La crónica cósmica. La milenaria sabiduría hindú

LA AVENTURA CONTINÚA (de la crónica anterior). Os recuerdo que estoy narrando el viaje que hice por la India meridional en 1986. En el mes de febrero, o sea que hace exactamente treinta y seis años, el amigo de Badalona y yo nos marchamos del Anandashram, el áshram de Kerala que, a pesar de ser hindú, en su templo no había esculturas o símbolos de ninguna deidad, y las ceremonias que se realizaban al anochecer incluían los cantos celestiales de unas mujeres locales acompañados por la música de un armonio. Aquella era la primera visita a la India de mi amigo de Badalona, hombre muy espiritual que practicaba hatha yoga, saludaba al sol todas las mañanas (Surya namasté), era un estudioso de la numerología y alucinaba con la locura indostana: las cloacas abiertas, la comida picante, las vacas rumiando en medio de las carreteras, el tráfico caótico, los perfumes compitiendo con los hedores del aire, y las habitaciones y los autobuses compitiendo en cutrerío.

Partimos en un tren que se dirigía hacia el sur y que nos llevó hasta una ciudad llamada Palghat, camino de un lugar que tenía el atractivo nombre de Valle del Silencio. Nos lo había recomendado el jardinero alemán con quien compartí habitación en el Anadashram: nos dijo que era una jungla en la que tendríamos oportunidad de ver elefantes, tigres y demás bestiario. Pero en algún momento olvidamos preguntar las tres veces reglamentarias acerca del destino que tenía el autobús que habíamos tomado en Palghat y algo se torció durante el recorrido, por lo que acabamos llegando donde no esperábamos y adonde nadie nos esperaba: un pueblo llamado Mannarakat en el que jamás había aterrizado un turista y donde el espectáculo malayalam (lengua y etnia de Kerala) era de lo más auténtico, pues incluiría las fiestas anuales que empezaban aquel mismo día y durarían una semana. Lo consideramos una conexión cósmica y decidimos quedarnos allí.

Tal como sucedía en la mayoría de pueblos indios, muchos de los habitantes de Mannarakat se hallaban esparcidos por docenas de villorrios apartados del centro urbano. En conjunto, sus edificios, calles y plazas no tenían ningún atractivo si exceptuamos la más auténtica atmósfera pueblerina, que junto con la mentalidad y comportamiento de sus gentes lograba el orgasmo mental que siempre sueña encontrar el viajero.

Cuando terminaban sus calles de arena, y tras cruzar el río Kundi, empezaban unas colinas cubiertas por la jungla. Los habitantes de la zona, a pesar de no derribar un solo árbol, los podaban continuamente, ahora una rama y después otra, hasta dejarlos con el aspecto de haber sido desmembrados y amputados: los muñones de aquellos brazos que ya no estaban, pero que se hallaban cubiertos de verdor gracias al clima tropical, seguían siendo muestra de la destrucción constante que los gusanos humanos llevamos a cabo imparablemente desde hace milenios.

Al desconocer la enfermedad del turismo, los habitantes de Mannarakat nos adoptaron y cuidaron de nosotros como lo hubiesen hecho con unos hijos tontos. Pocas veces nos permitían pagar porque siempre había alguien cerca que estaba dispuesto a invitarnos, y si lo hacíamos, no teníamos que regatear como había estado ocurriendo desde nuestra llegada a la India, ya que los tenderos nos cobraban rigurosamente el mismo precio que a cualquier vecino. La inocente amabilidad de aquel personal que parecía provenir de otro siglo, resultaba un poco agobiante al hallarnos continuamente rodeados una multitud y de miles de ojos negros. No obstante, sonreíamos mientras respondíamos a las preguntas repetidas miles de veces. “¿Cómo te llamas?”. “¿De dónde eres?”. “¿Estás casado?”. “¿Cuántos hijos tienes?”.

Los festejos se celebraban diariamente, desde la mañana hasta entrada la noche, en la explanada que había frente al templo a las afueras del pueblo. En ellos se reunían miles de personas, con los hombres a un lado, vistiendo siempre unos inmaculados lunguis blancos, y las mujeres, en el otro, llevando invariablemente unos coloridos saris. A pesar de los exóticos grupos musicales, las danzas, los elefantes engalanados, las antorchas y los fuegos artificiales, para aquellas multitudes lo más excitante del festival éramos los dos extranjeros, y sus miradas caían sobre nosotros en todo momento: las raras ocasiones en que lográbamos estar acompañados solamente de diez personas nos sentíamos en la intimidad.

Entre los buenos amigos locales destacaba un brahmán de sesenta y cinco años llamado Balán que dirigía una pequeña imprenta parecida seguramente a la usara Gutenberg. Balán nos invitó un día a comer allí y, sentados bajo un gran árbol de yaca (jackfruit), con sus absurdos frutos del tamaño de grandes calabazas, corteza con pinchos y color verde amarillento, pasamos varias horas filosofando sin dejar de fumar maría. Nuestro anfitrión se declaraba comunista y ateo, no obstante, también aseguraba: “Dios se encuentra en las piedras del río, en los rostros de los intocables y en el pelo de los animales, y no en los umbríos rincones del templo”. En aquella reunión también se encontraba la hermosa maestra de la escuela local, quien mostraba una gran tristeza en su semblante debido a que su marido la pegaba, y nos contó: “Antes era un hombre, pero ahora es policía, y además bebe”.

Al anochecer, y acompañados del buen Balán, cruzamos las oscuras calles del pueblo y, tras lograr pasar desapercibidos entre las multitudes que llenaban la explanada frente al templo, descendimos hasta el río para tomar un baño. Poco después, con el agua hasta el cuello y docenas de peces dándonos suaves mordiscos como si intentaran adivinar si éramos comestibles, un joven y atractivo gay se empeñaba en meternos mano pidiéndonos un beso y susurrando, “I love you”, mientras Balán gritaba eufóricamente hacia el firmamento cubierto de estrellas: “¡Cannabis índica!”.

Otros amigos del pueblo, unos jóvenes universitarios que vestían continuamente de un blanco absolutamente limpio y cuidaban de nosotros monopolizándonos, se encargarían de poner en nuestras mentes la primera semilla del sano y eficaz sistema higiénico de aquella tierra: el del baño matinal y del cambio de la ropa interior diarios. Hasta aquel momento, y tal como sucede con la mayoría de los turistas si se hallan fuera de su entorno habitual, nosotros prestábamos nula atención, tanto a nuestro aspecto como a la limpieza. Por lo general nuestras ropas estaban tan sucias como nuestros cuerpos, y solamente la buena educación de los indostanos, quienes jamás expresarían críticas sobre los visitantes, nos salvaba de sentirnos como lo que éramos: dos cerdos inmundos (con perdón de los cerdos).

Aprendimos con rapidez cuando la lección nos llegó como un susurro con una simple pregunta: “¿Por qué no os bañáis con más frecuencia?”. El que creó esa duda en nuestras mentes era uno de los incondicionales que se encontraban a nuestro lado a casi todas horas hasta hacerse pesado. A la duda la siguieron las reflexiones, y desde aquel momento empezamos a observar que aquellos malayalam iban siempre impecablemente limpios a pesar del calor y del polvo que levantaban las multitudes que asistían al festival. Además, allí estaban las transparentes aguas del río Kundi, la blanda hierba que nacía en sus orillas, invitándonos a echarnos sobre ella, y el dios Surya dispuesto a secar nuestro cuerpo y la ropa en poco rato de holgazanear.

Sin pensárnoslo más, introdujimos en nuestra rutina el baño matinal que seguiríamos tomando durante el resto de nuestra vida, aportándonos tanto higiene como salud; porque la milenaria sabiduría hindú, al exigir a sus seguidores que se bañaran cada madrugada con agua fría antes de llevar a cabo sus oraciones, en realidad les estaba enseñando una fórmula que fortalecía tanto el cuerpo como la voluntad; al primero evitándole enfriamientos en general y acrecentando el sistema inmunológico; y a la segunda, vacunándola contra la pereza mental.

Partimos de Mannakat con la cabeza llena de recuerdos sobre momentos impresionantes, entrañables e inolvidables, de aquellos festivales dedicados a la estrella Puna, que se celebraban anualmente entre la segunda quincena de febrero y la primera de marzo, dependiendo del calendario lunar. Las experiencias primicias difícilmente se olvidan, y menos cuando son únicas, cómo único fue el concierto, de una música tan salvaje como primitiva, que interpretara un grupo compuesto por seis largos tambores y tres pares de platillos de tamaño muy pequeño. Los músicos cogían un ritmo monótono y repetitivo, que iría ascendiendo paulatinamente de forma improvisada, mientras mantenían la mirada fija los unos en las de los otros hasta alcanzar un clímax, que nos erizaba el vello y soltaba descargas eléctricas en la espalda, provocando una explosión de emociones solamente imaginable en una noche tropical que hubiese podido hallarse en cualquier salto del tiempo.

Únicas fueron también las procesiones nocturnas en que descendíamos con antorchas hasta el río acompañando a los elefantes sagrados: a pesar de la oscuridad, de las multitudes y de la ruidosa música, aquellos mastodontes mantenían tanta calma y atención como para no pisar una porquería que se hallara en su camino: estaban tan habituados al alboroto y al jolgorio como para que ni tan siquiera parpadearan al explotar a su lado los fuertes chupinazos que a mí me provocaban taquicardia.

Únicas habían sido asimismo las danzas tribales, ejecutadas por una cincuentena de hombres de aspecto muy pobre, quienes, formando un círculo, gritarían, saltarían, se amenazarían, y golpearían el suelo con los pies descalzos levantando polvareda al recordar una antigua batalla. Y únicos fueron los saltos del inagotable hombre tigre y los bailes del grupo que cubría sus cabezas con pesadas tallas de madera parecidas al sombrero de Napoleón.

Llegados aquí tengo que comunicaros de nuevo que el relato de aquel viaje continuará en la próxima crónica.

MIRA LO QUE PIENSO

Os recomiendo leer este artículo publicado en eldiario.es que también podría llevar el título “Las chicas son guerreras

Si queréis alegraros un poco el día escuchad esta divertida canción: “Chaise Longue

Cosas que se dicen en el interesante reportaje de Nuria Giménez, “My mexican Bretzel”: «Nunca entendí el impulso de trepar una montaña, pero sí el de alejarme de todo ser humano”. “Le dijo a su mujer que salía a dar una vuelta y volvería para cenar; pero sólo regresó cuarenta años más tarde. Cuando su mujer abrió la puerta y le vio, se limitó a decir: “Se te enfrió la cena”». “No hacer algo malo por temor a Dios no expresa bondad, sino cobardía”. “La libertad del olvido o la esclavitud de la memoria”. “De cara a la muerte, las personas curiosas tenemos una ventaja a añadir”.

Leído en la novela de Simone de Beauvoir “Los mandarines”: “Para acertar en el porvenir hay que mirar el presente de frente”. “Escribir es lo que más le gusta en el mundo, es su alegría, su necesidad, es él mismo. Renunciar sería un suicidio”. “Siempre ha habido razones para no escribir, pero no pesan mucho en cuanto el deseo de escribir vuelve a apoderarse de ti”. “Para esto sirve la literatura: mostrar a los otros el mundo tal como uno lo ve”. “¿Se interesaba de veras en el destino ajeno o tan sólo en la paz de su conciencia?”. “Me siento culpable de no sentirme culpable”. “Cuando uno vive cerca de alguien, juzgarlo ya es traicionarlo”.

Y esto es todo por hoy, mis queridos papanatas. Bom Bom.

La crónica cósmica, de Nando Baba
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Nando Baba

Escritor y viajero. No te pierdas las crónicas cósmicas de Nando Baba.

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