La crónica cósmica. La más increíble de las historias

EN LA TABERNA GALÁCTICA – Salí de la casa del amigo occitano pasada ya la medianoche y recorrí las oscuras calles de Le Teil alumbrándome con mi linterna. Hallé la delegación local de la Taberna Galáctica en un callejón del barrio antiguo. El portero me dio la bienvenida quejándose de que solamente les visitase muy de vez en cuando. Como es habitual, mi antro predilecto estaba abarrotado y el aroma de los licores se mezclaba en el aire con el del tabaco y la maría. Gracias a la fama de reportero que me precedía, mis esperanzas de poder entrevistar a algún personaje interesante se convirtieron rápidamente en realidad cuando se acercó a mí un hombre que rondaría los cincuenta años y me contó la más increíble de las historias.

«Mis primeros recuerdos me muestran una aislada y deshabitada granja a la que mi madre nos llevó a mi hermano de seis años, a mi hermana de cuatro y a mí, que solamente tenía dos años, cuando abandonó a nuestro padre sin despedirse. A un par de kilómetros de allí, cruzando un denso bosque, había un pueblo al que íbamos a comprar. Una mañana al despertar descubrimos que nuestra madre había desaparecido de la misma forma que lo había hecho con nuestro padre, o sea sin decir adiós a unos críos que no sabíamos nada de la vida. Teníamos un techo bajo el que cobijarnos, pero eso era todo. Mi hermano, que siempre fue un líder nato, evitó que muriésemos de hambre, y de pena, enseñándonos a sacar provecho de lo que nos ofrecía la naturaleza, como las setas, las moras o los peces y los cangrejos de un río cercano. Pero también nos enseñó a robar en los huertos y en los dos comercios que había en el pueblo.

El comportamiento de sus habitantes era inexplicable, pues sabían que les mangoneábamos, pero hacían la vista gorda porque les debíamos de dar pena. No obstante, nunca nos echaron realmente una mano y dejaron que siguiésemos viviendo como unos salvajes en la soledad de aquella granja. Aunque te parecerá difícil de creer, sobrevivimos de esa manera durante más de un año, hasta el día en que vinieron a rescatarnos un hombre y una mujer del Servicio Social a los que, supongo, debía de avisar al fin algún alma caritativa del pueblo.

A pesar de encontrarnos en tan penosa situación, en el primer momento intentamos huir, como lo harían unos animales a los que tratasen de cazar. Si estás creyendo que allí terminaron nuestros problemas, te equivocas; porque los funcionarios que movían los hilos del drama de nuestra vida, demostrando tener poca psicología y menos empatía, pues nos recluyeron en tres orfanatos distintos. Y nosotros, que estábamos muy unidos tras haber compartido tantas desventuras, creímos morir de pena. En realidad, podría haber sucedido efectivamente así de no haber sido porque varios meses más tarde los directores de aquellos orfanatos comunicaron nuestro triste estado a las altas esferas y al fin pudimos reunirnos de nuevo. Creo que ese fue el día más alegre de mi vida. ¡Cómo sollozábamos los tres al poder abrazarnos y saber que no nos volverían a separar!

A partir de entonces, a pesar de crecer y estudiar en aquel entorno al que nadie llamaría hogar, nuestra existencia tuvo una forma más humana y nunca nos faltó de nada, a excepción de los besos de una madre. Sin dejar de estar en contacto, los tres terminamos estudiando distintas carreras universitarias, los tres encontramos a nuestras medias naranjas y los tres formamos nuestras propias familias.

Supongo que ahora esperarás que diga colorín, colorado, y que este cuento se ha acabado. Pero, de ser así, te estarás equivocando de nuevo porque la parte más asombrosa de nuestras insólitas vidas sucedió hace unos diez años cuando mi hermano, mi hermana y yo recibimos la citación de un juez de Marsella y nos desplazamos a esa ciudad preguntándonos a qué se debería. Un ujier del juzgado nos acompañó hasta una sala en la que ya se encontraban dieciocho hombres y mujeres de distintas edades. No los habíamos visto nunca y solamente tenían en común con nosotros el desconocimiento acerca del por qué estábamos allí. Cuando apareció el juez y nos lo aclaró, nos quedamos boquiabiertos y nos observamos unos a otros con incredulidad. ¡Aquellos dieciocho desconocidos eran hermanastros nuestros y habían pasado por unas vicisitudes similares a las que habíamos vivido mientras nuestra desquiciada madre cambiaba continuamente de pareja e iba pariendo como una coneja para abandonar a todos sus hijos! ¡Ja, mi querido reportero, te has quedado tan atónito como nosotros en aquel juzgado!».

Era cierto, pues yo no hubiese podido estar más asombrado, y recordé el dicho que aseguraba que a veces la realidad superaba a la ficción. Antes de apagar la grabadora, solamente me faltaba saber otra cosa: ¿por qué les había citado el juez? Y aquel hombre me lo explicó así:

«Habían encontrado a una vieja pordiosera vagando por las calles de Marsella y, tras lograr identificarla comprobando que era nuestra desaparecida madre, aquel eficiente juez se las había arreglado para ir localizando a todos los hijos que ella había ido dejando atrás cada vez que se hartaba de ellos. De todos modos, muchos de éstos no estuvieron en tan precarias condiciones como nosotros porque se habían quedado con su correspondiente padre. El juez no nos había citado solamente para darnos tan inesperada noticia, sino, sobre todo, para preguntarnos si estaríamos dispuestos a cuidar a nuestra madre durante sus últimos años de vida. Sin necesidad de reflexionarlo, todos respondimos negativamente”. Yo pensé en el título de aquella película de José Coronado, “No habrá perdón para los malvados».

Seguí mi recorrido por la taberna y no tardé en dar con otros personajes interesantes; eran ocho mujeres que estaban sentadas alrededor de la mesa redonda que había al fondo del local; la primera de ellas en hablar tenía el pelo canoso y la cara arrugada como la de alguien que ha permanecido muchas horas bajo el sol, y dijo: “Algunos cínicos exigen respeto para sus sentimientos, su religión y sus creencias morales a pesar de que jamás respetaron las de los demás”.

La siguiente en hablar para mi grabadora fue una mujer que, por su perfil, hubiese podido ser judía, árabe o gitana: “Cualquiera que vote o apoye a los partidos políticos de derechas, que son los herederos de los fascistas que masacraron a millones de personas desde Croacia a Italia, Francia y España, y por supuesto Alemania, será igual de culpable que aquellos malditos sádicos”.

La mujer que se acercó ahora al micrófono lucía una espectacular melena pelirroja y llevaba un largo vestido lila, que hubiese podido ser indio, y me aportó un poco de cultura contándome: “Las gentes que en el pasado emigraron desde el norte de Portugal dirigiéndose a Francia y Bélgica, lo hicieron andando con sus familias y cargando con sus pocas posesiones. También lo hizo así el padre mi novio al venir a patita con sus hermanos desde el Véneto a Le Teil, cruzando todo el norte de Italia”.

La que habló a continuación tenía el pelo blanco y le calculé más de sesenta años: “En 1980 conocí en Katmandú a la esposa de un almirante belga llamada Simone Lathouwers que aseguraba ser la madre honorífica, algo parecido a una padrina, de los Ángeles del Infierno de Holanda”.

La mujer que estaba sentada al lado de la anterior, le replicó: “Sin que pretenda llamar mentirosa a esa señora belga, permíteme decirte que dudo que exista entre los Ángeles del Infierno una distinción femenina como la que mencionas, pues son unos machistas primitivos de cuidado. Lo sé con certeza porque tuve que lidiar con ellos para que me permitiesen aprender a tatuar, oficio que, como si se tratase de la mafia, sólo permiten ejercer a sus miembros. Cuando les daba la tabarra, en más de una ocasión me amenazaron con romperme los dedos, y les repuse, “pues hacedlo ahora y acabemos cuantos antes”. Yo era una cría y al final terminaron dándome el visto bueno. Pero a otros no les fue tan bien, como un tipo al que mataron clavándole un cuchillo en la cabeza en plan “Walking dead”. Un colega mío también acabó criando malvas, pero en ese caso no fue cosa de los Ángeles del Infierno, sino de un marido celoso que lo decapitó”.

La sexta mujer tenía el típico aspecto agitanado de quienes han viajado mucho por la India, y dijo: “La última vez que estuve en Varanasi ya había empezado la pandemia del COVID. Allí vi a cuatro sadhus (santones) fumando un chílom (pipa) que colgaba de una cadena, y se lo pasaban sin entrar en contacto entre ellos. Años antes fui testigo de algo parecido con un chílom gigantesco que colgaba del techo de un templo, del que fumaban una docena de charsí (fumadores).

Ahora habló una mujer treintañera que me atravesó con su profunda mirada mientras me explicaba: “Érase una vez un chico de unos doce años que, creyéndose más inteligente de lo que era, se quedó en blanco cuando le pedí que me diese su opinión acerca del egoísmo, el agradecimiento, la dependencia y la experiencia”.

La última mujer del grupo, dijo: “Soy una mujer práctica y cuando mi hija adolescente se fue de verbena, le regalé una caja de condones”.

MIRA LO QUE PIENSO

  • Que extraña es la sensación de saber que no recordaré lo que pienso, digo o hago cuando tengo un cubalibre en la mano: es el momento adecuado para que mis amigos me confiesen sus más íntimas vergüenzas con la seguridad de que guardaré el secreto. ¡Ja!
  • Once años sin mantener relación de pareja: once años sin peleas.
  • No les gustaba mi sinceridad y me disgustaba su falsedad.
  • Adiviné que mentía cuando afirmó que jamás mentía.
  • Al abrir por la mañana el ordenador y apuntar las notas del bloc que siempre llevo en el bolsillo, me recrimino si no tengo ninguna: ¡Maldita sea, me faltan ideas!
  • Leído en la demasiado sangrienta novela “Irene” de Pierre Lamaitre: “Esos paréntesis que la vida tiene el buen gusto de ofrecerte y la lucidez de quitarte”.
  • Se ha de ser muy cándido para responder a las preguntas de un periodista que les dará el sentido que quiera.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
La crónica cósmica, de Nando Baba

1400 934 Nando Baba

Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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