977: la canción en la que el cantante brasileño Roberto Carlos aseguraba que querría ser civilizado como los animales, fue prohibida en Argentina por el sanguinario gobierno del dictador militar Videla.
  • Mientras un sanador magnetizaba a un enfermo, una cámara térmica mostró la energía que descendía por las manos del primero y entraba en la cabeza del hombre al que estaba tratando sin llegar a entrar en contacto físico con él.
  • ¿Habéis probado chocolate con sal, el helado con pimienta verde o el de regaliz?
  • ¿Dejaríais de usar los teléfonos móviles si supieseis que provocaban COVID19?
  • El actor y piloto automovilístico Steve McQueen falleció debido al cáncer de pulmón que podría haberle provocado el amianto con que, en aquel tiempo, estaban fabricados los uniformes de los pilotos. Me pregunto si el cáncer de pulmón que se llevó a mi buen amigo occitano fue causado por los gases del amianto que respiraba cuando soldaba sin usar una mascarilla (su oficio era el de soldador).

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba
1400 933 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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